¿Kelsen o los derechos en serio? | Paréntesis Legal

Dr. Francisco Castellanos Madrazo

 

 

En el 2007 -4 años antes de la reforma al artículo 1º constitucional que introdujo la internacionalización de los DDHH a nuestro ordenamiento jurídico- me desempeñaba –con la más alta honra- como secretario de estudio y cuenta del señor Ministro don Juan Silva Meza, dedicado especialmente, a brindarle apoyo en los asuntos del Pleno. En ese año, la SCJN se aproximó nuevamente al tema límite de la jerarquía de los tratados internacionales frente a la Constitución -aspecto que ya había revisado en una época judicial anterior y en la propia 9ª Época-, a raíz del emblemático amparo en revisión 120/2002, conocido como Caso Mac Cain.

En ese momento, llegábamos con 2 criterios sobre el contenido y alcance del artículo 133, primera parte, de la Constitución federal; el primero, construido durante la 8ª Época, y el segundo, establecido en la 9ª Época. El primero se halla reflejado en la tesis aislada P. C/92, mismo que sostenía que las leyes federales y tratados internacionales tenían la misma jerarquía normativa entre sí, pero que se encontraban debajo de la Constitución. El segundo aparece visible en la tesis aislada P. LXXVII/99, el cual señalaba que los tratados internacionales se ubican jerárquicamente por encima de las leyes federales y en un segundo plano respecto de la norma fundamental.

Sin tener aún la apertura al Derecho Internacional de los Derechos Humanos incorporada a nuestro ordenamiento en el artículo 1º constitucional con la reforma de 2011, algunos ministros -entre ellos Juan Silva y José Ramón Cossío- postularon desde entonces, que cuando estuviéramos –especialmente- frente a tratados internacionales sobre derechos humanos, su posición en el ordenamiento jurídico no podía ser establecida desde el prisma de la jerarquía normativa implementada hasta entonces como único parámetro por la Corte.

La interesante y, desde mi óptica, certera posición de esa minoría de ministros no alcanzó consenso, por lo que el Pleno rechazó la idea de colocar a los tratados –incluidos los de derechos humanos- en una nueva posición en nuestro ordenamiento, estableciendo que a partir de la interpretación sistemática del artículo 133 de la Constitución federal, armonizada con los principios del Derecho Internacional dispersos en el mismo orden fundamental, así como con las reglas y premisas de esta rama del derecho, lo adecuado era hablar de la existencia de un sistema jurídico nacional que se integra con la propia Constitución, los tratados internacionales y las leyes generales, en el cual, los tratados se ubican jerárquicamente por encima de las leyes generales y federales, pero por debajo de la norma suprema, sin importar si la materia del tratado eran los derechos humanos.

Ya con la reforma de 2011 y la incorporación del párrafo segundo del artículo 1º de la Constitución federal, llegó la contradicción de tesis 293/2011, que dio origen a la jurisprudencia P./J. 20/2014, en la cual el Pleno de la Corte señaló que de conformidad con el artículo 1º constitucional, los derechos humanos de fuente constitucional y convencional son, en conjunto, el parámetro de control de regularidad de los actos públicos en nuestro país, en virtud de que no se relacionan entre sí en términos jerárquicos, pero añadiendo que cuando en la Constitución haya una restricción expresa al ejercicio de DDHH, se debe estar a lo que establece el texto constitucional.

Casi 10 años después, a propósito de la acción de inconstitucionalidad 130/2019 y su acumulada, y del amparo en revisión 355/2021, la Suprema Corte de Justicia ha debatido este mismo mes, si mantiene, modula o supera el criterio contenido en la contradicción 293/2011, en relación con el control de convencionalidad frente a las restricciones constitucionales. Durante los debates de los días 5 y 6 de septiembre de este año, ministras y ministros a tono mayoritario, se manifestaron por rechazar el proyecto propuesto por el ministro Aguilar Morales, que planteaba de inicio, declarar la inconvencionalidad del artículo 19 constitucional, frente a la previsión del artículo 7º de la Convención Americana de Derechos Humanos y la doctrina judicial de la Corte Interamericana, reflejada capitalmente en los Casos Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez vs. Ecuador y Morín Catrimán y otros vs. Chile.

