La Convención Americana y su aplicación por los jueces chilenos
¿Es necesario el control de convencionalidad?
Pablo A. Cornejo
Desde que en el año 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (“CIDH”) dictara la sentencia en el caso Almonacid Arellano con Chile, se ha tendido a posicionar un nuevo entendimiento del rol que le corresponde al tribunal en el marco del sistema interamericano de derechos humanos, el cual reconoce como uno de sus elementos centrales la doctrina del control de convencionalidad (“control”). De creación estrictamente jurisprudencial —como se ha destacado por la doctrina crítica, no existe disposición alguna en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (“CADH” o “Convención”) que la reconozca— se presenta como un mecanismo de control del derecho interno frente a las obligaciones internacionales que los Estados partes de la Convención.
Destacando esos elementos, el control de convencionalidad ha sido definido como “…la comparación que la Corte Interamericana realiza por sí misma y que también ordena hacer a los jueces nacionales, entre la Convención Americana y los demás tratados de derechos humanos del sistema interamericano que le otorgan competencia, tal como son interpretados por ella, y las norma internas de cada país, a fin de hacer primar las disposiciones internacionales sobre las nacionales, a menos que desde su perspectiva, esta últimas protejan mejor los derechos humanos que aquellas, en virtud del principio pro homine.” (Silva, 2018, pp. 719-720).
Para un sector de la doctrina internacional —que ha sido respaldada por la más reciente línea jurisprudencial de la Corte— la tesis del control se funda en el deber que tienen los Estados de promover y proteger los derechos amparados por la Convención, a la luz de lo dispuesto en los artículos 1 y 2 CADH; y de las reglas generales sobre respeto de los tratados, recogidas en los artículos 26 —pacta sunt servanda— y 27 —imposibilidad de invocar el derecho interno— de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de 1969 (“CV”). Sobre esa base, la jurisprudencia de la Corte ha reivindicado la posición que el Convenio le confiere en cuanto intérprete y aplicador de sus disposiciones (art. 61.3 CADH) y el carácter vinculante que se reconoce a sus decisiones (art. 68 y 69 CADH) para efectos de sostener una interpretación que busca extender la esfera de sus atribuciones (Ferrer, 669-670), hacia el ámbito de la creación de nuevas reglas.
De esta manera, junto al tradicional efecto procesal de la res iudicata, aparece una nueva res interpretata que refleja la eficacia erga omnes de las sentencias dictadas por la Corte hacia todos los Estados parte de la Convención, “…en la medida en que todas las autoridades nacionales quedan vinculadas a la efectividad convencional y, consecuencialmente, al criterio interpretativo establecido por la Corte IDH, en tanto estándar mínimo de efectividad de la norma convencional, derivada de las obligación de los Estados de respeto, garantía y adecuación que establecen los artículos 1° y 2° de la Convención Americana” (Ferrer, 657), pasando a ser norma convencional interpretada (662) de una manera que adquieren el mismo grado de eficacia del texto convencional (672).
Como consecuencia de ello, los jueces domésticos pasan a convertirse en los primeros guardianes de la Convención (Silva, 2018, 720), debiendo controlar las normas internas a la luz de los imperativos de protección que resultan de la Convención y del resto del material normativo controlante —interpretado siempre por la propia Corte—, de una manera en que se propicia el efecto multiplicador de las sentencias dictadas por la CIDH por todo el continente. Así, se obtendría una mayor eficacia del derecho internacional, desde el momento que se aseguraría su capacidad de influir en la política interna de los Estados, valiéndose de los tribunales domésticos y sus facultades coercitivas (Fuentes y Pérez, 124).
Si bien se trata de una tesis “bienintencionada”, en cuanto pretende maximizar la protección de los derechos humanos dentro del sistema interamericano, a partir de la aplicación de la Convención por parte de los tribunales domésticos y de evitar así los problemas prácticos que tiene la Corte para conocer de un creciente número de denuncias, no pueden pasar inadvertidas las dificultades que implica su plena recepción. La primera, y quizás la más relevante desde una perspectiva práctica, es el excesivo “voluntarismo” que se nota en su construcción, sobre todo cuando se contrasta con el elevado número de incumplimientos o de cumplimientos parciales que presentan las decisiones de la Corte. En este sentido, como bien ha constatado Silva, la Corte no cuenta con las herramientas para obligar a los Estados a que acaten sus fallos, lo que da cuenta de que nos encontramos ante una construcción demasiado teórica (2018, 732-733).
