Activismo constitucionalizado | Paréntesis Legal

Dr. Francisco Castellanos Madrazo

En el horizonte de la función judicial hemos presenciando desde hace décadas el debate entre el originalismo y el activismo judicial, que se han presentado como corrientes contrarias que perfilan la manera en cómo debe ser interpretada la Constitución por los tribunales, especialmente, por los que ejercen jurisdicción constitucional.

 

El originalismo como corriente de hermenéutica constitucional defiende la idea de que, al interpretar la norma suprema, es necesario respetar el significado original de los padres fundadores –Framers-, como se conoce a los miembros de la Asamblea Constituyente de los Estados Unidos de América. Voces como la del extinto justice Scalia, explican que el originalismo contempla a la Constitución como un estatuto y les da el significado a las palabras tal y como se entendían en el momento en que ella fue promulgada, sin importar si los padres fundadores tenían un significado secreto en mente cuando adoptaron esas palabras, sino que deben tomarse como eran para las personas en los Estados Unidos cuando se promulgó la Constitución.

 

Por su parte, el justice Thomas, uno de los ministros más conservadores en la actual Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos de América, defiende también el textualismo, es decir, el exacto fraseo de la Constitución, pero en el tema del límite a la jurisdicción constitucional es mucho más estricto que Scalia. Thomas sigue un originalismo extremo, según el cual, la jurisdicción constitucional creada en Marbury vs. Madison, es una interpretación no originalista del texto adoptado en 1787, por lo que la judicial review y la posibilidad de declarar la inconstitucionalidad de una ley son en sí mismas, ya una extralimitación de las facultades de la Corte, de manera que, aunque se acepte la autoridad del precedente sentado por el justice Marshall, el control judicial de la ley debe ser ejercido con cautela.

 

Por el otro lado, la corriente analítica que postula el activismo judicial, defiende la legitimidad de los tribunales para realizar una interpretación extensiva de la Constitución, bajo la idea de que sus disposiciones son de naturaleza abierta, por lo que su sentido debe desentrañarse de manera tal que, inclusive, se deduzcan de su contenido normas implícitas idóneas para regular cualquier aspecto de la vida social y política del Estado, con lo que toda decisión legislativa y ejecutiva está regulada -aunque no predeterminada- por una u otra norma constitucional.

 

En la doctrina americana, fue el profesor Ronald Dworkin quien encabezó esta postura teórica, postulando una serie de ideas que reflejan cierta manera de acercarse a la interpretación constitucional que podría denominarse interpretativismo moderado. La idea que sostiene el originalismo de que la Constitución tiene un sentido unívoco, propicia que Dworkin asegure que la concepción de una persona juzgadora puede ser preferible a la del legislativo o ejecutivo y que, en consecuencia, habría una concepción moralmente mejor que otras.

 

Para descubrir esa mejor y única respuesta, el profesor norteamericano utiliza como parte de su estrategia argumentativa, la ya emblemática figura simbólica del juez Hércules, que está obligado a indagar no solo en el texto positivo, sino además en la filosofía moral y política, lo cual supone un avance hacia una teoría de los principios constitucionales que justifique plenamente el activismo judicial de los tribunales constitucionales. La doctrina de Dworkin pretende resistir la objeción contramayoritaria, dejando patente que, contra el enfoque utilitarista, los derechos fundamentales son verdaderos triunfos frente a la mayoría.

 

Una segunda posición pro-activismo judicial, viene de la mano de M. J. Perry, quien, junto con otros profesores norteamericanos, han diseñado los lineamientos generales de una corriente denominada el no-interpretativismo estricto. Esta línea de pensamiento sustenta que la legitimidad del activismo judicial no se encuentra en bases textualistas o históricas, sino en el principio de indeterminación del texto fundamental que tiene como consecuencia inmediata la ausencia de un sentido único en la Constitución; por ende, el activismo busca, mediante la actualización de las normas constitucionales, que cada generación actúe y sea enjuiciada con apoyo en lo que B. Ackerman ha denominado: la Constitución viva -the living Constitution-. Para alcanzar este objetivo, es preciso reconocer la legitimidad constitucional de la Suprema Corte de Justicia para desarrollar los postulados constitucionales mediante la sobreinterpretación constitucional.

 

Con independencia de la adscripción que cada persona tenga frente a estas posturas, es innegable que como sostiene el profesor Lawrence Tribe, actualmente, es absurdo sostener que la Constitución se ocupa solamente de lo adjetivo y no de la sustancia, y que de ser así, el solo discernimiento de cuándo se está ante la necesidad de abrir el proceso democrático exigiría consideraciones sustantivas; por ejemplo, al definir cuestiones como quiénes votan, si el legislativo ha cerrado o no los canales de participación, si se ha marginado a las minorías o qué debería entenderse por tales.