Por increíble que parezca, a más de 10 años de la reforma de junio de 2011, la mayoría de ministras y ministros de la Corte no ha abordado el tema con la contundente claridad que la teoría del control de constitucionalidad exige. En el 2007, cuando una mayoría en la Corte opuso el argumento de jerarquía de la Constitución para evitar una aplicación preferente de los tratados internacionales, incluidos los de derechos humanos, pensamos que nuestro mayor problema era convencer al Pleno de que la solución a este tipo de antinomias no se debía resolver, necesariamente, bajo el principio de jerarquía normativa, sino mediante la distinción de los ámbitos de aplicación de diferentes normas, en principio válidas –normas constitucionales y normas internacionales-, de las cuales, sin embargo, una o unas de ellas tienen capacidad de desplazar a otras en virtud de su aplicación preferente o prevalente debido a diferentes razones, lo que se denomina primacía.

Este argumento minoritario era la base de un enfoque interpretativo que a la postre coincidiría plenamente con la reforma de junio de 2011, mediante la cual el Poder de Reforma introdujo en el artículo 1º constitucional los siguientes mandatos: “Artículo 1o. En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece. Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia.

Pues bien, pasada la reforma y ante esta nueva oportunidad para revisar el criterio de la contradicción 293/2011, el problema de entendiemiento de los mandatos constitucionales antes mencionados persiste, pues la Corte considera que deben prevalecer de manera absoluta las restricciones constitucionales que se oponen a las normas de derechos humanos de los tratados internacionales, incluso cuando éstas sean más benéficas que las del ordenamiento interno, ya que inaplicarlas implicaría una invasión a las competencias del Poder de Reforma, violando con ello el principio de división de poderes. Esta determinación condujo a la mayoría del Pleno a sostener su oposición para desplazar o inaplicar la prisión preventiva oficiosa prevista en el artículo 19 constitucional, pero al mismo tiempo y paradójicamente, esta decisión se fundó en una inaplicación del artículo 1º de la norma fundamental, que es la disposición específica que señala el tipo de interpretación y aplicación que debe hacerse en materia de derechos humanos.

El argumento principal para no efectuar esta operación de aplicación preferente que exige el principio pro persona, de acuerdo con lo sostenido por la mayoría, es que el artículo 1º constitucional no es una disposición que asigne una competencia directa a la SCJN para revisar la convencionalidad de normas de la propia carta fundamental –sino que se trata de una norma de segundo grado que contiene una regla para la interpretación del derecho-, por lo que ello, como ya lo adelanté, compete en exclusiva al Poder Reformador de la Constitución, de ahí que llevar a cabo ese control de convencionalidad supondría suplantar competencias exclusivas de otro órgano, estatuidas en el artículo 135 constitucional, lo que significaría desbordar las atribuciones del alto tribunal.

En lo que sigue, como lo pienso desde el 2007, daré algunos argumentos por los que considero que la visión de la mayoría del Pleno de la Corte sigue siendo inexacta.

  1. Una Corte incompetente para hacer control de convencionalidad de normas constitucionales.

El argumento de que la SCJN no puede realizar una operación de aplicación preferente de un tratado internacional en lugar de una restricción constitucional, porque el artículo 1º de la norma suprema no le otorga competencia directa para ello, parte de una falacia argumentativa. Cuando la Constitución ordena que: Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia, es evidente que la única forma de concretización de ese mandato, es decir, interpretar y aplicar normas preferentes de derechos humanos, únicamente se puede actualizar en la resolución de una controversia en particular, planteada ante el Poder Judicial de la Federación en términos de las competencias previstas en los artículos 94, 99, 103, 105 y 107 de la Constitución federal, mediante alguno de los medios de control en ellos previstos.

