México: La crisis constitucional de 2021
Lic. Raymundo Manuel Salcedo Flores
El concepto de crisis constitucional no es novedoso, se ha hablado ampliamente de la crisis constitucional británica en 1936, con la abdicación de Eduardo VIII; sin embargo, poco se ha escrito sobre el concepto de crisis constitucional en nuestro país. Una crisis es definida como una situación mala o difícil, la cual puede devenir en un cambio profundo y de consecuencias importantes; y si esa situación difícil está relacionada con la Constitución, entonces tendremos una crisis constitucional.
Ferdinand Lasalle definía a la Constitución como la sumatoria de los factores reales de poder; en aquél entonces ejemplificaba al rey, la iglesia, los obreros, los empresarios, etcétera, como esas pequeñas partes de constitución que son los factores reales de poder. Hoy, en México, esos factores reales de poder son —por supuesto— los poderes legalmente constituidos (ejecutivo, legislativo y judicial); pero además los organismos constitucionales autónomos, el sector empresarial, el sector campesino, el sector obrero, los sectores religiosos (aunque no nos guste en un país que se profesa laico), y un largo etcétera en el que podríamos incluso incluir al crimen organizado.
El simple conflicto entre poderes y entes públicos es una controversia constitucional, bien definida y reglamentada por la propia constitución, e incluso las diferencias entre los ciudadanos y el poder público se dirimen a través de los canales constitucionalmente establecidos (como lo es el juicio de amparo), pero cuando el conflicto es entre los factores reales de poder, los que entran en conflicto no sólo entre sí mismos sino con la Constitución que existe, impulsando posibles cambios en ella, entonces se está ante una crisis constitucional.
En 1917, después de un tortuoso proceso revolucionario (que pocos historiadores dan por concluido en aquel año, dicho sea de paso), se promulgó en México una nueva constitución, que reformaba el orden constitucional de 1857, pero que además recogía muchas de las demandas de la multitud de movimientos revolucionarios que se presentaron en aquella década.
Principios como la no reelección, el reparto de tierras a los campesinos, la reglamentación constitucional del trabajo fueron algunas de las grandes innovaciones que la constitución de 1917 trajo al orden jurídico nacional. El régimen resultante de la revolución trajo consigo una renovada era de autoritarismo mezclado con las promesas de la Revolución. Los gobiernos que siguieron se consideraron herederos de la lucha revolucionaria, por lo menos hasta la presidencia de Miguel de la Madrid entre 1982 y 1988.
En este lapso, la figura omnímoda del presidente de la república permitía que, en la práctica, fueran prácticamente nulas las crisis constitucionales. Como bien lo refería el doctor Jorge Carpizo, el presidente contaba con facultades metaconstitucionales, que le permitían ejercer un poder mucho más amplio que el que se contenía en la Constitución. Quizá la primera crisis de tipo constitucional en todo ese largo período fue el intento de reelección de Álvaro Obregón en 1928, en donde el factor real de poder llamado presidente electo entró en conflicto con la idea de la no reelección. Esa crisis culminó con el asesinato de Obregón y la proscripción de la reelección en México en el inicio del Maximato. Habrían de pasar cuatro décadas antes de que otra crisis de tipo constitucional se presentara en nuestro país.
En 1968, el movimiento estudiantil se convirtió en un movimiento social que pretendía cambios profundos en el sistema jurídico, político, económico y social de nuestro país; los factores reales de poder en conflicto fue el sector obrero y el sector estudiantil contra el poder que detentaba Gustavo Díaz Ordaz en ese momento. El resultado de esa crisis constitucional fue una de las represiones más recordadas en nuestro país y el inicio de la llamada Guerra Sucia, de la cual surgió un papel cada vez más activo de la sociedad civil, que poco a poco se organizaría en nuevos partidos políticos y lograría conquistas históricas como la institución de legisladores plurinominales en la década de 1970, que se crearon con la intención de representar a las minorías. Años más tarde, el fantasma de la crisis constitucional regresó.
La crisis política de 1988 escaló a terrenos insospechados cuando se hizo el intento de impedir que Carlos Salinas de Gortari rindiera la protesta de ley dadas las acusaciones de fraude que existieron en el proceso electoral de aquel año. El factor real de poder llamado Partido Revolucionario Institucional entró en conflicto consigo mismo, de ahí la escisión de ese ente político para dar pie a la fundación del PRD. De esa crisis constitucional, nació en 1990 el Instituto Federal Electoral, que en 1991 celebró su primer proceso electoral federal; es decir, en esa crisis constitucional México vio nacer otro factor real de poder: el IFE.
