Leyes e interpretaciones, ¿a quién se dirige el Derecho? | Paréntesis Legal

 

Paulina Macías Ortega

El reconocimiento de la centralidad del lenguaje inclusivo y no sexista como mecanismo para la consecución de la igualdad de género y la eliminación de diferentes formas de discriminación es fundamental para plantear y construir un nuevo entendimiento del derecho. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la discusión de las acciones de inconstitucionalidad 245/2020 y su acumulada 250/2020 (en lo sucesivo “AI 245/2020”), reconoció que algunas batallas se dan en el plano de la semiótica y de lo simbólico. Aunque el caso en comento analizó las reformas en materia de paridad de género de la Constitución local poblana, hubo un pronunciamiento importante respecto al lenguaje inclusivo y no sexista.

La discusión y resolución en materia de paridad de género del AI 245/2020 fue dividida en dos sub apartados. El primero versó sobre la inconstitucionalidad de una porción normativa que garantizaba la aplicación de la Constitución y las leyes diferenciando por género, en atención al principio de paridad de género, bajo la lógica de acciones afirmativas. Me enfocaré en el segundo sub apartado, consistente en la discusión acaecida en torno al fragmento normativo que señalaba la utilización del género masculino para la construcción gramatical del texto legal[1].

Las interpretaciones de las ministras tuvieron dos vertientes principales. Por un lado, un grupo consideró que no existía una obligación constitucional o convencional que fuera vinculante a efectos de que las legisladoras tuvieran que incorporar el lenguaje incluyente en el texto normativo. Y que, en cualquier caso, la porción normativa en comento, al tomarse de forma contextual, habilita una interpretación igualitaria de las disposiciones. En este sentido, se erigía como un refuerzo de la consecución de la igualdad sustantiva. Por el contrario, un grupo de ministras señalaron que, en la práctica, la disposición fomenta que las legisladoras continúen utilizando el masculino para la redacción normativa. A largo plazo, esto generaría un efecto petrificador del lenguaje que mantendrá el statu quo, consistente en la invisibilización de ciertas categorías de personas en los textos legales y dificultades en la consecución material de sus derechos. Y, según interpretaciones de la Corte misma en la AI 140/2020, la incorporación del lenguaje incluyente debe considerarse como el reconocimiento normativo de las diferencias entre los géneros. Concretamente, como una materialización del principio de paridad e igualdad sustantiva. De esta forma, la discusión no versó tanto sobre el lenguaje y el apego de la norma impugnada al canon de la lingüística, sino de los efectos socio-legales del mismo y cómo en el fondo, las palabras pueden promover o al menos consentir una condición de discriminación estructural hacia ciertos grupos.

El lenguaje construye las definiciones sociales bajo las cuales constituimos el imaginario simbólico y generamos realidades. El derecho hace lo análogo con las convenciones, instituciones y estructuras mediante las cuales regimos nuestra vida en sociedad. La exclusión del lenguaje de un grupo de personas (pertenecientes a una categoría) se materializa en que ese mismo grupo también sea excluido de espacios materiales y simbólicos. Estela Serret dice que al momento en que el lenguaje nombra, simultáneamente delimita, ordena, clasifica y valora. Se generan significaciones que existen y tienen validez debido al lugar que ocupan entre otras significaciones: se produce una realidad cultural.[2] Cuando hablamos de la intersección entre lenguaje y derecho, esta “realidad jurídica” se materializa en la consecución (o no) de derechos, en la jerarquización no aparente de las personas y, por ende, en discriminación.

La constitución local poblana señalaba que se debía interpretar la norma de forma igualitaria, aún cuando la norma fuera escrita en código “masculino”. Aunque hoy en día ya superamos la arcaica interpretación normativa que suponía que establecer en masculino al destinatario de la norma implicaba que las mujeres y demás personas estábamos excluidas de las consecuencias jurídicas, es necesario revertir la práctica del lenguaje no incluyente. Si el lenguaje no sexista busca desmontar los estereotipos (entendidos como prejuicios, suposiciones o creencias que sesgan la percepción de una categoría de individuos) y representaciones discriminatorias, el lenguaje incluyente busca nombrar a todas las personas y en última medida, tomar en cuenta sus experiencias. Para ello, busca (entre otras cosas) desmontar el androcentrismo y esencialismo del lenguaje.

El lenguaje androcéntrico se caracteriza por el uso único del genérico del masculino para la conceptualización del universo discursivo. De esta forma, el masculino se erige como sujeto universal. Y sí, el derecho y su conceptualización también son universalizantes y androcéntricas. Bien señaló la Ministra Esquivel Mossa que el único protagonista en el orden jurídico es el hombre. Porque no hace falta indagar mucho para descubrir que buena parte del entramado jurídico está escrito en código masculino (no sobra decir que las estudiosas, teóricas y operadoras jurídicas hasta no hace mucho – y quizá aún- eran mayoritariamente de género masculino). Habilitar o fomentar la creación normativa desde un “género no marcado” (como el masculino) vuelve innecesario nombrar a las demás personas: el masculino abarca a todas, pero paralelamente también las invisibiliza. Un compromiso fuerte con la paridad de género y con la igualdad sustantiva, implica un esfuerzo activo en nombrar a todas las destinatarias de las normas. Si bien, esto simplifica la interpretación normativa, también es fundamental en términos igualitarios: permite nombrar necesidades y crear normas que reviertan estructuras discriminatorias atendiendo a la diversidad de las destinatarias. No es suficiente con que existan disposiciones normativas o entramados materiales que aseguren la igualdad, sino que es necesario que existan definiciones sociales y legales que nos permitan modificar esas estructuras.

Por último, creo que algunas críticas también son necesarias. No dudo en que el avance es digno de reconocerse. Es fundamental establecer que no existe algo como un “sujeto único (en código masculino)” al que el derecho se dirige y que ni la economía lingüística o la técnica legislativa justifican la reincidencia de esta práctica. Sin embargo, me parece que solo hemos ampliado el listado de “sujetos únicos”: el paradigma lingüístico que plantea la Corte sigue respondiendo a términos binarios. Frente al miedo de caer en conceptos totalizadores, hemos ampliado la categoría sin observar la diversidad que ha quedado fuera: ¿el derecho no vela por las personas no binarias? ¿por aquellas que disienten del género? El esencialismo es el gran peligro que corremos al creer que agregando “mujeres” a los textos normativos se estará representando al gran bloque de personas que han quedado fuera del amparo de la igualdad. Repito, el avance es importante. En lo personal, me gusta pensar que las operadoras jurídicas y las sujetas de derecho son mujeres (sí, en plural y reconociendo su diversidad), pero quizá es tiempo de dejar de pensar en términos binarios, que resulten igual de encapsulantes como el “masculino” lo ha sido por tanto tiempo para nosotras, las mujeres cis-género. Si vamos a nombrar, nombremos a todas las identidades. Nombremos a todas las personas.

  1. La tercera fracción del artículo 12 de la Constitución del Estado Libre y Soberano de Puebla dispone que “La interpretación y aplicación de esta constitución y de las leyes y normas del Estado será de forma igualitaria para hombres y mujeres. Lo anterior, sin perjuicio de la utilización del género masculino para la construcción gramatical del texto legal”.
  2. Véase Estela Serret, El género y lo simbólico: la constitución imaginaria de la identidad femenina (2001).