Pensar que el mandato de interpretar –y aplicar- las normas de derechos humanos de la manera que más favorezca en todo tiempo a las personas la protección más amplia se realiza en abstracto, o en una escuela peripatética, en un salón de clases o en alguna nebulosa académica, es entender al Derecho bajo aquella mirada de DWORKIN, quien precisamente en crítica de la perspectiva formalista-jurídica, decía que dicha posición teórica nos ha hecho creer que el Derecho es una serie de normas intemporales que no persiguen fin alguno, que están almacenadas en algún depósito –el depósito inútil de la Constitución- en espera de que juezas y jueces las descubran, y que cuando hablamos de derechos, debemos imaginar cadenas invisibles que de alguna manera envuelven esas normas misteriosas.

Las normas de derechos humanos convencionales forman parte de un bloque único junto con los que reconoce la Constitución, por lo que cuando opera una antinomia de cualquiera de las normas que conforman ese parámetro ampliado, de conformidad con lo dispuesto por el artículo 1º constitucional, corresponde al PJF, particularmente a la Corte como órgano de cierre del sistema, interpretar la Constitución y el tratado contrapuesto, para determinar si por un efecto de primacía móvil, la norma más favorable puede o no desplazar, para el caso concreto, a la restricción constitucional, sin producir invalidez alguna del precepto constitucional, en este caso, del 19 que prevé la figura de la prisión preventiva oficiosa.

En este sentido, como certeramente lo señaló el Ministro Arturo Zaldívar, en su intervención del 6 de septiembre, establecer interpretativamente el parámetro de regularidad constitucional que debía aplicarse a las disposiciones reclamadas en la acción de inconstitucionalidad 130/2019 y su acumulada, no es una labor del Poder de Reforma, sino de dirimir las disposiciones aplicables para validar las normas objeto de control y, si ello concluye con la preferencia de una norma internacional de derechos humanos, esa operación está expresamente autorizada por el órgano legitimado para ello –Poder Renovador- en el segundo párrafo del artículo 1º de la norma suprema, a partir de una figura denominada quebrantamiento constitucional.

El artículo 1º, segundo párrafo, de la Constitución federal, reformado en 2011, introdujo por primera vez en el constitucionalismo mexicano la noción de quebrantamiento constitucional acuñada por SCHMITT, en la primera mitad del siglo XX; la que desde entonces se dibujaba como la autorización y previsión expresa que la Constitución establece para que sus postulados, en hipótesis perfectamente establecidas por aquélla, puedan resultar inaplicados, sin que ello resulte una alteración en la vigencia formal ni material de la norma fundamental.

Por virtud del quebrantamiento constitucional y, precisamente, con base en el principio de supremacía, el Poder Reformado establece en la Constitución un régimen que excepciona, por causas perfectamente definidas en aquélla, el cumplimiento de los mandatos fundamentales, determinando así 2 sistemas: el general y el excepcional, siendo ambos igualmente válidos.

Este quebrantamiento es lo que la SCJN y un buen sector académico ha ignorado al abordar este tema límite del control de convencionalidad, lo que ha conducido, por una parte, a una confusión teórica en el debate y la definición de la cuestión, y por otra, a echar mano de la idea kelseniana primaria sobre los conflictos entre Constitución y tratados internacionales que, como veremos, está superada.

  1. El control de constitucionalidad de los tratados internacionales en la teoría de H. KELSEN.

En su célebre obra: La garantía jurisdiccional de la Constitución, KELSEN sostendrá que: “los tratados internacionales deben ser también considerados –desde el punto de vista de la primacía estatal- como actos inmediatamente subordinados a la Constitución.” La idea que en la época sostuvo el profesor vienés, parte de un contexto programado por la imagen doctrinal más tópica de las relaciones existentes entre las normas internacionales recibidas en el ordenamiento de un Estado y las normas de origen interno.

