Marta Cabrera Fernández
Vamos a comenzar con un caso real ocurrido en España, permitiéndonos inventar los nombres de sus protagonistas. Dña. Diana Pérez tiene una hija mientras está casada con D. Mariano García, por lo que la niña es inscrita en el Registro Civil bajo el nombre de Melisa García Pérez. Según el artículo 116 del Código Civil español, “se presumen hijos del marido los nacidos después de la celebración del matrimonio”, de ahí que en la inscripción de Melisa figuren Dña. Diana y D. Mariano como sus padres biológicos y, por ende, ostente los apellidos de ambos. Y es que “la filiación determina los apellidos”, tal y como como señalan los artículos 49.2 de la Ley del Registro Civil (LRC) y 235-2 del Código Civil Catalán (CCCat), que se aplica también por haberse dado los hechos en Tarragona (provincia de la Comunidad Autónoma de Cataluña).
Sin embargo, D. Lorenzo Gutiérrez, amante de Diana, reclama la paternidad de Melisa y pide que se anule la inscripción registral, ya que él es el verdadero padre biológico. Tras varios litigios que se demoraron años debido a que D. Lorenzo no aportó el dinero necesario para hacer el test de paternidad y a que Dña. Diana no se personase para llevar a cabo dicha prueba, se termina reconociendo que D. Lorenzo es el padre de Melisa cuando ella tiene ya 9 años.
La sentencia de la Audiencia Provincial (AP) de Tarragona 743/2021 del 10 de noviembre que hace ese reconocimiento se pronuncia sobre otras dos cuestiones. Por un lado, declara la nulidad de la inscripción registral de Melisa en cuanto a la presupuesta paternidad matrimonial de D. Mariano. Por otro lado, introduce de oficio el tema del mantenimiento de los apellidos de la niña, ya que su primer apellido (García) no coincide con el de su verdadero padre (Gutiérrez). La pronunciación de la AP al respecto es clara. A pesar de citar los mentados artículos 49.2 LRC y 235-2 CCCat, decide que la recientemente rectificada filiación de Melisa no modifique los apellidos que ya tiene, exceptuándose así la aplicación del tenor literal de las normas. La razón que se esgrime es que “el uso de los apellidos derivados de la presunción de paternidad matrimonial ya es prolongado, pues aunque la demanda se presenta inmediatamente después del nacimiento (2014) hay un uso social y familiar continuado de esos apellidos durante un lapso de tiempo prolongado (hasta el presente 2021), cuya alteración vulneraría el derecho fundamental de la persona a la propia imagen” (Fundamento de Derecho/FD 5º).
Para apoyar este argumento se citan dos Sentencias del Tribunal Supremo (STS), la 76/2015, de 17 febrero y la 659/2016, de 10 de noviembre. En la primera, un menor de edad ostentaba los dos apellidos maternos desde su nacimiento, puesto que no tenía relación con su padre biológico. Aun así, este reclama la paternidad cuando el niño tiene 2 años. Las sentencias de instancias inferiores se la reconocen y proceden a dictar que se cambie el segundo apellido materno por el paterno. Sin embargo, el Tribunal Supremo (TS) establece que no hay lugar a ese cambio, puesto que, debido a la reclamación tan tardía respecto del momento del nacimiento, “es identificable el interés del menor en seguir manteniendo su nombre y en este caso su primer apellido materno, al ser conocido por el mismo en los diferentes ámbitos familiar, social o escolar” (FD 4º. iii)).
La segunda sentencia es similar a la anterior, con la diferencia de que el padre biológico reclamó su paternidad tan solo 4 meses después del nacimiento del menor. En esta ocasión, las instancias inferiores también permitieron el cambio al apellido paterno al entender que, debido al poco tiempo transcurrido entre la inscripción registral original y la modificación de la filiación a los 4 meses, ese uso del apellido en los ámbitos familiar, social y escolar no podía seguir sosteniéndose. Decisión que fue revocada por el TS al recordar que el contenido del interés superior del menor no se limita al momento de la reclamación de la paternidad, sino que hay que tener en cuenta también que “el menor se inscribió con una sola filiación reconocida” (FD 2º.4), la de su madre, y no se observa beneficio alguno que le fuera atribuible al menor en caso de modificar sus apellidos. Contamos así con una doctrina del TS que da varios criterios a tener en cuenta para llenar de contenido el interés superior del menor en los casos del cambio de apellidos a causa de una rectificación procesal de la filiación: cuánto tiempo se ha tardado en impugnar la filiación desde su inscripción y qué beneficio pueda tener el cambio para el menor.
En el caso que nos compete, la AP de Tarragona aplica estos criterios identificando el interés superior de Melisa con la protección de su derecho a la propia imagen, el cual no se podría dar teniendo en cuenta el momento en el que se le reconoció la paternidad a D. Lorenzo, 9 años después del nacimiento. A pesar de que su reclamación fue inmediatamente posterior a la inscripción de Melisa, al momento del reconocimiento se considera que la menor no solo no obtendría beneficio alguno con el cambio de apellidos, sino que conllevaría una vulneración de ese derecho fundamental.
