Normas en desuso y normas no aplicables | Paréntesis Legal

Marta Cabrera Fernández

 

Comencemos resumiendo un par de situaciones acaecidas en España en 2015 y en 1981, respectivamente.

La primera de ellas comenzó, no obstante, en el año 1615, cuando un grupo de balleneros del territorio que actualmente corresponde a Vizcaya, en el País Vasco, partió hacia las costas de Islandia para llevar a cabo sus labores de caza de ballenas. Sorprendidos por un violento temporal que destrozó sus embarcaciones, los balleneros vascos se vieron obligados a pasar varios meses en la región de Islandia en la que consiguieron naufragar. Sin embargo, tras verse inmersos en numerosos altercados de variante gravedad con los habitantes de allí, el entonces comisario, Ari Magnússon, incitó y permitió la que se llegó a conocer como “Matanza de los españoles” o “Asesinato de los españoles” (en islandés, Spánverjavígin), que terminó con la vida de la mayoría de aquellos balleneros vizcaínos a manos de un grupo de islandeses. Esta cruda masacre fue justificada haciendo alusión a una carta que el rey Cristián IV de Dinamarca había enviado el año anterior al Parlamento, en la que decretaba (con valor jurídico) que, desde ese momento, los islandeses tenían permitido defenderse de los españoles y de otros atacantes, capturándolos e incluso hiriéndolos. El decreto respondía a otros episodios violentos que habían sido protagonizados por los balleneros vascos en previas ocasiones. Tras lo acaecido en 1615, que, a efectos prácticos, permitía alegar como eximente penal la legítima defensa siempre que el atacante fuese español, el decreto terminó cayendo en olvido por desuso. Tan poco invocado fue o tan ineficiente resultó, que las sociedades española e islandesa dejaron de reparar en su existencia. No fue hasta abril de 2015 que la Asociación de amistad Islandia – País Vasco organizó un evento simbólico para rememorar estos sucesos, en el marco del cual el actual comisario de la región derogó oficialmente el decreto que, como gustan de decir los noticiarios, “permitía matar vascos”.

Vamos ahora con la segunda situación histórica, cuya similitud con la anterior será pronto evidente. Entre 1808 y 1814, España estuvo inmersa en la Guerra de Independencia contra Francia, cuyo emperador, Napoleón Bonaparte, buscaba hacer de España un estado satélite al francés mediante la implantación en el trono de su hermano, José Bonaparte. Dicha guerra se enmarcaba en un contexto más amplio; el de las guerras napoleónicas. Durante el transcurso de las mismas, Dinamarca y Noruega tuvieron su propio conflicto (la Guerra de las Cañoneras) contra Reino Unido. Como Reino Unido estaba entre las fuerzas armadas que se oponían al avance de Napoleón, Dinamarca y Noruega terminaron cayendo del bando francés, a pesar de su inicial neutralidad. Ante este cambio de situación, España cortó relaciones con Dinamarca. Pero hubo un municipio en Granada que se tomó esta “traición” danesa con especial indignación. Así fue cómo la localidad de Huéscar le declaró formalmente la guerra a Dinamarca en 1809. Una declaración que, a pesar de su carácter eminentemente simbólico y performático, fue adoptada de manera jurídicamente válida. Y válidamente se mantuvo vigente cuando, tras finalizar las guerras con la derrota de Napoleón (y el regreso al trono español de Fernando VII), nadie se acordó de derogarla. En 1981, un destacado historiador granadino llamado Vicente González Barberán, descubrió archivado el documento que, de manera oficial, iniciaba la guerra entre el país danés y el municipio español. Tras su publicación en un satírico artículo titulado ¡Hay que arreglar lo de Dinamarca!, ese mismo año se firmó la declaración de Paz con Dinamarca, poniendo así fin a una pacífica guerra de 172 años.