Con todo, más allá de ello, nos interesa destacar en el presente comentario los problemas normativos que presenta la doctrina del control, sobre todo cuando se analiza conforme con las reglas propias de los sistemas en que incide.
En efecto, como se anticipó, la obligación de efectuar un control no se encuentra establecida en ninguna disposición de la CADH (Fuentes y Pérez, 130) y sólo reconocería su origen primario en el genérico deber que tienen los Estados de hacer efectivas las normas de la Convención (131). Esa circunstancia —que por sí sola permite dar cuenta del déficit de fundamentación que presenta la tesis— se ve agravada si consideramos la falta de sustento que presenta el segundo fundamento que se ha invocado en su desarrollo, como es la posición institucional de la Corte en el sistema interamericano de derechos humanos. En este sentido, basta con revisar la Convención para advertir que esta no presenta normas especiales en lo que concierne a la interpretación de sus disposiciones, que permita conferir a la CIDH una posición institucional que le permita “crear” normas jurídicas de alcance general, desarrollando y actualizando el contenido de la CADH. Por el contrario, los artículos 61.3, 68 y 69 CADH son reglas que se entienden mejor desde la perspectiva de la función adjudicadora, en cuanto confieren competencia a la Corte para conocer de cuestiones en que esté involucrada la interpretación de la Convención y posteriormente dan fuerza vinculante a sus sentencias.
Más aún, la ausencia de funciones normativas reconocidas a la CIDH en la Convención se encuentra en línea con el desarrollo general del derecho internacional en lo que respecta a la interpretación de las fuentes convencionales, las cuales tienden a centrarse en el entendimiento que le han conferido sus propios destinatarios —los Estados—, sea a través de las razonables expectativas que tenían quienes los suscribieron acerca de la aplicación de sus disposiciones —acorde con la buena fe y el sentido corriente de sus términos, de acuerdo al artículo 31 CV—, sea a través de la práctica que han desarrollado en cumplimiento de sus disposiciones, acorde con lo dispuesto en el artículo 31.3 CV. Por el contrario, si atendemos a lo dispuesto en el artículo 38 de los Estatutos de la Corte Internacional de Justicia, las decisiones judiciales sólo tienen el carácter de regla auxiliar para la determinación de las reglas de derecho, encontrándose al mismo nivel que las doctrinas de los publicistas de mayor competencia de las distintas naciones. Frente a este panorama, resultaría esperable que una cláusula que confiera a la Corte los poderes que ella misma se arroga haya sido a lo menos aceptada por los Estados de manera tácita (Silva, 2016, 106-107), lo que no ha ocurrido.
Sin embargo, lo que resulta más complejo del análisis son las proyecciones hacia el derecho interno que se plantean a partir de la aplicación de la doctrina del control. Lo anterior, por cuanto si bien se busca la existencia de un diálogo entre los sistemas —en una tesis cuya propia aceptación supone que sea posible afirmar una vigencia diferenciada entre el derecho internacional y el nacional—, en último término se termina por subsumir al segundo dentro del primero. Precisamente, ese es el efecto que tiene la atribución de un sentido de material normativo controlante a las normas internacionales.
Ahora bien, esta situación resulta problemática —a su vez— por dos razones. La primera, por cuanto ello implica resolver desde una perspectiva internacional, un problema que en realidad es de derecho interno, como es la autoejecutabilidad del tratado —esto es, su aplicación directa por parte de los operadores jurídicos nacionales, sin necesidad de una norma interna que lo complemente—, y su posición dentro del ordenamiento jurídico nacional. Como bien han observado Fuentes y Pérez, las consecuencias prácticas de la supralegalidad de los tratados están condicionadas en último término a su autoejecutabilidad (134), cuestión que sólo puede ser resuelta por las reglas de reconocimiento del derecho interno. La segunda, por cuanto la sola aceptación del material normativo internacional por parte del derecho nacional no implica una atribución de competencia de una autoridad en específico, máxime cuando ello se superpone con otras situaciones institucionalmente problemáticas, como son la existencia de un control difuso o concentrado de la ley.