Esa relación tuvo como eje central de operación, en la visión analítica primaria, a los principios de supremacía y jerarquía -también perfectamente definidos por el propio KELSEN-, de conformidad con lo cuales, en el campo jurídico de los tratados internacionales y su incorporación a un ordenamiento nacional, existía una regla general inquebrantable que puede definirse de la siguiente manera: los tratados internacionales incorporados en el ordenamiento jurídico —al igual que cualquier otra norma de derecho interno— quedan sometidos a los postulados fundamentales, con independencia de su fuente de producción —ad intra o ad extra—, en virtud de que al adherirse a un determinado ordenamiento jurídico, dichas disposiciones ad extra se acomodan en esa estructura normativa que determina, entre otros aspectos, su orden jerárquico.

La escena teórica que heredó KELSEN al constitucionalismo de la posguerra, constituyó la base para que los Estados pudieran dirimir las antinomias entre Constitución y tratados internacionales, ya fuera mediante la implementación del principio que reza: ley superior prevalece sobre ley inferior –lex superior derogat legi inferiori-, o bien, a través de la jurisdicción constitucional –en los países que adoptaron ese modelo-, vía declaración de inconstitucionalidad, cuando el tratado internacional no se acomoda a las disposiciones constitucionales, actualizando por ello una violación a los principios de supremacía constitucional y jerarquía del ordenamiento normativo, lo que produce su invalidez –en el caso del ordenamiento jurídico mexicano, por violación al artículo 133 constitucional-.

Desde luego que la idea kelseniana sigue vigente en nuestro sistema, prueba de ello, es el artículo 133 constitucional; sin embargo, esa vertiente teórica actúa únicamente respecto de tratados internacionales que no contienen disposiciones de derechos humanos. Frente a éstos, en términos del artículo 133 constitucional, es admisible la postura de que una vez incorporados al sistema se tornan normas internas que, por ende, pueden ser sometidas a escrutinio constitucional e invalidadas en caso de que sean contrarias a la Constitución, esto es, el numeral en cita es aplicable únicamente para el régimen general de supremacía y jerarquía, pero no para el excepcional de primacía que propicia el quebrantamiento constitucional contenido en el artículo 1º, que aplica a los tratados en materia de DDHH.

  1. Los derechos en serio.

Hoy, en buena parte de Occidente, los Estados funcionan bajo el constitucionalismo multinivel, instrumentado primordialmente, a través de sistemas regionales de protección a los DDHH, que operan como mecanismos para paliar las profundas crisis de las democracias constitucionales en vías de consolidación, especialmente en épocas en que se alzan en el mundo gobiernos populistas que establecen sistemas de dominación controlados por mayorías parlamentarias que aplastan a las minorías o grupos no necesariamente identificados, desmantelan instituciones, cuartan o desvanecen derechos humanos y tienden a la concentración del poder, aspectos que son llevados a la Constitución, en muchas ocasiones, sin límite alguno.

Esta realidad política ha impuesto la necesidad de adoptar, no solo a nivel teórico, sino aún más a nivel de operatividad del Derecho –que implica su interpretación y aplicación-, un entendimiento que concretice en la realidad material la reformulación del Derecho Constitucional, en tanto se logre mediante esta disciplina, colocar en el centro del Estado de Derecho a la persona, como primera fuente de la democracia constitucional, logrando con ello su máxima protección.

De esta manera, para hacer vigente el mandato del artículo 1º constitucional, debemos entender que detrás de la noción de quebrantamiento constitucional adptada por Poder de Reforma, subyace una teoría constitucional concreta que busca generar un régimen de excepción a los principios de supremacía y jerarquía, mediante el cual se coloca a los tratados o convenios internacionales de derechos humanos en una condición de primacía aplicativa que más allá de ámbitos jerárquicos, procure la protección más amplia de las personas –principio pro homine – frente a los abusos, desviaciones y excesos del poder público, incluidos los que pueda cometer el órgano renovador de la Constitución, que como órgano constituido, también esá limitado.

