Lic. Raymundo Manuel Salcedo Flores.
El pasado 3 de noviembre de 2020 se llevó a cabo la jornada electoral en los Estados Unidos; con el propósito de saber quién será el presidente para el período 2021-2025 en aquel país. Tras algunos días de incertidumbre, el pasado 7 de noviembre los medios dieron por ganador a Joe Biden, frente a Donald Trump, quien buscaba la reelección. A la fecha, la disputa legal por la elección continúa y, como dijo el actual presidente de Estados Unidos, está lejos de acabar.
El sistema electoral del vecino país ha dejado mucho de qué hablar en estos últimos días, debido a que, aunque es claro que quien obtuvo el mayor número de votos es Joe Biden, ello no necesariamente significa que sea el próximo habitante de la casa blanca.
Esto se debe a que, en el sistema electoral de los Estados Unidos, los ciudadanos no votan por el candidato, sino por los representantes que formarán parte del colegio electoral que a su vez elegirá al presidente de los Estados Unidos, en diciembre de este año. En 48 de los 50 estados, el ganador de la contienda así sea por un voto, obtiene todos los representantes de ese estado ante el colegio electoral. En Maine y Nebraska la cosa es distinta, ya que el Estado se subdivide en distritos y el candidato ganador de cada distrito obtiene un representante en el colegio electoral.
Este sistema proviene desde la constitución de 1787, y fue ampliamente adoptado por las democracias latinoamericanas del siglo XIX. Podemos decir, de hecho, que México no abandonó ese sistema hasta la constitución de 1917.
Pero vamos por partes: el sistema político que adoptan casi todos los países modernos es una mezcla entre las tres formas clásicas de gobierno; pues por un lado tienen una monarquía en el poder ejecutivo, una democracia en el legislativo y una aristocracia en el judicial; pero no sólo eso: el poder ejecutivo en la gran mayoría de los países tiene un papel preponderante por ser la cabeza visible del Estado.
En los Estados Unidos, cuna del sistema federal, se ideó un sistema a través del cual no fuera la persona con mayor número de votos la que lograra llegar a la presidencia sino aquel que lograse la mayoría en los Estados. Esto ha producido que, por lo menos dos veces en la historia moderna, quien finalmente ocupa la oficina oval no es la persona que logró la mayoría de los votos; me refiero, claro está a la elección de George W. Bush en 2000 y la de Donald J. Trump en 2016.
Este sistema, resolvió la Corte Suprema de Estados Unidos en la disputa postelectoral de 2000, funciona de manera tal que no son los ciudadanos los que eligen al presidente, sino los Estados de la Unión; de ahí que el cargo que ocupa es el de presidente de los Estados Unidos de América.
Además, en el sistema electoral de Estados Unidos no existe un único organismo que se encargue de contar o sistematizar los votos, de tal manera que cada estado tiene la facultad de contabilizar los votos y declarar un ganador de los votos de su estado.
Mucho se celebró hace unos días que México, a diferencia del vecino del norte, tenga un sistema de elección directa, en el cual lo único que importa es qué candidato logró tener el mayor número de votos, y así es como se convierte en presidente; que México tenga una institución encargada de la organización de las elecciones así como del escrutinio y cómputo de los votos, que la misma noche de la elección se sabe cuáles son las estimaciones de quién ganará la presidencia de la república.
Sin embargo, quien esto escribe considera que esto es sólo una ilusión. Decía Jorge Luis Borges que la democracia es un abuso de la estadística, y precisamente el sistema electoral mexicano aún tiene serias fallas en su composición y el árbitro electoral aún dista de ser un verdadero garante de la democracia.
En efecto, desde su creación en 1990, el Instituto Federal Electoral organizó cuatro elecciones presidenciales, una de ellas que resulta altamente cuestionable hasta la fecha. 2006 será para siempre una mancha oscura en la historia de la democracia mexicana porque desde la misma noche de la jornada electoral el principio de certeza se vio violado por el propio Instituto, y posteriormente, los resultados tan cerrados, el comportamiento de las gráficas, las acusaciones de fraude que —con o sin sustento— efectuaron los vencidos; la premura con que los vencedores exigieron el reconocimiento de su triunfo, provocan que esa elección haya superado con creces los cuestionamientos de la elección presidencial de 1988, con la ya famosa “caída de sistema”.
Ahora bien, de esas cuatro elecciones presidenciales que organizó el IFE, y la que a la fecha ha organizado el INE, tenemos una constante: el Instituto que organiza las elecciones es un árbitro que no siempre puede sacar una tarjeta roja. No ha importado que algunos partidos políticos hagan proselitismo el día de la elección, que utilicen recursos públicos para promocionar campañas políticas, que se promocionen fuera de sus Estados o municipios; la sanción siempre es una multa (que finalmente se paga con dinero de los contribuyentes, pues no olvidemos que en México somos los contribuyentes quienes sostenemos a los partidos políticos).
No se ha registrado, a la fecha, que el Instituto haya aplicado la máxima sanción que es la pérdida de registro. Es más, pese a las acusaciones de compra y coacción del voto en la elección de 2012, la elección no fue afectada en su validez. Nunca se han aplicado las sanciones más severas que prevé la legislación electoral.
El sistema electoral mexicano es inacabado, está transitando por el difícil camino de la democracia que, además, ha sido tomada como rehén de los partidos políticos. En efecto, aunque de los últimos cinco presidentes sólo el último ganó con más del 50% de los votos, seguimos teniendo un sistema de mayoría relativa, en el que gana quien tiene más votos, aunque haya habido más votos en contra del ganador.
De igual manera, el voto por correo les está reservado sólo a los ciudadanos mexicanos en el extranjero, lo que hace que, ante coyunturas como la actual pandemia del virus SARS-CoV-2, muchos nos preguntemos si no sería mejor evitar salir a votar en la próxima jornada electoral para cuidar nuestra salud.
La elección en México puede parecer más democrática que la de Estados Unidos, pero sigue presentando serias deficiencias que la hacen todavía una democracia incipiente, en la que los partidos políticos actúan con impunidad porque saben que la única sanción que podrán tener es una multa que finalmente pagarán con dinero de los contribuyentes, y mientras tanto pueden recurrir a prácticas ilegales con tal de ganar una elección. Tal pareciera que en México sí se aplica aquella máxima que decía Felipe Calderón semanas antes de la elección más cuestionada de la historia de México: “haiga sido como haiga sido”.