Justice Hercules Returns: ¿existe un derecho a la «debida decisión axiológicamente correcta»? | Paréntesis Legal

Emilio Tejada Herrera

 

Abogados, procesos y la autoridad del derecho

Se ha vuelto un lugar común para muchos la idea de que los abogados somos expertos en procesos a pequeña escala, es decir, aquellos destinados a la determinación de los hechos y a ofrecer a las partes contendientes la oportunidad de presentar sus alegaciones. En cierta medida, muchos también piensan que lo somos en los procesos a gran escala, entendidos como los mecanismos institucionales mediante los cuales se adoptan, con imparcialidad, decisiones sobre cuestiones de política pública. Pareciera, entonces, que el profesional del derecho posee una intuición genuina acerca de cómo deben estructurarse tales procesos decisorios [1].

Sin embargo, de ello no se infiere nada en cuanto a nuestra capacidad o formación para determinar cuál es el resultado correcto en aquellos casos en que se encuentran en juego los bienes jurídicos de dos o más partes con intereses contrapuestos. En efecto, dado que no es posible llegar a un acuerdo sobre qué puede considerarse un resultado sustancialmente respetuoso para los intereses de cada una de las partes en todos los supuestos, es que se hace necesario tanto un procedimiento de decisión [2] como un material normativo preexistente a los hechos que dieron origen al litigio, cuya aplicación resulte obligatoria para la autoridad judicial competente, con independencia de sus valoraciones u opiniones particulares del caso.

Estos son, en esencia, los presupuestos sobre los que el derecho, en cuanto instrumento y proyecto civilizatorio, adquiere sentido y se justifica como un sistema de normas institucionalizado mediante el cual nos autoimponemos, a partir de decisiones del pasado, soluciones orientadas hacia el futuro que reclaman obediencia. Al respecto, el profesor Rosler observa con acierto que:

[…] el derecho que es no tiene por qué coincidir con el derecho como nos gustaría que fuera, es decir, con nuestras creencias morales o políticas […], y esto no tiene por qué ser necesariamente una mala noticia, sobre todo si el derecho pretende tener autoridad antes que dar respuestas correctas. Después de todo, el derecho tiene autoridad debido a que existen desacuerdos acerca de cuál es la respuesta correcta y a que el contenido del derecho varía según las épocas. El derecho, que a su vez estipula cuáles son nuestros derechos, no es entonces en sí mismo un instrumento de justicia, sino un sistema normativo institucional diseñado esencialmente para resolver conflictos sobre la justicia [3].

Dado que el derecho como es no pretende desconocer el hecho del desacuerdo razonable [4], es decir, la ineludible circunstancia de la política en virtud de la cual resulta no solo ilusorio, sino también engañoso suponer que las perspectivas de personas sensatas sobre cuestiones cruciales, tan complejas y llenas de dificultad moral y política —como, por ejemplo, puede ser el contenido y alcance exacto de los derechos fundamentales— converjan siempre en un consenso [5]. No resulta, entonces, extraño constatar que el pensamiento jurídico se haya estructurado en torno al concepto de proceso. entendido como el medio idóneo a través del cual la autoridad, mediante un acto de juicio imparcial, resuelve un conflicto de intereses con relevancia jurídica [6].

De ahí que, en la cultura jurídica contemporánea, la centralidad del proceso se advierta tanto en los sistemas de statutory law como en los de common law. Así, con el auge del constitucionalismo en el siglo XX, no sorprende que la mayoría de los Estados incorporaren en sus constituciones garantías supralegales inspiradas en el due process estadounidense.

El debido proceso y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional de la República Dominicana

Para dar un poco de contexto antes de abordar el tema que realmente nos interesa, el constituyente revisorio de la República Dominicana decidió en el 2010 adoptar la forma del Estado constitucional del derecho, bajo la forma del Estado social y democrático de derecho. Ello marcó un punto de inflexión al introducir de manera expresa el derecho fundamental al debido proceso en el artículo 69, en estrecha conexión con la tutela judicial efectiva, erigiéndolos como pilares estructurales de la justicia constitucional. Esa misma reforma instauró, por primera vez, el Tribunal Constitucional de la República Dominicana, órgano llamado a garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección efectiva de los derechos fundamentales [7].