Como vemos, la resolución del caso pasa por establecer y cumplir con los criterios para determinar cuál es el interés superior del menor, atendiendo a la protección de sus derechos fundamentales y cómo les afectan los distintos momentos procesales. Pero en este conjunto semántico podemos echar en falta una cuestión clave como es la literalidad de la normativa española, que no puede ser más clara: la filiación determina los apellidos. Todas las resoluciones que hemos visto trasladan el debate de la aplicación de la ley a la determinación de qué es lo mejor para el menor de edad, alegando que, en estos casos, “la respuesta […] no puede ser de interpretación literal de la norma” (FD 3º STS 76/2015). Planteamos de esta manera el tema clave de la disertación. Dictar sentencia desatendiendo a la interpretación literal de la norma, ¿constituye, en este caso, una decisión contra legem?
Para responderla, primero debemos ver cómo terminó el caso de Melisa. Ante la sentencia de la AP, D. Lorenzo elevó al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) un recurso de infracción procesal y otro de casación, amparándose este último en que se infringe el mentado art. 235-2 del Código Civil de Cataluña porque los apellidos de Melisa no reflejan su verdadera filiación. En su informe, el Ministerio Fiscal se alinea con la AP señalando que, al tener ya 9 años, la menor “es conocida escolar, social y administrativamente como Melisa y tiene una edad en la que, la explicación pública reiterada a la que le obliga el cambio del primer apellido, no sólo no le aportará ningún beneficio, sino que atenaza la estabilidad y desarrollo emocional, puesto que deberá exponer de manera repetida aspectos que afectan a su intimidad personal y familiar”
Sin embargo, el TSJC termina casando parcialmente la sentencia recurrida por D. Lorenzo en su sentencia 52/2022 del 03 de octubre. El análisis de la cuestión consistió en fijar una distinción entre las situaciones que eran disponibles o no para las partes. En primer lugar, la acción de filiación, la cual es parte del orden público, por lo que es indisponible para los padres. Ello supone que el articulado que obliga a que los apellidos sean los de los progenitores biológicos no puede ser supeditado (derrotado) a la defensa de otros principios, como es en este caso el del interés superior de la menor, traducido en la protección de su derecho a la propia imagen. Además, el TSJC añade que la ostentación del apellido de D. Lorenzo por parte de la menor no vulneraría el derecho fundamental de la niña, pues es precisamente ese derecho, junto a la legislación civil, el que reclama que lleve el apellido del padre biológico después de su declaración judicial (FD 3º.6).
En segundo lugar, se plantea el tema del orden de los apellidos, una vez establecido que deben ser los de D. Lorenzo y Dña. Diana. La decisión respecto a cuál de los apellidos debe ostentar primero, si el del padre biológico recientemente reconocido o el de la madre, debe estar inspirada en el principio del interés superior de la menor. Al mismo tiempo, es una decisión que solo corresponde al Juez de ejecución en caso de que los padres no se pongan de acuerdo, puesto que elegir el orden de los apellidos de su hija es parte del ejercicio de la autonomía de su voluntad. Por ello, concluye el TSJC en su FJ 9º que “la única forma de preservar adecuadamente el interés de la menor, en un supuesto como el que justifica el presente recurso, conjugando la necesidad de que sus apellidos reflejen las dos líneas de filiación y el respeto del derecho innato a su propia identidad, consiste en que sean los dos progenitores los que acuerden el orden de los apellidos de la menor Melisa en fase de ejecución de sentencia, y en caso de desacuerdo, será el Juez de la ejecución quien lo deberá fijar en atención al interés superior de la menor.”
Es decir, que el TSJC no introduce como criterio de interpretación el interés superior del menor a la hora de determinar los apellidos, como sí habían hecho la AP de Tarragona y el TS en otras situaciones, sino que entiende que es un aspecto indisponible por ser de orden público y la aplicación de la norma debe ser taxativa. Sí utiliza ese criterio en el ámbito que considera disponible, el del orden de los apellidos. Y el contenido que le da al interés superior del menor en este caso se identifica con la autonomía de la voluntad de sus padres, que serán quienes decidan el orden en cuestión.
Nos encontramos de esta manera con una resolución del caso que, de forma implícita, está diferenciando dos modos de aplicación de una norma según el tipo de acción que regulen. Por una parte, estarían las normas sobre acciones indisponibles para las partes y que, por tener esa condición, deberían ser aplicadas de manera literal. Se entiende que la indisponibilidad está justificada porque lo que se pretende conseguir (proteger el orden público) está perfectamente asegurado si se aplica de forma casi autómata el texto de la norma. Por otra parte, estarían las normas sobre acciones disponibles para las partes. Su aplicación sí conllevaría una interpretación más allá de la literal y de la estricta legalidad. Es en estos casos en los que se podría hacer uso de criterios interpretativos, como el principio del interés superior del menor o, por citar otros, el argumento teleológico o la perspectiva de género.