Es decir, una comprensión constitucionalmente adecuada de la teoría constitucional mencionada conduce a sustentar que la reforma previó un sistema que privilegia la importancia destacada que tienen las libertades y derechos que corresponden a las personas, no solo de los que provienen del interior del Estado mexicano, sino construyendo un orden multinivel o supraconstitucional que introduce en el ordenamiento jurídico una cualidad relevante, activa y protectora de los derechos humanos, pues desde la perspectiva del constitucionalismo posmoderno, en el fondo, los verdaderos problemas a los que se enfrenta la justicia constitucional son de índole material  y no meramente formales.

  1. La función del artículo 1°, párrafo primero, de la Constitución General de la República y su relación con el artículo 133.

La nueva fisonomía del artículo 1º, párrafo primero, de la Constitución federal, debe ser entendida de un modo constitucionalmente adecuado, lo que implica no caer en la tentación de creer que estamos ante una disposición ineficiente cuyo contenido esencial es desarticulado por lo que prevé para la generalidad de los tratados internacionales el diverso numeral 133 de aquélla; esto es, sino se emprende una interpretación sistemática y de efecto útil de ambos preceptos, la eficiente irradiación y el valor normativo que el Poder de Reforma confirió a los tratados de derechos humanos, serán mero papel, como hasta ahora ha sucedido.

Ambos preceptos tienen contenidos y funciones diferenciadas que actúan en campos distintos del ordenamiento jurídico. Así, mientras que el artículo 133 establece la cláusula jurídica para la recepción e incorporación de los tratados internacionales –in genere- en nuestro sistema jurídico, el precepto 1º, primer párrafo, constitucional, consagra una vinculación del Derecho interno al Derecho internacional en materia de derechos humanos, que tiende a ampliar la irradiación de los derechos en todo el sistema.

Ciertamente, el artículo 133 constitucional consagra un régimen regulatorio de todos los tratados internacionales que no contengan derechos humanos, definiendo al efecto, las condiciones para su incorporación al ordenamiento jurídico mexicano, otorgándoles determinada fuerza normativa y posición jerárquica al interior del sistema. En este orden de ideas, el precepto invocado cumple dos funciones en el ordenamiento jurídico, de un lado, establecer que para la recepción de los tratados internacionales es condición sine qua non, que dichos instrumentos de producción ad extra: 1. No contravengan a la Constitución Federal –requisito material de validez-; y, 2. Que sean celebrados por el Presidente de la República, con aprobación del Senado –requisito formal de validez-; y en segundo lugar, los provee de una posición jerárquica inmediatamente inferior a la Constitución federal.

En cambio, el artículo 1º, primer párrafo, de la Constitución, constituye una cláusula constitucional específica que actúa, excepcionalmente por razón de materia, sobre un grupo de tratados, esto es, respecto de aquellos que reconocen derechos humanos y que amplía los efectos comunes que, de acuerdo con el artículo 133 constitucional, despliega en nuestro orden jurídico cualquier tratado con otros criterios materiales de regulación.

En consecuencia, el artículo 1º de la Constitución federal otorga una distinta eficacia a los instrumentos internacionales que versan sobre los derechos humanos, respecto de los demás tratados que forman parte del ordenamiento jurídico mexicano; eficacia que consiste en la operatividad de los tratados internacionales de derechos humanos como parámetro de control de constitucionalidad en el ordenamiento jurídico.

Sobre estas premisas, los tratados internacionales ratificados por México en materia de derechos humanos, adquieren en el ordenamiento jurídico mexicano un doble papel; por una parte son, al igual que el resto de los tratados, normas de Derecho interno con plenos efectos y, por otra, se significan como normas de interpretación constitucional que deben ser tenidas en cuenta en la atribución de significado a los derechos y libertades reconocidos en la Constitución, de manera que sean criterio de control, o dicho en otra forma, normas parámetro de constitucionalidad. Sin duda, esta cualidad dota a los tratados internacionales de derechos humanos de un status diferente al que poseen el resto de tratados, debiendo concebirlos como fuente interpretativa-integrativa del propio texto constitucional.

