El inicio del nuevo gobierno federal y la jornada electoral de junio pasado representaron el inicio de un nuevo capítulo en el derecho constitucional mexicano. Esto no necesariamente es un halago.
El pasado 15 de septiembre, a pesar de las múltiples suspensiones que se habían concedido para evitarlo, se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto de reforma al poder judicial. Un mes y medio más tarde, en la noche de brujas (31 de octubre) fue publicada una reforma adicional, quedada en llamar “reforma de supremacía constitucional”, mediante la cual se reformaron los artículos 105 y 107 de la Constitución. La justificación: llevar al texto constitucional el contenido de la fracción I del artículo 61 de la Ley de Amparo que establece la improcedencia del juicio de amparo en contra de adiciones o reformas a la Constitución; esta reforma también restringió la procedencia de acciones de inconstitucionalidad y de controversias constitucionales respecto de las adiciones o reformas a la Ley Suprema.
La supremacía es entendida como esa cualidad que tiene la norma en cuestión de no obedecer a los mandatos de otra norma, y que, por lo tanto, esa norma se encuentra por encima de las demás. Esto permite la existencia de una jerarquía normativa para resolver problemas de antinomias (contradicciones entre normas jurídicas), cuando se está ante diferentes jerarquías normativas.
En tiempo récord fue aprobada la reforma de “supremacía constitucional”, y publicada en el Diario Oficial de la Federación, una confirmación más de que la Constitución mexicana sufre de una dolencia muy grave: reformitis.
De hecho, desde la presidencia provisional de Adolfo de la Huerta, no ha existido un período presidencial en el que no se hayan realizado reformas constitucionales, y de hecho, el último año en el que no se realizó reforma constitucional alguna fue literalmente en el siglo pasado, en 1998, antes de eso, en 1991, antes de eso en 1984. Esto es, la regla es que por lo menos una vez al año se reforma o adiciona alguna parte del texto fundamental. La Constitución que es prototipo de las constituciones modernas en Occidente, la de Estados Unidos, ha tenido 27 enmiendas en 237 años de vigencia.
Las últimas reformas a la Constitución han desatado un debate que debió suceder hace mucho tiempo en los tribunales de la Federación y entre la comunidad jurídica mexicana: ¿cuáles son las cláusulas pétreas del texto constitucional?
Ya en el artículo de octubre en esta misma revista realicé una serie de reflexiones sobre lo que son las cláusulas pétreas, y de los momentos constitutivos del Estado Mexicano, pero ahora me gustaría abordar el tema desde la óptica de la necesidad de estas cláusulas, dado el contexto político de nuestro país.
Si el texto constitucional no adoleciera de reformitis, es decir, ese afán que tiene cada gobierno de poner todo en la Constitución, el propio documento constitucional sería una cláusula pétrea. En teoría, nuestro documento fundacional es rígido; en la práctica, es flexible, dada la facilidad de su reforma.
Pues bien, dado que el texto constitucional adolece del frenesí legislativo para ser reformado o adicionado, a veces de forma innecesaria, las cláusulas pétreas no quedan claras para un observador ocasional; de hecho, podría pensarse que todo el tratado de derecho de telecomunicaciones que se hizo en la reforma del artículo 6º o el catálogo de industrias que hace el artículo 123 son cláusulas pétreas, o incluso, como sucedió con el proyecto de resolución que se votó el 5 de noviembre en el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que artículos como el 39, que llevan más de 160 años sin reforma, no se consideren cláusulas pétreas.
La necesidad de que se establezcan cláusulas pétreas en la norma fundamental obedece, precisamente, al hecho de que ésta es fácil de reformar, y de la concepción de algunos juristas en el sentido de que el poder Reformador es omnipotente, dada la cercanía en los conceptos de poder reformador y poder soberano, que provienen de la teoría política.
La confluencia entre esta divergencia de interpretación de las cláusulas pétreas, con la necesidad de ellas ante la reformitis de que adolece la Ley Suprema (o mejor dicho, el poder reformador), han generado una crisis política en la que ahora está envuelto el poder judicial. Una crisis política que estuvo a punto de escalar a niveles insospechados con el proyecto de resolución del ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá, ante la contumacia de los otros dos poderes de acatar la atrevida resolución.
Califico de atrevida la resolución no como una ofensa, sino para hacer notar que hasta antes de ese proyecto de resolución nunca se había atrevido a proponer la invalidez de una reforma a la Constitución por cuestiones de fondo.
Al respecto, la sesión del pasado 5 de noviembre no aprobó el citado proyecto, y de alguna manera, eliminó la parte más peligrosa de la crisis constitucional, en la que habría dos textos constitucionales: el que el poder judicial considera válido y vigente y el que los otros dos poderes consideran en vigor. Eso no significa que la crisis se haya terminado, pero al menos evita el nocivo efecto de tener básicamente dos constituciones.
Sin embargo, para poder terminar con la crisis política en curso no basta con lo que el pleno de la Corte resolvió el 5 de noviembre pasado, sino que en realidad, requiere de un profundo cambio en la cultura de la legalidad en México. Las autoridades incumplieron las suspensiones decretadas porque, contrario a lo que podría pensarse, incumplir una determinación judicial es más fácil de lo que parece, porque las autoridades pueden optar por no cumplir esas determinaciones, pues no hay una consecuencia real y efectiva para evitar esos incumplimientos.
Lo que se necesita no es una reforma a la Constitución, sino una nueva perspectiva sobre lo que significa una Constitución y una reforma constitucional, que haga innecesaria la existencia de cláusulas pétreas porque la Constitución es una verdadera cláusula pétrea. El problema de raíz no es, y nunca ha sido la confrontación entre poderes, ese es sólo uno de los efectos de la crisis en curso, que, si podemos percatarnos, viene gestándose desde hace muchos años, pero terminó por estallar en el momento en que dos de los poderes se dieron cuenta de que necesitan al tercero, pero al mismo tiempo pueden incumplir sus determinaciones.
El problema de raíz, el elefante en medio de la habitación del derecho constitucional mexicano es y siempre ha sido la reformitis. En tanto eso no cambie, la crisis constitucional está destinada, desde la perspectiva de quien esto escribe, a subsistir.