Tareas pendientes en el sistema jurídico mexicano
Lic. Raymundo Manuel Salcedo Flores
El pasado 20 de septiembre, el Estado Mexicano recibió una condena por parte de un tribunal arbitral como consecuencia de un caso que poco ha trascendido en los medios de comunicación no jurídicos, conocido como Lion v. México.
Relatada en el reciente artículo del jurista Luis Jardón[1] para la revista Nexos, la historia del caso es la historia de muchos litigios en México; un emplazamiento defectuoso, un juicio en rebeldía con un cúmulo de irregularidades que derivaron en una sentencia en contra y un exceso de formalismos procedimentales que impidieron a una de las partes obtener una sentencia que en efecto estudiara sus defensas más fundamentales.
Ese proceso judicial retrata de cuerpo entero que el acceso a la justicia en México no siempre está al alcance ni siquiera de las grandes corporaciones, y que si los juristas de este país buscamos algún culpable sobre esos graves problemas que aquejan a la administración de justicia en México, sólo basta con mirarnos en el espejo.
Esa condena al Estado Mexicano es un recordatorio de que tenemos tareas pendientes en el sistema jurídico mexicano; una de ellas es la implementación del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares, cuya expedición se previó en la Constitución desde 2017 y a la fecha no existe avance significativo alguno dentro del poder legislativo para impulsar su implementación. Aunado a ello, los Estados perdieron posibilidad de adecuar o modificar sus códigos procesales civiles y familiares por virtud de esa reforma, de tal suerte que, al menos desde 2017, ninguno de los estados ni la Ciudad de México, pueden modificar ni una coma a sus legislaciones en materia de procesos civiles y familiares.
La tan anunciada reforma que implementaría la oralidad a los juicios civiles en México ha quedado relegada a ese limbo que conocemos como “congeladora legislativa”; pues la agenda de los políticos en México no contempla la expedición —al menos en el corto plazo— de la legislación correspondiente.
La forma de pedir justicia en México ha devenido de una larga tradición de formalismos y formulismos procesales que en ocasiones se han vuelto ridículos obstáculos para uno de los derechos más preciados de las democracias modernas: el acceso a la justicia; demandas enormes que exponen capítulos de procedencia de la vía y de la acción, que utilizan un lenguaje churrigueresco y en ocasiones decimonónico para expresar la tan anunciada causa de pedir.
Estas demandas extensas y abigarradas son el resultado —en parte— de una política procesal que privilegia la forma sobre el fondo; que desecha demandas a la menor provocación y que —en algunos casos— aplica el tan conocido “si no le gusta, recurra”.
En otra parte, la forma tan arcaica de pedir justicia en México obedece a una educación jurídica basada en aprender esos formalismos y formulismos por encima del fondo de la solución de las controversias; la educación que se da a los estudiantes en las facultades de derecho en México difícilmente implica la práctica de la solución de conflictos y el estudiante aprende conceptos que debe memorizar para poder pasar el examen correspondiente; de tal manera que en ocasiones las decisiones judiciales y los escritos procesales parecen cátedras de derecho en vez de tratarse de una petición o resolución legítima del conflicto.
Esto provoca la existencia de expedientes interminables en donde muchas veces no se resuelve el fondo del asunto. La idea de implementar los juicios orales en materia civil es precisamente terminar con esa forma de impartición de justicia, procurando la inmediación y la inmediatez de las resoluciones, la agilidad de las decisiones y de la argumentación. Se ha vendido a esta forma de juicio como la panacea desde su implementación en materia penal en 2008 (algunos estados incluso implementaron esa forma de juicio desde 2005 y 2006 y otros más esperaron a la plena entrada en vigor de esa reforma en 2016).
Lo cierto es que, aunque el sistema de impartición de justicia cambiara a uno donde verdaderamente prevalezca la oralidad (no es de olvidar que la mayoría de los códigos de procedimientos civiles y familiares establecen la oralidad como principio, en un claro ejemplo de lo que García Máynez llamaba derecho vigente pero no positivo), no cambiará sustancialmente las cosas si se continúa impidiendo de forma sistemática el acceso a la jurisdicción.
En alguna ocasión en Estados Unidos una persona demandó a dios (sí, a dios) y la corte admitió esa demanda, en un ejemplo de cómo en el vecino del norte es posible demandar literalmente por cualquier cosa y a cualquier ente. Quizás es exagerado pensar en que las puertas de los procesos se abran a cualquier causa por más ridícula que pueda parecer, pero sí es válido pensar que cualquier persona pueda demandar a otra y que el fondo de esa controversia sea efectivamente resuelto.
La otra cara de la moneda tiene que ver con el gremio de los abogados postulantes, que en ocasiones incurren en prácticas desleales para obtener una resolución favorable. El caso de Lion v. México dejó en claro cómo los abogados de los inversionistas mexicanos falsificaron documentos y los presentaron en juicio, e incluso se presentó una demanda de amparo apócrifa que fue abandonada tan pronto se interpuso; lo que provocó que la sentencia causara estado. Esto evidencia una serie de prácticas desleales y poco éticas que se dan día a día en los tribunales mexicanos.
Lejos de las conductas jurídicamente reprobables que se pueden advertir de ese caso, lo cierto es que la ética profesional de los abogados postulantes no siempre está bien cimentada; puesto que, aunque toda persona tiene derecho a ser defendida por un abogado, esto no significa que el abogado deba recurrir a prácticas moralmente cuestionables para obtener una sentencia favorable; pues no se trata de aplicar la máxima de “el fin justifica los medios”, frase que dicho sea de paso, nunca escribió el florentino Nicolás Maquiavelo, a quien se le ha atribuido erróneamente.
En conclusión; hay tres grandes problemas de fondo dentro de la impartición de justicia, una atañe a nuestros legisladores federales, que no han hecho el más mínimo esfuerzo por expedir el Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares, dejando en un estado de pausa a las legislaciones procesales locales que no pueden ser modificadas porque los congresos estatales han perdido potestad para hacerlo.
El segundo problema está en los tribunales, tanto federales como locales —con sus honrosas excepciones, por supuesto— los que, a pesar de que tiene cuatro años en vigor la reforma constitucional que estableció la necesidad de privilegiar el fondo sobre la forma, continúan privilegiando la segunda por encima del primero, en una forma de impartir justicia que deriva en aplicación a rajatabla de los formalismos y formulismos procedimentales.
El tercer gran problema está en los abogados postulantes, que por un lado congestionan los tribunales con demandas inmensas y planteamientos que más bien parecen cátedra de derecho y no un efectivo planteamiento jurídico práctico, y por otro incurren —también con sus honrosas excepciones, claro está— en prácticas desleales que van desde falsificar documentos, pasando por soborno de peritos y testigos, y llegando incluso hasta la suplantación de personas.
La implementación de los juicios orales puede ayudar a solucionar el primero de esos problemas y con un poco de capacitación y buena voluntad, quizá el segundo de ellos, pero el tercero es tarea de los postulantes, que continúan sintiéndose ofendidos cada vez que se habla mal del gremio, pero a la vez incurren en prácticas desleales y antiéticas con una espantosa frecuencia.
- Luis Jardón, Lion vs. México: una condena internacional a las malas prácticas del poder judicial mexicano, Nexos: el juego de la suprema corte, México, 3 de noviembre de 2021, recuperado de https://eljuegodelacorte.nexos.com.mx/lion-vs-mexico-una-condena-internacional-a-practicas-enraizadas-de-los-poderes-judiciales-mexicanos/ el 9 de noviembre de 2021. ↑