Solamente esta comprensión del artículo 1º de la carta magna hace del principio pro persona un instrumento que concretiza y reintegra los derechos humanos contenidos en los tratados internacionales, a todo el ordenamiento jurídico, determinando y ampliando el contenido de tales derechos con nuevas dimensiones. Desde esta perspectiva, las disposiciones constitucionales de derechos fundamentales se configuran como normas incompletas y abiertas susceptibles de ser concretizadas y detalladas con los contenidos de los tratados de derechos humanos suscritos por México, y es ahí donde participan los órganos del Poder Judicial de la Federación, a partir de las competencias que les confieren los preceptos 94, 99, 103, 105 y 107 constitucionales.

Por ello, podemos afirmar que el artículo 1º de la Constitución es, en realidad, un potente cauce de apertura del Derecho interno al Derecho Internacional de los derechos humanos, que conecta e interrelaciona ambos ordenamientos, que a la vez cumple con una función de garantía de los derechos humanos, a través de la introducción de un estandar universal, global o multinivel para extraer el contenido, sentido y alcance de aquéllos, logrando así su mayor protección. Esta última función tiene una finalidad invaluable en el ordenamiento jurídico, pues garantiza un estándar interpretativo mínimo de los derechos humanos, lo que imposibilita, al menos a nivel teórico, la adopción de interpretaciones regresivas en relación con la concepción de los derechos en la comunidad internacional.

En suma, el artículo 1º de la Constitución federal, debe entenderse como un catalizador eficiente para expandir, reintegrar y adscribir derechos humanos en el ordenamiento jurídico mexicano, a partir de la asignación de nuevos contenidos y dimensiones de tales derechos.

  1. El sentido y alcance del artículo 1 constitucional, frente a la figura de las restricciones constitucionales.

En este último apartado, quisiera ocuparme del sentido y alcance que debe darse a la cláusula de apertura para la internacionalización de los derechos humanos que venimos estudiando, a la luz de lo que consagra la parte final del propio primer párrafo del artículo 1º constitucional, en tanto dispone: …así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece.

La parte in fine del precepto que estudiamos, da lugar a dos interpretaciones eminentemente disímiles entre sí. La primera, es aquella por la que se puede entender que los derechos humanos contenidos en tratados internacionales deben inaplicarse, aun cuando su concretización sea la más favorable para la protección de determinada persona –principio pro homine-, siempre que exista alguna restricción o suspensión expresamente estatuida en la Constitución; es decir, cuando algún derecho humano ad extra aparezca enfrentado a una restricción o suspensión establecida en la Constitución, en todo tiempo, el operador jurídico debe desplazar a la norma internacional y privilegiar la aplicación de la disposición constitucional, siendo precisamente ésta la que adoptó desde hace años la SCJN, y que ha quedado reiterada por la integración actual.

Una segunda interpretación resulta, a mi entender, la constitucionalmente adecuada con la reforma de 2011. En virtud de esta interpretación, la parte final del primer párrafo del artículo 1° de la Norma Fundamental, debe entenderse de la siguiente manera: cuando la Constitución señala que los derechos humanos no podrán restringirse ni suspenderse salvo en los casos expresos que la misma prevea, hace referencia únicamente, a los derechos reconocidos en aquélla, pero no a los salvaguardados en los tratados y convenios en la materia, en virtud de que ninguna autoridad del Estado mexicano tiene competencia para desconocer, sin que medie declaratoria de inconstitucionalidad, disposiciones ad extra.

Es decir, una autoridad nacional no tiene competencia ni legitimación jurídica para suspender o desconocer un tratado internacional de facto, so pretexto de la aplicación de una disposición ad intra, ni siquiera de nivel fundamental, pues ello supondría, de una parte, actualizar una violación al principio pacta sunt servanda estatuido en el artículo 26 de la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados y, de otra, soslayar el principio de observancia obligatoria de los tratados establecido en el diverso numeral 27 de la propia Convención, según el cual, una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado.