 

Debido a que en el constitucionalismo de los derechos la Constitución entraña un sistema normativo abierto, establecido con la pretensión de cumplir expectativas referentes a valores,  principios, programas, funciones y personas, caracterizado por el importante dinamismo de sus disposiciones, y cuya estructura es dialógica, pues posee la cualidad de captar los cambios que surgen en la realidad política y social, la función primordial del tribunal constitucional a través de su quehacer interpretativo, es lograr la concretización de dicho sistema.

 

Esta labor concretizadora, sirve para dar claridad y certeza jurídica al sistema constitucional a través de criterios racionalizadores y estabilizadores que cuentan con características de conformación creativa. Así, la función de concretización que la Constitución exige se proyecta como una tarea que debe ser asimilada como natural en el diseño democrático de pesos y contrapesos de los poderes públicos y, además, como una garantía constitucional de libre deliberación, evolución, actualización, desarrollo y conformación del sistema constitucional, pues como ha señalado Konrad Hesse: “Tanto por medio de lo que deja abierto como por medio de lo que no deja abierto, la Constitución produce esos efectos en los que se cifra su función en la vida de la comunidad”.

 

En el rediseño del Estado constitucional y democrático de Derecho, la interpretación y concretización de la Constitución opera inicialmente por el Poder Legislativo, pero es revisada finalmente, por el tribunal constitucional, labor co-participativa que debe estar caracterizada por una separación estricta de poderes. Sin embargo, esta función concretizadora que lleva a cabo el tribunal constitucional no tiene porque ser una actividad que afecte al sistema democrático competencial del Estado, sino que es la vía para dotar de fuerza jurídica efectiva a los principios constitucionales explícitos e implícitos.

 

Sobre este panorama, podemos sostener que frente las 2 posturas hermenéuticas en disputa, sería conveniente asumir una tercera que pueda inaugurar una nueva etapa del activismo judicial, la cual podría ser denominada: activismo constitucionalizado, que bien puede encontrar base analítica en las últimas ideas sobre la funcionalidad de la justicia constitucional expuestas, por ejemplo, por el profesor Paul Kahn. Para el profesor de Yale, la justicia constitucional en una democracia moderna parte de 2 premisas: i. los poderes electos democráticamente están facultados para tomar decisiones a partir de un abanico de alternativas políticas; y, ii. a la justicia constitucional corresponde revisar si la decisión política adoptada puede ser comprendida como parte del dominio de las posibles opciones ya establecidas en la Constitución.

 

Desde el activismo constitucionalizado, legislativo y ejecutivo tienen autorización constitucional y libertad política para configurar todos los aspectos que el texto constitucional les ha encomendado, pero deben hacerlo dentro de los límites que la propia norma suprema delimita, lo cual no quiere decir que deban expedir leyes o políticas públicas en determinado sentido, o que no puede dejar de expedirlas, sino que cualquiera que sea su comportamiento político, el mismo debe quedar subordinado a los procedimientos y fines constitucionales que regulan el ámbito de acción correspondiente.

 

Conforme al activismo constitucionalizado, la función interpretativa del tribunal Constitucional de ninguna manera puede llevarse al extremo de que éste extralimite su competencia y desvirtúe su naturaleza, desquebrajando con ello el principio de separación de poderes del Estado con la invasión indebida en las del legislativo y ejecutivo, esto es, el órgano de la jurisdicción constitucional no puede desarrollar ni adoptar decisiones políticas con su interpretación, ya que es indudable que ese proceder implicaría que su actuación estuviera al margen de la Constitución y, por ende, por encima de ella, produciendo lo que en su momento fue denominada por Hesse como una interpretación de corrección funcional.

 

En este sentido, el tribunal constitucional tiene que respetar la libertad de conformación legislativa y ejecutiva, es decir, si al órgano de control de constitucionalidad corresponde hacer la revisión final de la interpretación y desarrollo de las disposiciones constitucionales que los poderes efectúan al ejercer sus atribuciones, tal ejercicio debe ceñirse a verificar que esas acciones no han excedido los parámetros jurídico-constitucionales que delimitan su competencia en el ámbito correspondiente, pero lo que no debe hacer, es valorar las facultades de conformación desde el punto de vista de la oportunidad política, pues en ese campo, los poderes políticos son inmunes respecto al margen de maniobra temporal y material para articular y desarrollar las disposiciones constitucionales en el tiempo y forma que mejor les parezca.