El punto de conexión entre estos dos singulares y verídicos sucesos lo encontramos en el plano jurídico-social. En ambos casos hemos hablado de normas válidamente adoptadas según los procedimientos de cada época y ubicación que, eventualmente, dejaron de aplicarse. Al no haber sido nunca jurídicamente derogadas, hasta 1981 deberían haber regido relaciones bélicas entre Huéscar y Dinamaca y, hasta 2015, habrían estado blindadas las agresiones hacia ciudadanos españoles en territorio islandés. Dejando a un lado la absurdez que supondría, es un planteamiento hipotético que nos sirve como ejemplo para poder abordar un tema básico de la Teoría del Derecho que, precisamente por su sencillez, a veces pasamos por alto. Nos referimos a la distinción entre normas que han caído en desuso y normas no aplicables a un caso concreto.

Mucho se ha escrito sobre las clasificaciones de normas jurídicas: según su estructura, su contenido, su alcance, finalidad, relación con otras, etc. Quizás la distinción más notable ha sido la principialista, encabezada por Robert Alexy, que separa un tipo de normas a las que llama reglas de las que califica como principios. No es momento para detenernos en las repercusiones e implicaciones de esta idea tan arraigada entre los agentes jurídicos, ni en las fuertes inconsistencias que presenta. Solo la traemos a colación para subrayar su relación con la estructura normativa clásica, que consiste en diferenciar, dentro de un enunciado normativo, un supuesto de hecho (SH) y una consecuencia jurídica (CJ). Los ejemplos más claros los encontramos en el Derecho Penal, como puede ser el artículo 234.1 del Código Penal español, relativo al delito de hurto, que reza así:

“El que, con ánimo de lucro, tomare las cosas muebles ajenas sin la voluntad de su dueño será castigado, como reo de hurto, con la pena de prisión de seis a dieciocho meses si la cuantía de lo sustraído excediese de 400 euros”.

Aquí podemos identificar claramente un SH, una acción que debe ocurrir para poder invocar el artículo y que constituye el tipo penal (que alguien, con ánimo de lucro, tome cosas muebles de cuantía superior a 400 euros sin la voluntad del dueño); y una CJ aparejada, que delimita la respuesta que el Derecho ha previsto para quien incurra en el SH (ese alguien será castigado, como reo de hurto, con la pena de prisión de seis a dieciocho meses).

Para la doctrina principialista, este tipo de norma constituiría una regla, pues la CJ para el SH en cuestión está concretamente expuesta. Por el contrario, si la norma dejase la CJ abierta, estaríamos ante un principio. Sería el caso de las normas que reconocen derechos, como las del ámbito del Derecho Constitucional. Por ejemplo, el artículo 18.3 de la Constitución Española:

“Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial”.

Reformulando, como este es un derecho fundamental reconocido a todos los ciudadanos españoles, el SH sería simplemente el ser ciudadano español. Sin embargo, no se prevé de manera concreta cuál es la CJ, pues no queda delimitado en qué consiste tener derecho a que se garantice que las comunicaciones sean secretas (quién debe garantizarlo, en qué contextos, cuáles son las excepciones, etc.). Seguramente en todos estos casos encontremos tales especificaciones en otras partes del ordenamiento jurídico, pero el artículo 18.3 sería, según el lenguaje que venimos utilizando, un principio.

A efectos de nuestro tema, el del desuso y la aplicabilidad de las normas, vamos a utilizar la palabra norma en el sentido en el que el principialismo usa el término regla; es decir, un SH con una CJ prevista y bien delimitada. De esta manera, cabe preguntarnos lo siguiente: ¿Una norma deja de ser jurídicamente aplicable si ha caído en desuso?

Para dar respuesta a este interrogante, no cabe otra que definir, aunque sea sucintamente, qué es desuso y qué es aplicabilidad. La Real Academia Española ya refleja una acepción jurídica de “desuso” cuando lo define como “falta de aplicación o inobservancia de una ley, que, sin embargo, no implica su derogación”. Si una norma no ha sido derogada, quiere decir que continúa estando vigente. Por lo tanto, podemos afirmar que una norma en desuso es aquella que, aunque deba aplicarse a un caso por estar vigente (y, presuponemos, por haber sido válidamente adoptada), no se invoca o no se acude a ella en un proceso judicial. En definitiva, aunque se de un suceso que pueda ser subsumible al SH de la norma, su CJ no va a aplicarse. Ahora bien, ¿es lo mismo decir que no se aplica la CJ de una norma que decir que no se aplica la norma en su totalidad?