Pasarían casi dos décadas y otra crisis política, con el fantasma del fraude electoral, colocó la primera mancha en el flamante Instituto Federal Electoral. 2006 supuso también una crisis constitucional derivada de una crisis política; ahora en forma de la “nulidad abstracta” que se presentaba como una opción al cúmulo de irregularidades en el escrutinio y cómputo de los votos y ante los resultados tan cerrados en aquella elección, donde un error humano de un voto en cada casilla a nivel nacional habría hecho cambiar el resultado de la elección.
El factor real de poder llamado Instituto Federal Electoral entró en conflicto con un amplio sector de la población que consideraba que había habido fraude en aquellas elecciones. Si esas elecciones fueron o no fraudulentas, no es materia de este análisis, pero a quien esto escribe le parece que, dado lo cerrado de los resultados, la forma idónea de haber disipado toda duda sobre esa elección era un recuento total de votos, y una profunda reforma constitucional para implementar mecanismos que impidieran resultados tan cerrados en una elección presidencial, como lo podría ser la segunda vuelta electoral.
La crisis de 2006 se resolvió de forma tibia, creando nuevas causas de nulidad de una elección, pero sin establecer una alternativa ante una elección tan cerrada. Aún hoy podría volverse a presentar un escenario en la diferencia entre el primero y el segundo en una elección se cuente en fracciones de punto porcentual. (En 2006 la diferencia entre el primero y el segundo fue sólo 0.56%).
Hoy, en 2021 vivimos una nueva crisis constitucional; ahora no está derivada de un proceso electoral, pero sí de la puesta a prueba de nuestro sistema de pesos y contrapesos y del principio de no reelección. Una crisis constitucional en un país que tiene un sistema de pesos y contrapesos heredado de un tiempo en que el presidente era omnipotente.
La crisis constitucional de 2021 contrapuntea al factor real de poder llamado presidente de la República con los organismos constitucionales autónomos y un sector de la población (qué tan amplio, lo veremos en las urnas el próximo 6 de junio), que considera que el partido en el poder pretende concentrar en la figura del presidente más poder del que debería de tener. Un sector que ve regresión en las medidas que pretenden eliminar los organismos autónomos, uno que ve atentados contra las instituciones democráticas en las iniciativas que se han presentado al Congreso y en los ajustes presupuestarios que la actual administración ha realizado al gasto público.
No ha de olvidarse, sin embargo, que el ciudadano que hoy habita en palacio nacional llegó allí respaldado por 30 millones de votos, quienes (no de forma homogénea, por supuesto), decidieron darle su confianza para dirigir al país en lo que él mismo denominó “la cuarta transformación de la vida pública de México” (lo que sea que eso quiera significar); y que esa cifra de 30 millones lo convirtió, por mucho, en el presidente más votado de la historia y el primero en 30 años en obtener más del 50% de los votos en una elección presidencial.
Quizás esta es la primera vez que la crisis constitucional se ha presentado antes de la jornada electoral; en un momento histórico en el que podemos decidir sobre cuál es la solución que pretendemos dar a esa crisis. En 2018 la voz en las urnas fue contundente en la necesidad de un cambio; en 2021 tenemos la oportunidad de asimilar cuáles son los resultados que ha dado la actual administración y si queremos realmente que las cosas vayan en esa dirección.
El manejo de la pandemia en curso, el proceso de vacunación, el incidente ocurrido hace unos días en la línea 12 del metro de la Ciudad de México, la cancelación del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, la construcción del aeropuerto Felipe Ángeles, la construcción de la refinería de Dos Bocas, entre otras muchas cosas nos permiten preguntarnos ¿ese es el rumbo que debería tomar la crisis constitucional en curso? Y en todo caso, ¿podemos —y queremos— dar un golpe de timón?
Las crisis constitucionales no están —no deben estar— en manos de los poderes públicos, pues por definición deben estar en manos de los factores reales de poder, y uno de ellos somos precisamente cada uno de los electores; podemos decir que cada ciudadano es depositario de una fracción (pequeña, sí, pero fracción al fin) de Constitución, al ser nosotros un factor de poder preponderante en un país democrático. La elección intermedia que se avecina es el momento perfecto decidir la forma de resolver esta crisis constitucional.
El 6 de junio nuestra decisión es crucial; pues es el momento en el que podremos dar un voto de confianza al gobierno en turno —si es lo que deseamos, claro está— o bien uno de no confianza; en el primer caso, el electorado decidirá que el partido del presidente tenga la mayoría en la Cámara de Diputados y que continúe con las políticas públicas que ha desarrollado, llegando incluso a reformar nuestra Constitución; en el segundo caso el electorado elegirá fragmentar el poder de la Cámara de Diputados para obligar al partido en el poder a negociar con otros partidos políticos las posibles reformas que impulse, en cuyo caso será una manera de poner un “freno de mano” al gobierno actual.
Depende de nosotros.