Aunque joven en comparación con sus homólogos latinoamericanos, el Tribunal Constitucional de la República Dominicana ha venido perfilando y precisando, a través de su jurisprudencia, el contenido normativo y el alcance del derecho fundamental al debido proceso. En palabras de la propia sede constitucional, el debido proceso

[…] es un principio jurídico procesal que reconoce que toda persona tiene derecho a ciertas garantías mínimas, mediante las cuales se procura asegurar un resultado justo y equitativo dentro de un proceso que se lleve a cabo en su contra, permitiéndole tener la oportunidad de ser oído y a hacer valer sus pretensiones legítimas frente al juzgador […] [8].

Para el intérprete constitucional dominicano, el debido proceso es un derecho fundamental cuya observancia por parte de las autoridades, tanto administrativas como jurisdiccionales, implica

[…] el cumplimiento de una serie de garantías que permitan a las partes envueltas en un litigio sentir que se encuentran en un proceso en el que las reglas del juego son limpias. En esencia, estas garantías pueden ser agrupadas en las siguientes: la imparcialidad del juez o persona que decide, publicidad del proceso, posibilidad de asistencia de abogado, prohibición de las dilaciones indebidas y utilización de los medios de prueba disponibles [9].

En ese sentido, se ha sostenido que el debido proceso:

[…] es un medio para asegurar, en la mayor medida posible, la solución justa de una controversia. A ese fin atiende el conjunto de actos de diversas características generalmente reunidos bajo el concepto de “debido proceso legal”. El debido proceso legal se refiere al conjunto de requisitos que deben observarse en las instancias procesales, a efecto de que las personas estén en condiciones de defender adecuadamente sus derechos ante cualquier acto del Estado que pueda afectarlas; es decir, cualquier actuación u omisión de los órganos estatales dentro de un proceso, sea administrativo, sancionatorio o jurisdiccional, debe respetar el debido proceso legal [10].

Como se observa, el criterio asumido y desarrollado por esta magistratura constitucional ha sido constante: el contenido normativo del debido proceso se compone de un conjunto de garantías y requisitos formales que deben ser observados por las autoridades administrativas y jurisdiccionales en todas las instancias procesales, de manera que las partes puedan defender eficazmente sus intereses jurídicos y percibir que participan en un proceso cuyas reglas del juego han sido establecidas de forma clara y predecible.

El debido proceso sustancial, o el derecho al juez Hércules

En una decisión más reciente, la forma de entender el contenido del derecho fundamental al debido proceso parece haber cambiado drásticamente. Mediante Sentencia TC/0993/24, del treinta (30) de diciembre de dos mil veinticuatro (2024), dictada en el marco de un recurso de revisión constitucional de decisión jurisdiccional, el Tribunal Constitucional de la República Dominicana «descubrió» una dimensión novedosa e inesperada del debido proceso. En sus propias palabras:

[…] el debido proceso posee una faceta formal y otra sustancial. El debido proceso formal guarda relación con la aplicación y respeto de los derechos, garantías y principios de naturaleza procesal que le asisten a la persona. En cambio, el debido proceso sustancial guarda relación con lo axiológicamente resuelto, ya que se evalúa excepcionalmente la decisión definitiva de la cuestión, si cumple con los principios de razonabilidad, proporcionalidad y legitimidad frente a notorias y directas violaciones constitucionales.

Prima facie, este debido proceso sustancial —a diferencia de «su otra faceta»—, no se interesa por las formas procesales, sino por el contenido mismo de la decisión. En otras palabras, centra su atención en la razonabilidad, proporcionalidad y legitimidad del fallo judicial, con el objeto de asegurar su corrección o justeza material.

