Alix Trimmer
El derecho laboral se concibió en el ideario social como un escudo: una red mínima de dignidad frente al poder económico que siempre parece querer más. Lo que alguna vez se pensó para el obrero hombre, asalariado, para el sindicalizado de fábrica, no alcanza para proteger a la mujer que trabaja en una plataforma móvil, a la empleada que cría y cuida sola (o con otras mujeres de su red), a la trabajadora del hogar o a la que recibe mensajes a las once de la noche porque “así son los tiempos y solo te va a tomar unos minutos”. Mis letras siempre procuran incluir a las disidencias sexogenéricas, pero de cara a la conmemoración del 25N “Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer” resulta apropiado enfocarnos, en esta ocasión, en las mujeres.
Y lo que le ocurrió a la presidenta Sheinbaum nos lo recuerda: cuando una mujer pública, visible, en el centro del poder, sufre acoso, una agresión sexual, lo que se expone es una realidad brutal e innegable: no estamos seguras, ninguna, con independencia de quién seas, dónde estés o qué tan protegida puedas encontrarte. El espacio laboral, donde pasamos, por lo menos, una tercera parte de nuestros días, es sin duda un espacio en el que las vivencias de violencia acontecen una y otra vez, sin que el derecho laboral esté haciendo frente debido a ello.
Violencia inicial.
Cuando una empresa publica una vacante solicitando “buena presentación”, “sin hijos” o “disponibilidad total”, lo que está haciendo es filtrar por clase, edad, maternidad e imagen. Lo disfrazan de “perfil adecuado”, pero es discriminación en su forma más disfrazada y tolerada.
El problema empieza antes del contrato: en la oferta. En ese instante, el mercado (o una parte del mismo) ya decidió quién merece derechos laborales y quién no. La ley laboral debería intervenir ahí mismo y, sin embargo, suele quedarse muda.
Y no es raro que aquello suceda cuando en la esfera pública, ocurre algo similar: el cuerpo de una mujer no deja de estar en estado de vulnerabilidad incluso a pesar de ser aquella que ocupa el más alto cargo político. La agresión a Sheinbaum no fue “un accidente”: fue un acto que recuerda que los cuerpos femeninos siguen siendo terrenos de riesgo, de cosificación y disposición ajena.
Violencia estructural.
En múltiples espacios me repiten que las mujeres “buscan y prefieren la flexibilidad”, lo que nadie elige es la precariedad que en múltiples ocasiones conlleva. La mitad de las trabajadoras de este país están en la informalidad porque el sistema formal no las quiso dentro: porque no hay guarderías o no tienen horarios extendidos, porque el transporte es inseguro, porque los horarios son imposibles y los salarios y prestaciones no alcanzan a compensar el resto de desventajas.
Y como el derecho laboral y sus autoridades solo ven lo formal, millones de mujeres están fuera del mapa. No hay prestaciones, no hay licencias, no hay justicia. La informalidad es la gran zona gris donde el derecho se vuelve cómplice por omisión.
Violencia digitalizada.
La nueva economía pintaba para ser moderna, flexible, digital, pero también la precarización disfrazada de “innovación” se coló en la historia con otro empaque.
Las plataformas digitales repiten los peores vicios del mundo laboral y lo acrecientan: pago por tarea, sin contrato, sin seguridad social, sin responsabilidad patronal; todo ello en nombre de la “libertad”.
La perspectiva de género más allá del papel.
Cuando hablamos de perspectiva de género, no estamos hablando de “añadir mujeres” al discurso, sino de cambiar el lugar desde el que gira y existe todo el sistema.
Perspectiva de género en el derecho laboral implica hacer preguntas incómodas: ¿por qué la ley sigue centrada en el empleo formal, masculino y lineal?, ¿qué pasa con los cuidados, el acoso, la desigualdad salarial?, ¿por qué seguimos asumiendo que el hogar es ajeno al trabajo?
No basta con tener un “protocolo contra el acoso” en PDF, de ser así, también habría bastado la tipificación de las agresiones sexuales para que no le sucedieran a nuestra presidenta. Necesitamos instituciones con dientes, justicia accesible, lenguaje claro, y personas funcionarias que entiendan que la neutralidad y la perspectiva también son políticas.
La visibilidad del cuerpo en el espacio público también es asunto laboral en tanto condiciona la libertad, la movilidad, la participación. Cuando la presidenta denuncia públicamente el acoso es también una llamada para que todo derecho laboral incorpore la dimensión corporal, la dimensión de género, la vigilancia de espacios.
¿Conclusiones?
El derecho laboral no está muerto. Está desfasado. Las mujeres, las que vivimos la precariedad, el acoso, la doble jornada, la brecha salarial y el cansancio acumulado, somos quienes más necesitamos —y exigimos— que despierte.
No queremos “inclusión”, queremos redistribución. No pedimos “flexibilidad”, pedimos justicia. No buscamos “romper techos de cristal”, queremos derrumbar el piso desigual donde se construyó todo el sistema.
El derecho laboral puede ser otra vez un escudo, no para una lucha de bandos patronales y obreros, sino contra el sistema opresor y su falta de conciencia.