Como ya hemos visto, este tipo de normas tienen la estructura SH-CJ, por lo que no, no es lo mismo que se dé el SH pero no se aplique la CJ, que no aplicar la CJ porque no se ha dado el SH. En definitiva y, respondiendo también a la anterior pregunta, una norma habrá caído en desuso cuando, aunque debería ser utilizada en un caso porque los hechos probados se subsumen al SH, no se está aplicando la CJ prevista en el enunciado normativo; y, por otra parte, una norma será inaplicable cuando no tiene por qué ser utilizada en un caso, ya que los hechos probados no se subsumen al SH y no hay razón para prescribir la CJ prevista en el enunciado normativo.

Volviendo entonces sobre los particulares ejemplos que exponíamos al principio, tenemos unos SH (“un islandés agrede a un español” y “hay relaciones entre Huéscar y Dinamarca”) a los cuales tendrían que haberse aplicado unas CJ (“el islandés está exculpado” y “esas relaciones quedarán regidas por un Derecho específicamente bélico”). Sin embargo, como ambas normas habían sido olvidadas, no fueron aplicadas a esos casos cuyos hechos perfectamente quedaban abarcados por el enunciado. En definitiva, habían caído en desuso. Las razones son de tipo social, por lo que el estudio de las mismas correría a cargo de la sociología jurídica más que del derecho puramente normativo. Este sí se encargará de aquellas otras situaciones en las que las normas, aunque válidas y vigentes, no se apliquen por no quedar abarcados los hechos del caso en su SH. Así ocurriría, por ejemplo, con una norma que dijese “Cada 30 de febrero, los ciudadanos españoles tendrán la obligación de andar de puntillas”. Aunque la CJ está clara, nunca se va a dar el SH, pues nunca va a ser 30 de febrero. Por lo tanto, es una norma que no ha sido (ni será) aplicable a un caso concreto.

La aplicabilidad normativa también es un tema interesante desde el punto de vista probatorio. Si, como afirma el realismo jurídico, el juez decide primero y razona después, puede ocurrir que se quiera aplicar cierta CJ a un caso del cual se está conociendo, pero cuyos hechos probados no son claramente subsumibles al SH de la norma. Aquí habría que entrar a valorar el alcance probatorio de los elementos aportados desde el punto de vista más objetivo posible. Si conocemos de un caso en el que una de las pruebas se ha obtenido ilícitamente y ha sido subsecuentemente descartada, pero el resto del conjunto probatorio pudo ser aportado gracias a esa primera prueba desestimada, tendríamos que, como jueces, decidir discrecionalmente si estas pruebas han quedado también “contaminadas” y no pueden tenerse en cuenta, o si son admisibles. Ante esta situación, que puede resolverse con argumentos válidos desde ambas posturas, no sería de extrañar que uno de los fundamentos a valorar fuese si se quiere aplicar la CJ o no, aunque no sea por razones estrictamente jurídicas. Lo mismo ocurre con el razonamiento normativo. Si ya se han establecido cuáles son los hechos probados, pero sigue quedando duda sobre su subsunción al SH, será relevante el uso de los distintos argumentos interpretativos (por ejemplo, dentro del argumento literal, se puede llegar a resultados opuestos según se aplique la interpretación restrictiva o la extensiva).

Con todos estos ejemplos, tanto hipotéticos como reales (y estos, a su vez, de distintos grados de sensacionalismo), hemos visto que las relaciones entre la validez, la vigencia y la aplicabilidad de las normas, así como la distinción entre normas inaplicables y normas en desuso, puede ser tratado desde varios enfoques de estudio, como son la sociología jurídica, el derecho probatorio o el razonamiento normativo. Todos ellos son indispensables para dar cuenta de manera satisfactoria de aspectos básicos de la Teoría del Derecho, sin los cuales poco o nada podríamos aportar al avance doctrinal.