Con dicho criterio jurisprudencial, esta sede constitucional parece pretender asumir el desafío planteado por Dworkin y se ha revestido con la pesada toga del omnisapiente juez-filósofo Hércules [11], aquel que dispone de tiempo y energías inagotables para alcanzar, aun en los denominados hard cases, la «única respuesta correcta» [12]. Esto, por donde se vea, constituye una toma de postura abiertamente iusmoralista, que no solo minimiza el valor de las formas procesales, sino que además tiende a desplazar —cuando no a presumir irrelevante— al propio derecho positivo [13].

En efecto, desde la perspectiva del debido proceso en su dimensión sustancial, la autoridad judicial, al momento de decidir los asuntos sometidos a su conocimiento, tiene el deber de «sacar el ponderometro» y sopesar el valor de la seguridad jurídica frente a las exigencias de la justicia material [14], caso por caso. En tal virtud, la validez de la decisión judicial deja de depender de que se halle justificada en razones vinculadas al contenido del derecho positivo y pasa a depender de que satisfaga la pretensión de corrección; esto es, de que se encuentre fundada en una moral justificable racionalmente y, por consiguiente, en una moral correcta [15].

No hay duda de que nadie quiere sufrir injusticias y mucho menos cometerlas, habría que ser un insensible o carecer de cierta humanidad para desear ello. Sin embargo, ¿qué relación guarda nada de esto con la institución del derecho? Por donde se le vea, si el derecho es un sistema normativo que reclama para si mismo autoridad, independientemente de lo que nosotros creamos correcto o justo, no tiene ningún sentido que un juez decida por si sólo derrotar el derecho, cuando la única razón por la que, en principio, él tiene autoridad para dirimir el conflicto sometido a su conocimiento es porque el derecho mismo así lo reconoce cuando lo aplica.

Así, este «derecho a la debida decisión axiológicamente correcta», aunque concebido con las mejores intenciones, no da cuentas con algo elemental para cualquier profesional del derecho: «[r]esolver en derecho no es lo mismo, no puede ser lo mismo, que resolver en justicia» [16]. En este sentido, Atria advierte que:

[e]l juez no debe decidir el caso de acuerdo a lo (que cree que es) no-contingentemente justo, sino de acuerdo a lo que el derecho dispone. Y el juez puede adoptar la perspectiva del derecho porque sabe derecho y sabe actuar como juez. «Saber derecho» significa manejar un canon especial de argumentación, i. e. saber identificar y evaluar la fuerza de un argumento que «cuenta como» jurídico. Aquí yace toda la pretensión de autoridad que el juez y, a través de él, el derecho exhiben frente a las partes. «Saber actuar como juez», por su parte, es saber resolver desde el punto de vista jurídico, no sobre la base de lo que podríamos llamar «argumentación práctica general» [17].

Si concebimos al juez como el primus inter pares dentro del litigio, ello no obedece a su supuesta superioridad moral o a la calidad de sus convicciones éticas, ni tampoco al mero hecho de ostentar la condición de juez —con toda la dignidad que ello merece—, sino a la presunción de imparcialidad que lo acompaña, en la medida en que su decisión no surge como parte del conflicto, sino que se encuentra delimitada por el derecho positivo. La independencia del juez jamás puede ser otra cosa que la otra cara de su dependencia de la ley [18], justo en este punto se evidencia el riesgo del iusmoralismo judicial: cuando se desplaza el derecho en favor de una supuesta «decisión axiológicamente correcta», el juez deja de ser un tercero imparcial y pasa a formar parte del conflicto, sustituyendo el marco institucional que le otorga toda la autoridad que tiene por su propio juicio de valor.

En suma, a nuestro parecer, la «faceta sustantiva» del debido proceso no sólo resulta redundante, sino también engañosa. Redundante, en la medida en que, si lo que se busca es proteger otros derechos fundamentales comprometidos en el marco de un proceso judicial, carece de sentido invocar este derecho en vez de simplemente llamar las cosas por su nombre y alegar directamente la disposición iusfundamental correspondiente. Engañosa, en tanto se apoya en una teoría formalista de la decisión judicial, según la cual el Tribunal Constitucional, mediante la técnica argumentativa de la ponderación, cree disponer de un método para arribar a la decisión correcta en cada caso, aunque ello suponga reducir el derecho positivo a una cuestión contingente [19].