Si aplicáramos tales criterios de resolución a normas que regulan acciones indisponibles llegando a un resultado manifiestamente contrario a la estricta legalidad, sí podríamos hablar entonces de una decisión contra legem, en cuanto que este término significa “contrario a la ley”. Supondremos, en este contexto, que esa ley es únicamente la positiva. Pero, técnicamente hablando, es una práctica más que extendida en el sistema judicial, incluso en el más alto tribunal español. Es el caso de cualquier sentencia que no obligue a modificar los apellidos de una persona cuando su filiación ha cambiado desde el momento de su inscripción registral. También nos encontramos con muchas situaciones en las que los tribunales han optado por interpretaciones tuitivas de los ciudadanos que contravenían la literalidad de una norma en materia de reconocimiento de prestaciones de la Seguridad Social (STSJ de Canarias 381/2020, STSJ de Madrid 962/2023, STSJ Madrid 410/2023, etc.). Entonces, ¿qué justificación encontramos para que los órganos judiciales estén resolviendo contra legem?
Hay varias maneras de verlo, pero vamos a destacar dos. En cualquier caso, hemos dejado ya probado que los casos analizados se pueden resolver siguiendo al pie de la letra la semántica legal. Sin embargo, puede ocurrir que el resultado al que nos lleve tal resolución no nos termine de convencer, a pesar de estar más que de sobra dentro de los límites de la legalidad y, por ende, de las interpretaciones posibles. En primer lugar, la literalidad puede que no case con nuestra moralidad. A lo mejor tenemos muy claro que una pobre niña de 9 años no tiene por qué estar sufriendo las consecuencias de las desavenencias amorosas de sus padres y sería extremadamente injusto hacérselo pagar modificándole los apellidos a esas alturas de su vida. Si queremos entonces argumentar en contra de la norma que nos obliga a cambiar los apellidos, no tenemos más que acudir a una visión de corte principialista y resaltar cómo la literalidad es contraria a un principio (el del interés superior del menor) que debe prevalece sobre la norma. Notemos que no estamos hablando, por lo tanto, de un principio informador, cuyo papel sería ofrecer una guía interpretativa a la hora de aplicar la norma. No, es un principio que justifica no aplicar ese texto legal tan injusto.
En segundo lugar, también puede suceder que nuestro sentido común nos alerte de que nuestro caso no debería estar incluido entre los supuestos de hecho de la norma, puesto que, cuando esta se aplica, se provoca más daño que protección. Nos puede parecer que, cuando en el ordenamiento jurídico nos encontramos con el mandato de que la filiación determine los apellidos, no se están teniendo en cuenta todos los supuestos particulares que pueden llevar a que el mandato sea dañino. Por ejemplo, imaginemos que nace un hijo fruto de una agresión sexual del padre a la madre. Es indudable que obligar a que ese hijo lleve el apellido de su padre biológico es vejatorio tanto para él como para su madre. ¿Podemos entender, en esta situación, que la norma se ha extralimitado y que, en realidad, no tiene sentido (común) aplicarla en esta ocasión? Es lo que se llamaría un problema de sobreinclusión, en el que la finalidad de la norma no coincide con su texto literal y es menester anteponer una interpretación teleológica a una semántica para que esa norma tenga sentido. Si, por lo tanto, creemos que los apellidos deben mantenerse en el caso de Melisa y no cabe lugar a aplicar los artículos que claramente no están pensados para esta situación, no tenemos más que identificar el caso como uno de sobreinclusión y resolverlo de la manera expuesta, mediante un argumento de reducción teleológica.
Con ambos modos podemos llegar al mismo fallo material, pero desde luego no al mismo resultado normativo. En el primer caso, la norma fue inaplicada por no tener prevalencia sobre un principio, mientras que en el segundo se introdujo una excepción a su aplicación, independiente de cualquier otra norma o principio (si se quiere hacer esa distinción). Esa excepción, a su vez, constituye una nueva norma, coincidiendo con la afirmación kelseniana de que los jueces crean Derecho por el mero hecho de aplicarlo. En definitiva, por sorprendente que pueda sonar en la teoría, ambas opciones son aceptadas y utilizadas por los tribunales a pesar de llevar a decisiones, estricta y positivamente hablando, contra legem.
La justificación está en proteger o la moralidad del Derecho o su finalidad pragmática, pero son unos caminos argumentales que suscitan demasiadas dudas, las cuales dejamos planteadas. ¿Cómo podemos controlar cuándo un caso debe resolverse con principios o cuándo supone un problema de sobreinclusión? ¿Qué debe hacer un juez cuando no tenga claro a qué tipo de caso se enfrenta? ¿Es judicialmente ético usar el principialismo y la sobreinclusión para justificar decisiones a posteriori de haberlas tomado de manera intuitiva? ¿Supone la sobreinclusión un modo implícito de conectar el Derecho con la moral bajo una apariencia meramente pragmática? Y, por último, si la alternativa a estas opciones es la aplicación formalista de leyes (práctica propia del positivismo decimonónico), la cual está descartada casi totalmente, ¿deberíamos cambiar la connotación negativa que le hemos atribuido al término contra legem?