Marta Cabrera Fernández
Aunque el diccionario de la Real Academia Española defina una falacia como un “engaño, fraude o mentira”, es un término que necesita ser precisado más minuciosamente si se busca analizarlo en ámbitos doctrinales de estudios del lenguaje y del razonamiento. En tales contextos, el tratamiento estándar de las falacias ha optado por definirlas como argumentos que parecen válidos, pero que no lo son (Aristóteles, 1982; Hamblin, 2006). De esta conceptualización se desprenden dos palabras clave para un ulterior análisis: apariencia e invalidez.
Las doctrinas tradicionales han abogado por defender que, si las falacias son argumentos que aparentan una naturaleza distinta a la verdadera, un estudio detallado sobre las mismas no podría dejar de examinar el alcance de tal simulación, por lo menos desde dos puntos de vista. Por una parte, la intencionalidad del argumentador que ha emitido la falacia. Atienza (2006) distingue entre sofismas y paralogismos, siendo las primeras falacias intencionales y las segundas de tipo accidental. Por otra parte, la capacidad de convicción de la falacia y su impacto real en el argumentador receptor. A este respecto, nos podemos remitir a Perelman y Olbrechts-Tyteca (1989, pp. 65-77) y su distinción entre auditorios particulares y universales y entre convicción y persuasión.
La problemática de que los estudios sobre falacias hayan estado encaminados tradicionalmente en esta dirección, radica en que parecen (valga la redundancia) confundir argumento falaz con mal argumento. Esta asimilación no es del todo correcta, pues un argumento se puede clasificar como malo o bueno solo en términos de su funcionalidad. Es decir, si la función de un argumento es defender una tesis y convencer de la misma a un interlocutor, será un mal argumento aquel que esté pésimamente construido y no sea capaz de lograr el objetivo definido. Pero, en aras de conseguir aumentar esa capacidad de convicción, se puede incurrir en una pérdida de racionalidad argumental (García Amado, 2023, p. 26). Esa falta de racionalidad es la que podemos relacionar con el incumplimiento de las reglas del uso habitual del lenguaje, que desemboca en mentiras y falacias.
En cuanto a la invalidez, el otro requisito de la concepción tradicional de falacia, es menester hacer una precisión. Como hemos visto, se ha pretendido que el concepto de mal argumento se equipare a argumento falaz, lo cual sería lo mismo que compararlo a argumento inválido siguiendo esta concepción tradicional de las falacias. Pero la validez en sentido estricto solo se puede referir a la corrección de las estructuras de los razonamientos deductivos. Es decir, hablamos de razonamientos y no de argumentos, y nos movemos solo en el ámbito de la lógica formal (Copi, 1961, p. 9)
Como el término falacia, según su tratamiento estándar, se está terminando por convertir en un cajón de sastre sin mucha fineza teórica en su distinción con otros fenómenos argumentales, han surgido varias alternativas doctrinales, de las cuales vamos a destacar dos.
En primer lugar, el enfoque de la lógica informal o enfoque RSA. Se llama así porque, a grandes rasgos, entiende que un argumento libre de falacias debe ser Relevante, Suficiente y Aceptable (RSA). Aclaramos que la suficiencia se refiere a que el argumento esté saturado de justificaciones, y la aceptabilidad es dialéctica. Es decir, que un receptor puede, razonablemente, adoptar o creerse las premisas que le expone el argumentador, que serán plausibles y justificables. Así pues, un argumento que sea irrelevante, insuficiente o inaceptable, será también, en estos términos, falaz. Esta es la propuesta de Johnson y Blair (2002), pero otros autores, como Damer (2009), han propuesto otras reglas de construcción argumental. En este último caso, Damer habla de criterios estructural, de relevancia, de aceptabilidad, de suficiencia y de refutación.
El problema que encontramos con este enfoque es que abarca demasiadas propuestas que no encuentran consenso a la hora de establecer esas reglas o criterios de construcción argumental. Ello nos puede llevar a tener dudas acerca de cuál es la naturaleza de ciertas falacias y, por ende, acerca de cómo podemos identificarlas. Es lo que ocurriría con el argumento ad hominem. En su forma falaz, se identifica comúnmente como el argumento que devalúa otro argumento propuesto por un interlocutor teniendo en cuenta solo características personales del hablante. Si el argumento se torna falaz por incumplir alguna de las reglas RSA, ¿cuál sería? Pongamos un ejemplo.
