La literatura sobre el acoso sexual como un mecanismo de discriminación por razones de género comenzó a gestarse de forma paralela al auge de la judicialización de casos de acoso y hostigamiento laboral en los años setenta, en Estados Unidos. Una vez que Catharine Mackinnon proporcionó en 1979 una teoría socio-legal basada en la noción de que el acoso sexual laboral constituía una forma de discriminación por razones de género, siguieron una serie de litigios estratégicos que buscaban un pronunciamiento de las Cortes estadounidenses en este sentido (Benson y Thompson, 1982).[1] El argumento tomaba como premisa que la coerción a la que las mujeres se veían sometidas era parte de un sistema de relaciones sexuales y de género que generaban dependencia económica. Al ser reforzada por roles reproductivos asociados a las mujeres, decantaban en la subordinación social de las mujeres como clase. Bajo esta premisa, fue conceptualizado el acoso sexual como aquellas conductas y avances masculinos no solicitados y no recíprocos hacia mujeres, donde tenía mayor impacto su rol como mujeres que su calidad de empleadas o trabajadoras (MacKinnon y Siegel, 2004).
Debido a que el argumento únicamente consideraba la dimensión sexual del comportamiento no deseado, se señaló que el acoso también podría tener una dimensión sexista que tuviese como objetivo la preservación de los beneficios de los hombres en el ámbito laboral. De esta forma, mediante la creación de un ambiente hostil y de la institucionalización y réplica de estereotipos de género, se preservaba una dominación masculina (Schultz, 1998). El argumento posteriormente fue expandido a espacios universitarios.
De esta forma, es necesario reconocer que las instituciones de educación son espacios “generizados” que, debido a su institucionalización y diseño “producen y reproducen relaciones de poder que tienen un efecto en la desigualdad de género” (Guinot, 2019). A pesar de que hoy en día no existe alguna estipulación que imponga una restricción formal al derecho a la educación, los sistemas socioculturales machistas, la naturalización de los roles de género y una percepción sesgada basada en el género tienen como efecto producir un ambiente discriminatorio que puede derivar en acoso y hostigamiento sexual y sexista (Bourne y Wikler, 1978). En este sentido, la experiencia de acoso sexual, por sí misma, es un indicador conclusivo de que los profesores, administrativos y estudiantes hombres siguen estableciendo un patrón y definición sexual basada en el género en las profesoras, administrativas y estudiantes (Benson y Thompson, 1982).
Las condiciones habilitadoras de esta violencia son un sistema de relaciones sociales con roles de género definidos y la feminización de la inequidad. A esto lo fortalecía la expectativa por parte de los acosadores de no recibir un castigo por el avance no deseado, toda vez que un sistema de valores y un imaginario patriarcal les inhibía de considerar la dimensión discriminatoria de la conducta. Ese mismo sistema, la impunidad y las relaciones de poder recíprocamente se alimentaban: las mujeres tampoco contaban con medios legales, institucionales ni sociales para hacer valer sus reclamos o para enunciar un rechazo tajante.
En el marco del derecho constitucional y convencional mexicano, la perspectiva que encuadra el acoso sexual en el contexto escolar como una vertiente de la discriminación, no ha tenido suficiente ampliación y teorización. Sin embargo, el caso Albarracín y otras Vs. Ecuador, resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos el 24 de junio del presente año arroja luz sobre el estándar que se debe seguir al momento de conceptualizar y encuadrar el acoso escolar. El caso en comento aborda actos de violencia sexual contra una adolescente, perpetrados por el Vicerrector de la institución educativa estatal a la que asistía. La Corte IDH analizó las violaciones a los derechos humanos que un acto de violencia sexual conlleva cuando se lleva a cabo por un directivo escolar. Consideró que la violencia tuvo lugar mediante el aprovechamiento de una situación de vulnerabilidad y de una relación de poder, inserta en una condición sistémica de machismo y estereotipos de género, que lesionó sus derechos fundamentales (p. 41).
En el caso en cita, la Corte IDH estableció que la “violencia que se dirija contra una mujer por el hecho de ser mujer o aquella que se sufra de forma desproporcionada, constituye una forma de discriminación contra las mujeres” (p. 34). Así, las actitudes y estereotipos que encuadran a la mujer en una posición subordinada son prácticas discriminatorias.
