Fernando Sosa Pastrana
Corría el año de 1615 cuando Miguel de Cervantes escribió su comedia “El juez de los divorcios”. Los casos son presentados al lector, desde luego en un lenguaje barroco. Peticiones en donde los litigantes reclamaban, lo que ahora -aún es- una moción común: divorcio y nada más que divorcio. Los personajes se discurren entre trágicos reclamos y argumentos. Nada fue suficiente para el Juez. Nadie probó con firmeza sus razones. Todos los casos llegaron a un punto común: negativa. Insuficiencia probatoria dirían los procesalistas actuales o falta de méritos los más afinados.
Lo que está en las entrelineas de esos personajes cervantinos estereotipados y caricaturescos, es que el divorcio era una práctica poco común en España de esa época (siglos XVI y XVII) y los jueces solían oponerse al divorcio.[1] Básicamente el divorcio “no era popular”, y por eso los jueces se negaban a otorgarlo.
Este entremés literario es el pretexto para apuntar que las causas jurisdiccionales -en específico las del derecho de familia- generalmente no son populares. Y esto es una constante en la función judicial. Los jueces deberán enfrentarse a dilemas, poco digeridos por la sociedad, y quizás sin una ley específica porque justamente se encuentran fuera de las conjeturas del legislativo. Solo se legisla lo que es popular. Y por “popular”, entiéndase el cálculo electoral o sumarse a las simpatías del poder hegemónico en turno.
Por eso, si lo pensamos sencillamente, la política judicial se confecciona en aquellos aspectos en donde la política legislativa no quiere ni desea abarcar: en lo impopular. Los derechos, sobre todo los formados desde la visión judicial, se forjan como triunfos individuales ante la ceguera, indiferencia o desprecio del poder legislativo o inclusive del ejecutivo.[2]
El juez debe sortear la visión popular, vislumbrar más allá de las objeciones de la mayoría para forjar su política judicial: la salvaguarda de la minoría relegada. Este ideario, este sortear los reclamos populares, para llegar a una decisión final es al fin de cuentas la naturaleza central del oficio de juzgar.
Y ese “ethos” es la columna central de un breve relato de Isaac Bashevis Singer llamado el “Sacrificio”. Incluido en su libro “El Tribunal de mi Padre”, en donde el autor nos comparte las peripecias jurisdiccionales de su progenitor como Rabino de una comunidad en Polonia.
En el relato, el Rabino tenía que decidir si le permitía a una anciana mujer divorciarse. Su petición era sencilla y compleja a la vez: ella ya había hecho su vida, tenía capacidad económica y quería que su aún esposo contrajera otra vez matrimonio con una mujer huérfana. Él tendría más hijos y la futura esposa una familia. No existía en el derecho hebraico argumento que le negara a la señora la razón y el Rabino -como juez- tuvo que sortear el reproche popular de la comunidad y divorciarla. ¿Qué no es esto lo que se espera de un juez? ¿Qué sortee los clamores populares y vean en el caso los méritos propios?
Pero esta tertulia literaria, que nos muestra el actuar del juez por encima de lo popular, se explica porque los rabinos no son electos popularmente en su comunidad, se erigen por procesos rigurosos de exámenes y experticia práctica. Su decisión, aunque pudiera generar reproche, tenía como finalidad última: garantizar que en ese caso se salvaguardara las leyes hebraicas. No más, no menos. Su decisión no buscaba salvaguardar la popularidad del actuar del erigido juzgador. Buscaba mantener la cohesión de la comunidad al garantizar la conservación de su orden jurídico basamental.
Juzgar-popular: binomio antagónico. Formula latente para injusticias. Pero hemos dicho, que el cálculo de la popularidad puede ser, ya sea para buscar las simpatías de la población electoral o para agradar al poder.
Así, lejano de esos países europeos, una mujer mexicana en el año de 1885, acudía a un juez para solicitar el divorcio. Entre sus razones, expresó.
“[…] pedir el castigo del que manda en jefe, es absurdo, exigir a un hombre honrado, en caso de hallarlo, que por servirme se condenase a la ruina era inútil. No encontré abogado ni aún entre los abogados de pobres que quisiese patrocinarme contra el Sr. González, y cediendo a la fuerza mayor, decidí esperar, teniendo en cuenta que tarde o temprano suena la hora de la justicia. […] Hoy las cosas han cambiado en parte, siéntese aún como la estela de un buque la influencia del poder que se eclipsó, quizá temporalmente, se por otra parte que es difícil derribar los ídolos que el capricho de la fortuna erige; pero tengo plena confianza en la honradez e independencia de usted a quién después de mucho meditarlo, he escogido, por caballero, para que en nombre de la ley me ampare y rehabilite […]” [3]
Esa mujer era Laura Mantecón, esposa del General Manuel González, y presidente de México (1880-1884). Laura quizás confió que la lejanía del poder Presidencial de su aun esposo le diera una oportunidad con algún Juez.
No hubo tal oportunidad. No sólo sus argumentos fueron desestimados, no tuvo apoyo legal, y fue arrinconada económica, psicológica y socialmente. [4]
El Juez no fue ni caballero ni independiente, pero si fue un Juez popular, que se plegó al poder, como todos los que formaban parte de ese sistema. No desagradó a quien agradaba a la mayoría: al poder en turno.
Laura quedó arrinconada, socialmente marginada en una pequeña casa, olvidada, esperando la justicia que nunca le llegó. No tuvo la suerte o la posibilidad de encontrar a un Juez que no se plegara a la popularidad del poder hegemónico regente.
Esta especulación literaria con tintes de historia, puede ser una advertencia de la incompatibilidad potencial de someter las decisiones judiciales al cálculo de la simpatía electoral o al agrado del poder en turno. El resultado de este binomio es de cocción lenta. Pero sus resultados quizás se proyectarán en un desenlace de injusticias individuales, que no serán empacho para una mayoría electoral o del desagrado de un poder hegemónico.
El pensar que lo popular podría sumar a la aritmética del juzgar es olvidar que este oficio es para salvar a las minorías del desprecio de las mayorías. Juzgar con perspectiva electoral es restar independencia en su actuar. Es cercenar las posibilidades de encontrar a un Juez que abrace las causas impopulares. Es disfrazar con la mascada de la democracia, la esclavitud jurisdiccional.
Ya veremos -o leeremos- si la realidad, otra vez supera a la invención literaria.
[1] Véase: ATIENZA, Belén, “El juez, el dramaturgo y el relojero. Justicia y lectura como ciencias inexactas en el Juez de los divorcios de Cervantes”, Bulletin of the Comediantes, Vol. 56, Número 2, 2004, pp.m193-218.
[2] A mayor precisión consúltese: FERRAJOLI, Luigi, “Jueces y política” en Derechos y Libertades. Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, consultable en: https://e-archivo.uc3m.es/rest/api/core/bitstreams/4c57645a-c634-4875-8ba4-6bd3534da6bf/content
[3] Cfr. Información producida por la Sra. Laura Mantecón de González ante la Tercera Sala del Tribunal Superior en el juicio de divorcio que sigue contra su esposo el Sr. Gral. Don Manuel González. Tipografía de J Reyes Velasco, México, 1886, pp. 5 y 6.
[4] Véase: HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Bertha, “Historias de desamor. El reto de divorciarse en el siglo XIX”, Diario la Crónica, México, 16 de mayo de 2020, consultable en: https://www.cronica.com.mx/notas-historias_de_desamor_el_reto_de_divorciarse_en_el_siglo_xix-1153936-2020.html