 

De esta forma, al desempeñar su labor jurisdiccional, el tribunal constitucional debe respetar el rol político que en el sistema democrático cumplen los poderes legislativo y ejecutivo, evitando sustituir sus valoraciones, a través de una consideración del sistema orgánico-competencial previsto en la Constitución, de modo que de ninguna forma usurpe la libertad y los criterios de conformación de dichos poderes y los órganos que los estructuran. Esta obligación del tribunal constitucional encuentra en el principio de presunción de constitucionalidad de la ley su máxima expresión, dado que, con base en dicho principio, cuando el tribunal decide declarar la invalidez de una norma general tiene que argumentar convincentemente su decisión para demostrar la incompatibilidad entre el parámetro y el objeto de control, de lo contrario, en caso de duda deberá operar una presunción in dubio prolegislatore.

 

Si la inconstitucionalidad decretada sobre una ley puede quedar abierta a disertaciones racionales de trascendencia, el tribunal constitucional debe optar por no decretar la invalidez y hacer que la norma perdure en el sistema jurídico. De esta forma, la actividad de revisión de regularidad constitucional de la ley debe quedar limitada a la interpretación que el legislativo hizo de la Constitución al expedir la ley sujeta a control, sin entrometerse en el análisis de la oportunidad política. Si el tribunal constitucional excede este límite, puede violentar el orden competencial del Estado, al menoscabar la legitimidad democrática del legislativo.

 

El principio de presunción de constitucionalidad de la ley no significa la minimización de la eficacia normativa de la Constitución, sino que una vez determinado el contenido de la norma constitucional y efectuado el contraste con la ley combatida, aquélla debe hacerse valer bajo la mayor eficacia posible, sin embargo, este maximalismo constitucional no debe eliminar la libre conformación del legislador, aun cuando existan dudas de la inconstitucionalidad de la ley, siempre que no se tenga esa certeza.

 

Desde luego que, en muchas ocasiones, al realizar el control judicial de leyes o actos que estipulan políticas públicas, es casi imposible disociar el examen de constitucionalidad del acto impugnado, de la anulación, modificación o reformulación de la política pública en juego. Aún en estos casos, el tribunal debe limitarse a despejar el vicio de inconstitucionalidad que pueda afectar a la política pública, al tiempo de permitir que la misma subsista en la parte que esté en sintonía con la Constitución, tal y como la diseñó el legislativo o el ejecutivo, siempre que ello sea posible jurídicamente, pero lo que en ningún caso debe hacer, es sustituir a los poderes democráticos en el ejercicio de las funciones que les competen.

 

Dentro de la gama de métodos interpretativos con los que cuenta el tribunal constitucional, el de la interpretación conforme es el que debe privilegiarse para evitar transgredir la presunción de constitucionalidad de la ley. La interpretación conforme de las leyes responde, fundamentalmente, a dos principios: el principio general de conservación de los actos jurídicos, que pretende evitar que la declaratoria de inconstitucionalidad expulse una disposición normativa y provoque un vacío en la unidad del sistema jurídico; y, en segundo lugar e íntimamente ligado al anterior, el principio de deferencia al legislativo, que tiene origen en el proceso democrático del que desemboca la ley, por ende, el tribunal constitucional debe juzgarla a partir de una base de confianza hacia el legislador democrático a quien, de inicio, se debe considerar que actuó de conformidad con los mandatos constitucionales.

 

A la luz de este activismo constitucionalizado tenemos mayor certeza de que, como sostiene Habermas, el tribunal constitucional emita sentencias ligadas estrictamente a los límites constitucionales que vienen impuestos a su actividad, pues son éstos los que garantizan que la actuación del órgano de control no invada las atribuciones de otros poderes, especialmente del legislativo, lo que permite una preservación del sistema competencial estatal, del principio de seguridad jurídica y, desde luego, del respeto al principio democrático.

 

El activismo constitucionalizado que echa mano de una motivación argumentativa y métodos interpretativos adecuados en sus resoluciones, respetando de esta manera la libre conformación del legislativo, inserta de lleno al tribunal constitucional en el proceso deliberativo para la solución de los asuntos de su conocimiento, pero dentro de los límites constitucionales de su competencia, lo que dota de legitimidad a la jurisdicción constitucional.

 

En cualquier caso, el tribunal constitucional debe mostrar que sus decisiones no son ocurrencias subjetivas carentes de análisis objetivo y razonable que lo conducen a violentar el sistema democrático, sino que debe convencer y demostrar a todos los sectores del Estado que sus determinaciones son sólidas y abiertas al escrutinio público, pues de esa manera su actividad cobra legitimidad democrática.