En lo que concierne al primer punto, creemos que la situación puede ser resuelta desde la perspectiva del derecho chileno a partir de lo dispuesto en el artículo 5 inc. 2° de la Constitución. Sobre esa base, bien podría entenderse que los jueces internos chilenos tienen la obligación de aplicar la Convención como una parte del derecho interno nacional, por el hecho de estar incorporado en el bloque de constitucionalidad. Como puede fácilmente advertirse, esta solución no implica reconocer a nivel interno la tesis del control de convencionalidad, toda vez que, por una parte, el material normativo que sirve para efectuar el control se encontraría claramente delimitado a la Convención, sin conferir un carácter vinculante a la interpretación que de la misma ha sostenido la Corte —cuestión que, por lo demás, nos parece más acorde incluso con el rol institucional que tiene la CADH en el sistema de fuentes internacionales—; en tanto que, por otra, la Convención estaría siendo interpretada y aplicada por parte de los jueces chilenos como parte del ordenamiento jurídico chileno, lo que implica un sometimiento a las reglas internas.
Sobre el segundo punto, creemos que la cuestión debe ser resuelta por los jueces chilenos a partir de la aplicación de las reglas propias del proceso de adjudicación. En este sentido, no parece necesario invocar la tesis del control en un sentido fuerte (Silva, 2016, 104) para afirmar la facultad de inaplicar una norma de derecho interno que tendrían los jueces chilenos, toda vez que los criterios generales de resolución de antinomias reconocidos por el sistema ordenan preferir la norma de mayor jerarquía, cuestión que podría beneficiar a la Convención, atendida su participación en el bloque de constitucionalidad chileno. De la misma forma, la existencia de un deber hacia el juez de aplicar de oficio la Convención no debe ser resuelto por vía de recurrir al control —cuestión que se encontraría en tensión con el principio de legalidad en el plano interno (Silva, 2016, 105) y que importaría una aplicación de la Convención que no reconocería los límites dados por las respectivas competencias internas y normas procesales—, sino a través de las propias reglas procesales internas, en particular aquellas que le permiten en determinadas ocasiones a los jueces incorporar en un proceso pretensiones no deducidas por las partes —actuación de oficio stricto sensu—, o bien incorporar el material normativo que sustente la decisión pese a no ser invocado por las partes, en virtud del principio iura novit curia.
Como consecuencia de lo anterior, consideramos que el reconocimiento y la protección de los derechos fundamentales reconocidos por la Convención por parte de los jueces chilenos no requiere la aceptación de una tesis como la sostenida por el control. En este sentido, son suficientes las reglas generales que permiten comprender el ordenamiento jurídico chileno para efectos de dar eficacia a sus disposiciones, de una manera que resulta concordante con la aplicación del resto de las normas que integran el bloque de constitucionalidad nacional. Por el contrario, la aceptación de la tesis del control resulta disruptiva, no sólo por su falta de sustento normativo —cuestión que se puede apreciar incluso desde la perspectiva de la aplicación de las normas internacionales en que supuestamente se sustenta—, sino sobre todo por sus consecuencias institucionales. Lo anterior, se puede apreciar sobre todo si consideramos el déficit democrático de que adolece una solución que pretende conferir el carácter de máximo intérprete —con amplias potestades normativas— a un tribunal que carece de legitimidad frente a quienes se verán afectados por sus decisiones.
Bibliografía
Ferrer, Eduardo (2013): “Eficacia de la sentencia interamericana y la cosa juzgada internacional: vinculación directa hacia las partes (res judicata) e indirecta hacia los estados parte de la Convención Americana (res interpretata) (Sobre el cumplimiento del caso Gelman vs. Uruguay)”, Estudios Constitucionales, Año 11, N°2, pp. 641-694.
Fuentes, Ximena y Pérez, Diego (2018): “El efecto directo del derecho internacional en el derecho chileno”, Revista de Derecho Universidad Católica del Norte, Año 25, N°2, pp. 119-156.
Silva, Max (2018): “Es realmente viable el control de convencionalidad?”, Revista Chilena de Derecho, vol. 45, N°3, pp. 717-744.
Silva, Max (2016): “Control de convencionalidad interno y jueces locales: un planteamiento defectuoso”, Estudios Constitucionales, Año 14, N°2, pp. 101-142.