Si, como jueza, debo decidir acerca de la fiabilidad de una mujer que declara en calidad de testigo de una pelea a efectos de establecer cómo se llevó a cabo esa agresión y por parte de quién, y concluyo que la testigo no es creíble porque es muy presumida, no parece un argumento relevante. En esta línea, incluso lo podríamos clasificar de falaz en su vertiente ad hominem. Pero si continúo explicando cómo dicha testigo ha reconocido que es miope pero que no utiliza gafas porque no le gusta cómo le sientan y, al ser tan presumida, prefiere no ver antes que sentirse poco arreglada, va teniendo más sentido el argumento. Sobre todo, cuando se concluye que, por esta razón, la testigo no llevaba las gafas cuando presenció la pelea y, por ello, no vio bien quién pegaba a quién. Si bien en principio no estaba clara la relación de relevancia entre mi argumento y la tesis que sostenía, se hizo más aparente cuando saturé lo suficiente mi cadena argumental. Entonces, ¿qué regla incumpliríamos aquí? ¿Relevancia, suficiencia o ambas? La falta de consenso para responder a estas preguntas es una de las razones por las que este enfoque es insuficiente como alternativa sólida al tratamiento estándar de las falacias.
En segundo lugar, vamos a hablar del enfoque pragmático. El autor más relevante es Douglas Walton, debida a la extensa bibliografía que ha producido sobre lógica informal, falacias y pragmática. Él no defiende ni que una falacia lo sea por tener una estructura inválida, como hacía Hamblin, ni que lo sea por su relación para con la tesis que mantiene, como hace el enfoque RSA, sino que sostiene que una falacia es el uso incorrecto de un argumento. Es decir, traslada al entorno, al contexto en el que se desarrolla la argumentación, la razón de ser de una falacia (1998). Solo habrá falacia si estamos ante un error serio o una táctica engañosa. Así las cosas, siguiendo con el ejemplo del argumento ad hominem, no tendrá carácter falaz si el argumento depende de quién lo dice, si se está discutiendo sobre un tema ético o de responsabilidad pública y política, o si se pone en duda la credibilidad de una autoridad central para el argumento.
Esta visión lleva a matizar la idea general de que hay falacia ad hominem si estamos ante la estructura perteneciente a alguno de estos cuatro tipos de argumentos: ad hominem abusivo, ad hominem circunstancial, “envenenar el pozo” y tu quoque. Walton (1992, p. 191 y ss.) añade a la enumeración el ad hominem prejuicioso y señala que la falacia de “envenenar el pozo” es un subtipo de este ad hominem. Además, considera que la falacia tu quoque no es un tipo de ad hominem, sino una táctica argumentativa distinta que, asiduamente, se utiliza a la vez.
Vistas sucintamente estas dos propuestas, escojamos un contexto jurídico en el que sepamos que existe la posibilidad de que se incurra en falacias para comprobar si son enfoques adecuados para identificarlas. En concreto, veamos, como veníamos haciendo, cómo se puede hallar la falacia ad hominem en el interrogatorio cruzado a testigos durante el juicio oral de un procedimiento penal. Podemos hablar de testigos directos o presenciales, que son quienes han percibido los hechos sobre los que declaran a través de alguno de sus cinco sentidos, o de testigos indirectos o de referencia, que conocen de tales hechos gracias a terceras personas. Este tipo de testigo es inadmisible en procedimientos penales sobre calumnias e injurias, según establece el artículo 813 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal española (LECrim). En cualquier caso, el testigo tiene la obligación de comparecer, declarar, y decir verdad.
Cuando se propone su comparecencia como prueba, debe cumplir con los requisitos de ser una prueba pertinente (relación con el objeto del proceso y utilidad para esclarecer los hechos), admisible (lícitamente obtenida) y posible de realizar. Y, cuando se practica en el juicio oral (si es en la fase de instrucción se puede debatir su capacidad para derrotar la presunción de inocencia), el interrogatorio comienza con preguntas por la parte que ha propuesto esta prueba, continúa con las preguntas del resto de partes, y finaliza con la intervención de oficio del juez o tribunal, que puede pedir aclaraciones. La Sentencia del Tribunal Supremo 27/2019, de 24 de enero, establece que la imparcialidad del tribunal debe denotarse tanto en la manera que tenga de formular sus preguntas, como en el comportamiento que tenga dirigiendo no solo la práctica de esta prueba, sino todo el juicio oral. En cualquier caso, la LECrim señala en su artículo 719 que al testigo no se le pueden hacer preguntas que sean capciosas, sugestivas o impertinentes. Y es en este punto en el que podemos encontrarnos con argumentos susceptibles de ser llamados falaces.
Según la visión de Walton, la falacia debe tener intencionalidad de engaño subyacente o, al menos, consistir en un error argumental extremadamente grave. En consecuencia, afirmar que existen falacias en la argumentación judicial supondría acusar a jueces y magistrados de incurrir en fuertes faltas de argumentación o de descarrilar sus maniobras estratégicas argumentativas de manera consciente. Por ello, Walton acepta que las críticas a la personalidad del testigo por parte del juez se consideran legítimas, aceptables y admisibles en la práctica jurídica (1992, p. 195).