No compartimos, por tanto, la afirmación de este colegiado constitucional en el sentido de que la revisión axiológica de las decisiones judiciales sea una función que corresponda legítimamente a los tribunales en el marco de un litigio. La función propia del juez no es derrotar normas, sino adjudicar; esto es «[…] dar a cada uno lo suyo de acuerdo a normas comunes a las partes, lo que quiere decir conforme al derecho» [20].

La toga del juez Hércules es muy pesada y su ruedo se arrastra en el lodo; hay que pensarlo dos veces para pedirla prestada. La responsabilidad de decidir conforme a derecho, en medio de intereses contrapuestos y normas complejas, convierte su tarea en un ejercicio que requiere equilibrio y prudencia. Si de verdad queremos tomarnos en serio el derecho, lo mejor sería mantener la sobriedad y reconocer que esta tarea ya es lo suficientemente ambiciosa y trascendente como para no desvirtuarla en aventuras quijotescas, emprendidas contra molinos de viento, encima de un rocín flaco mal llamado justicia.

 

Referencias bibliográficas

[1] Hart Ely, John (1980): Democracy and distrust. A Theory of Judicial Review, Cambridge, Harvard University Press, p. 102.

[2] Waldron, Jeremy (1999): Law and disagreement, Oxford, Oxford University Press, p. 116.

[3] Rosler, Andrés (2019): La ley es la ley. Autoridad e interpretación en la filosofía del derecho, Buenos Aires, Katz Editores, pp. 16-17.

[4] Waldron, Jeremy (1999): Law and disagreement, Oxford, Oxford University Press, p. 105 y ss.

[5] Waldron, Jeremy (2018): “Algunos modelos de diálogo entre jueces y legisladores”, en Contra el gobierno de los jueces. Ventajas y desventajas de tomar decisiones por mayoría en el Congreso y los tribunales, Argentina, Siglo Veintiuno Editores, pp. 195-237, en p. 208.

[6] Couture, Eduardo J. (1958): Fundamentos del derecho procesal civil, Buenos Aires, Roque Depalma Editor, p. 10.

[7] Artículo 184 de la Constitución dominicana del veintisiete (27) de octubre del dos mil veinticuatro (2024).

[8] Sentencia TCRD/0331/14, del veintidós (22) del dos mil catorce (2014), p.18.

[9] Sentencia TCRD/0535/15, del primero (1°) de diciembre del dos mil quince (2015), p. 29.

[10] Sentencia TCRD/0324/16, del veinte (20) de julio del dos mil dieciséis (2016), p. 34.

[11] Dworkin, Ronald (2012): Los derechos en serio, Barcelona, Editorial Ariel, pp. 177 y ss.

[12] Dworkin, Ronald (1978): “No Right Answer?”, en New York University Law Review, vol. 53, pp. 01-32.

[13] Nino, Carlos Santiago (2003): La constitución de la democracia deliberativa, Barcelona, Gedisa, p. 46; id., (2014): Derecho, moral y política, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, pp. 133 y ss.

[14] Robert, Alexy (1994): El Concepto y la Validez del Derecho, Barcelona, Gedisa, p. 58.

[15] Ibidem, p. 82.

[16] Atria, Fernando (2015): La constitución tramposa, Santiago, Lom Ediciones, p. 271.

[17] Ídem.

[18] Schmitt, Carl (2021): Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza Editorial, p. 351.

[19] García Amado, Juan Antonio (2019): “Quiénes son los verdaderos formalistas en la teoría de la decisión judicial?, en CAP Jurídica Central: Revista de la Academia del Colegio de Abogados de Pichincha y de la Facultad de Jurisprudencia, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Central del Ecuador, núm. 5, págs. 97-137, en pp 119 y ss.

[20] Atria, Fernando (2024): “La forma del derecho y el concepto de lo político”, en Doxa, núm. 48, pp. 241-265, en 250.