Así, de conformidad con el artículo 19 de la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, la única vía para que un Estado nacional esté autorizado a no cumplir con alguna disposición de un tratado internacional, es que en el momento de su ratificación haga valer una reserva expresa; por ende, frente a un tratado o convenio internacional de derechos humanos, el Estado mexicano –entiéndase sus autoridades- solamente está autorizado a inaplicar una disposición ad extra, cuando así expresamente lo haya hecho valer por conducto de una reserva, lo que habrá de constatarse en cada caso concreto; pero no por encontrar una antinomia con un derecho fundamental reconocido en la Carta Magna, pues de lo contrario puede incurrir en responsabilidad internacional, ser demandado y condenado por incumplimiento de los tratados y convenios en la materia, por las instancias correspondientes.

Este entendimiento del primer párrafo del artículo 1° constitucional, lo aleja de la tentación tan peligrosa de considerarlo no como una cláusula de apertura para la internacionalización de los derechos humanos, sino como un mero instrumento que convierte a los tratados internacionales en herramientas interpretativas de los derechos ya reconocidos en la Constitución mexicana, pero que no eleva las disposiciones internacionales al estatus de fuente de derechos fundamentales que deben ser aplicadas bajo el principio de primacía y no de jerarquía.

La comprensión propuesta permite la adscripción de derechos humanos ad extra, al catálogo constitucional de derechos, lo que conforma un parámetro de control de constitucionalidad multinivel y global, desarrollando así una teoría acorde con la máxima protección a las personas que se pretendió con la reforma de 2011.

Aceptar una postura contraria a la aquí propuesta, implicaría considerar que el artículo 1° de la Constitución federal, tiene un carácter meramente interpretativo respecto a los derechos fundamentales recogidos en nuestro texto constitucional y no un carácter inclusivo de nuevos derechos que no estén previamente reconocidos en su articulado.

Salvaguardar este mandato y optar por una interpretación del artículo 1°, primer párrafo, de la Constitución Federal, que potencie su proyección y sus efectos, implica tomarse en serio los derechos y el compromiso internacional con su promoción y protección. La proyección de los derechos fundamentales condiciona el espectro sustancial de la democracia, pero no a partir del examen sobre el quién y el cómo se toman las decisiones –espectro meramente formal de la democracia-, sino sobre aquello que a partir del constitucionalismo y la fuerza normativa e irradiadora de esos derechos ya no es decidible, es decir, sobre lo que no puede ser violado, ni siquiera por la mayoría –entiéndase legislador-, ubicándonos en el campo de lo que FERRAJOLI denomina como lo indecidible en la democracia.

  1. Reflexión final.

La PPO es eso, oficiosa, por parte del órgano que conoce del caso, sin necesidad de que el MP la solicite, ni mucho menos la justifique. La mayoría de la Corte sugiere adoptar una interpretación conforme del artículo 19 constitucional, para decir que la figura no opera en automático, sino que tendrá que pedirse, lo que procederá en unos casos sí y en otros no, dependiendo de si se trata de delitos de alto impacto.

Esta posición presenta 2 problemas constitucionales; primero, si la PPO se tiene que solicitar y justificar por el MP, deja de ser oficiosa, y entonces ¿en qué se distingue de la justificada? Y segundo, si el 19 constitucional tiene un catálogo de delitos a los cuales la medida se aplica oficiosamente, definir a qué delitos sí y a cuáles no de esa lista se implementará la medida como aparece en la norma suprema, representa una derogación parcial del artículo 19 constitucional.

Esta ruta produce que la Corte cambie la estructura normativa del artículo 19 constitucional, por lo que, al garantizar su no inaplicación, se produce su reforma o derogación, en ambos casos, bajo la óptica de la mayoría, se estarían usurpando atribuciones del Poder Reformador.