Y, según el enfoque de RSA, no existiría consenso acerca de qué regla estaría incumpliendo la falacia ad hominem para definirse como tal. Podemos poner el ejemplo del interrogatorio que el juez Adolfo Carretero le hizo a la actriz Dña. Elisa Mouliaá en el contexto de su denuncia a D. Íñigo Errejón (político español) por acoso sexual. Cuando ella expresó que se sentía cohibida e intimidada y por ello no fue clara en su falta de consentimiento para tener ciertas prácticas sexuales, el juez puso en duda su testimonio con un tono de crítica y escepticismo. En concreto, dijo textualmente, según el vídeo del interrogatorio que fue filtrado a los medios de comunicación, que “no se entiende que usted no hiciera un gesto” y “usted es una mujer acostumbrada a tratar con el público, ¿cómo no es capaz de decirle que esas condiciones no eran aceptables?”.
Debido al tono acusatorio, la reconstrucción de la pregunta en formato de afirmación sería “usted debería haber sido capaz de decirle que esas condiciones no eran aceptables porque es usted una mujer acostumbrada a tratar con el público”. El argumento, “usted es una mujer acostumbrada a tratar con el público”, es veraz, y la estructura es deductivamente válida una vez explicitamos su premisa implícita: “las mujeres acostumbradas a tratar con el público tienen siempre una alta capacidad de comunicación en cualquier contexto”. Ahora bien, ¿es relevante este argumento para con la tesis de “usted debería haber sido capaz de decirle que esas condiciones no eran aceptables”? ¿Y suficiente? ¿Es relevante hablar de nuestro trabajo para establecer qué comportamientos adoptamos cuando estamos en una situación de intimidad? ¿Es racional pensar que, si Dña. Elisa hubiese tenido otro oficio que no fuese de cara al público, entonces sí hubiera tenido sentido que no detuviese el acto sexual que la incomodaba? Aunque, por supuesto, la respuesta esté abierta a diversidad de opiniones, a grandes rasgos haría falta cumplimentar mucho más a fondo el criterio de suficiencia justificativa para que tal argumento fuese flagrantemente relevante.
En definitiva, los enfoques alternativos al tratamiento estándar de las falacias encontraron su razón de ser en las carencias de la doctrina clásica, pero deben seguir un proceso de refinamiento antes de establecerse como propuestas sólidas en todos los ámbitos argumentales, incluido el jurídico. Una opción que se puede plantear es el entender a las falacias como violaciones de las reglas del uso habitual del lenguaje, siguiendo el esquema pragmadialéctico (Eemeren, 2019). Las ventajas de este punto de vista consisten en poder aunar bajo la misma definición a las falacias formales y a las informales, así como identificarlas más sencillamente y, además, realizar distinciones más claras entre formas argumentales y falacias. Es lo que ocurría con la estructura ad hominem, que puede ser un argumento válido o una falacia, según su relación de relevancia y suficiencia con la tesis y según desvíe o no la atención comunicativa. Esto ya nos ayudaría a ir definiendo cuáles son esas reglas del uso del lenguaje. En principio, podemos hablar de regla de veracidad (se asume que, en toda argumentación, las partes van a decir la verdad o, al menos, van a creer que están diciendo la verdad), regla de validez deductiva (los participantes utilizan razonamientos deductivos necesariamente válidos), regla de confianza inductiva (los participantes utilizan razonamientos inductivos basados en muestras lo suficientemente amplias y aleatorias o, al menos, piensan que lo hacen) y regla de construcción (los participantes utilizan argumentos que creen que están bien construidos en relación a su funcionalidad). Será objeto de estudios ulteriores el comprobar la utilidad de este enfoque a la hora de reconstruir argumentos judiciales con la finalidad de identificar falacias que desvíen la maniobra argumentativa.
Bibliografía
Aristóteles (1982). Tratados de lógica (Órganon) I. Editorial Gredos
Atienza, M. (2006). El Derecho como argumentación. Ariel Derecho.
Copi, Irving M. (1961). Introduction to logic. The MacMillan Company.
Damer, T. E. (2009). Attacking faulty reasoning. A practical guide to fallacy-free arguments. Wadsworth.
Eemeren, F. H. van (2019). La teoría de la argumentación: Una perspectiva pragmadialéctica. Palestra Editores.
García Amado, J. A. (2023). Argumentación jurídica. Fundamentos teóricos y elementos prácticos. Tirant lo Blanch.
Hamblin, C. L. (2006). Falacias. Palestra Editores.
Johnson, R. H. y Blair, J. A. (2002). Informal Logic and the reconfiguration of Logic. En D. M. Gabbay, et al (Eds.), Handbook of the logic of argumentation. The turn towards the practical (pp. 339-396). North Holland.
Perelman, C. y Olbrechts-Tyteca, L. (1989). Tratado de la argumentación. La nueva retórica. Editorial Gredos, p. 65-77.
Walton, D. N. (1992). The place of emotion in argument. The Pennsylvania State University Press.
Walton, D. N. (1998). Ad Hominem Arguments. University of Alabama Press.