Además de encuadrar el acoso sexual y sexista a la luz de la discriminación de género, la resolución resulta un gran avance para la consecución de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, al establecer como parte fundamental del derecho a la educación la inclusión de educación sexual y reproductiva. Concretamente se busca que las niñas y adolescentes reciban educación sobre la sexualidad y la reproducción que sea integral, que no sea discriminatoria, que esté basada en pruebas, sea científicamente rigurosa y que esté pensada según la edad de las estudiantas. De esta forma, se proporciona a las niñas y adolescentes las herramientas para poder decidir y elegir de forma libre y responsable, sin violencia, coacción ni discriminación, con respecto a los asuntos relativos al propio cuerpo y la propia salud sexual y reproductiva. Concretamente relacionado con el acoso y abuso sexual, se busca proporcionar herramientas para que las niñas y adolescentes puedan comprender y denunciar el abuso. Paralelamente, implica la garantía de una educación libre de violencia sexual y sexista.
Albarracín y otras Vs. Ecuador también deja en claro que la forma y espacios en que operan los estereotipos de género son múltiples. En un primer momento, son un mecanismo para poner a las mujeres estudiantes (aunque puede ser generalizado para profesoras y administrativas) en una posición de vulnerabilidad que, aunada a una condición estructural discriminatoria y a relaciones de poder institucionales, habilita la ocurrencia de casos de acoso. Socialmente, fomentan la percepción colectiva de que las alumnas tienen “responsabilidad en el caso y el abuso sexual” por considerar que ellas provocan o aceptan las conductas sexuales. Aunado a ello, existe la tendencia de minimizar el problema o desconocer los efectos, negando los casos o no conceptuando algunas prácticas de profesores, administrativos y compañeros como parte del abuso y acoso (Cevallos y Sánchez, 2004; Velásquez y Vargas, 2001). A nivel institucional, los efectos de los estereotipos también llegan a las Cortes. La minimización y normalización del acoso y abuso sexuales provocan que los juicios se lleven a cabo y resuelvan de forma discriminatoria, sin reconocer las diferentes formas de opresión y vulnerabilidad en que se encontraban las víctimas.
La sentencia es fundamental debido al alcance que puede tener a nivel regional: pone en descubierto que el sistema educativo ha fallado para garantizar una educación libre de violencia sexual para las niñas y mujeres, pero también la condición sistemática que tienen el acoso y abuso sexual y sexista en los espacios universitarios. Al establecer la obligación de que los Estados incorporen a los planes educativos la educación sexual y reproductiva, estamos un paso más cerca de la autonomía sobre nuestros cuerpos. La materialización de esta obligación, acompañada de la adopción de medidas para prevenir acoso y abuso sexual y la implementación de medidas positivas para erradicar los roles de género en instituciones educativas, será un gran paso para que las niñas y adolescentes latinoamericanas puedan estudiar y vivir una vida libre de acoso y abuso sexual y sexista. Esperemos que este futuro llegue pronto.
CIDH (2018) Informe No. 110/18, Caso 12.678 Fondo. Paola del Rosario Albarracín Guzmán y familiares.
Corte IDH, Caso Guzmán Albarracín y otras vs Ecuador, (Fondo, Reparaciones y Costas), Sentencia del 24 de junio de 2020.
Schultz, V. (1998). Reconceptualizing Sexual Harassment. The Yale Law Journal, 107(6), 1683. doi:10.2307/797337.
Cevallos, C., Maluf, A., Sánchez, J., y W. (2004). Análisis situacional de la juventud en el Ecuador. Banco de México. Retrieved from https://books.google.com.mx/books/about/An%C3%A1lisis_situacional_de_la_juventud_en.html?id=GgeaAAAAIAAJ&redir_esc=y.
Benson, D. J., y Thompson, G. E. (1982). Sexual Harassment on a University Campus: The Confluence of Authority Relations, Sexual Interest and Gender Stratification. Social Problems, 29(3), 236-251. doi:10.2307/800157.
Guinot, H. V. (2019). Las universidades frente a la violencia de género. El alcance limitado de los mecanismos formales. Revista Mexicana De Ciencias Políticas Y Sociales, 65(238). doi:10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.68301
[1] (Véase MacKinnon, 1979; Mackinoon y Siegel, 2004)