Raymundo Manuel Salcedo Flores
La reforma judicial se aprobó. Publicada el 15 de septiembre de 2024 en el Diario Oficial de la Federación, y en vigor al día siguiente, ha desatado un sinnúmero de comentarios y reflexiones jurídicas y políticas tanto a favor como en contra; la esencia de esta reforma no es otra que implementar la elección popular de jueces, magistrados y ministros.
La ola de impugnaciones no se ha hecho esperar desde que la iniciativa se encontraba en comisiones en agosto pasado, entre las que se cuentan varios juicios de amparo en donde incluso, se han concedido suspensiones en contra de los actos que realizó el poder reformador de la Constitución, que en algunos lugares de la doctrina se ha llamado “constituyente permanente”, atento a los textos de Felipe Tena Ramírez.
Al respecto, han surgido varias voces que mencionan que el constituyente es uno, y constituidos todos los demás; argumentando que existen una serie de preceptos constitucionales que no pueden ser modificados, llamados cláusulas pétreas de la Constitución; llamadas así porque se entendería que esas disposiciones están labradas en piedra, por considerarse que son pilares fundamentales del Estado que sólo el constituyente originario podría modificar.
El constituyente, sin embargo, no previó expresamente que algunos de los principios fueran cláusulas pétreas, y aunque sería saludable que existieran enumeradas en la Constitución, lo cierto es que de una lectura íntegra no se advierte que los constituyentes hayan tenido intención alguna de establecer alguna cláusula de esa naturaleza en el texto fundamental.
Sobre estas bases, se ha mencionado, y quien esto escribe comparte la idea de que el constituyente creó a los poderes constituidos, incluyendo al poder reformador, que es el que puede adicionar o reformar el texto constitucional, pero sin salirse de la esencia de la Ley Fundamental, esto es, que debe atenderse al espíritu de la Constitución de 1917; y en lo que interesa, se ha dicho que debería atenderse, además, a los debates que en el constituyente se presentaron sobre la elección o no de jueces, magistrados y ministros y en los cuales el constituyente estimó que era inviable esa elección.
Al respecto, las voces a favor de la reforma han citado el artículo 39 de la Constitución, porque es notorio que el pasado 2 de junio el electorado decidió a favor del gobierno que hoy promueve la reforma constitucional, con una apabullante mayoría no vista en lo que va del siglo xxi y durante las dos últimas décadas de la centuria pasada.
Una verdad lapidaria hay en todo esto: los constituyentes que crearon y votaron la Constitución de 1917 están muertos. Todos ellos. Y no sólo eso: la Constitución de 1917 establece desde el inicio que es una reforma a la Constitución de 1857.
Abordaré estas dos premisas de forma separada para poder unificar al final la conclusión a la que pretendo arribar en este texto.
Por un lado, que la creación del Estado surge con el acto constituyente, es decir, con la creación de la ley fundamental o Constitución. Alrededor de esta norma fundamental surge todo el Estado de Derecho. De ahí es que se afirma que el constituyente es uno, es decir, el que se creó expresamente para crear el texto constitucional y los poderes constituidos son el reformador, el ejecutivo, el legislativo y el judicial.
Me niego a creer, sin embargo, que el acto que se llevó a cabo hace más de 100 años sea el único acto constitutivo; porque las sociedades cambian, y el derecho lo hace en función de las sociedades a las que pertenece. Al respecto, durante el siglo que tiene de existencia la Constitución de 1917 ha habido una serie de modificaciones, (demasiadas, para mi gusto) al texto constitucional. No debemos soslayar el hecho de que el derecho es una ciencia social, y por ende, no es su deber pretender explicar los fenómenos con la exactitud con la que lo harían las ciencias duras; porque las ciencias sociales estudian sujetos, no objetos inamovibles, y esos sujetos, unidos en sociedad, son los que forjan el sentido que se da a las normas jurídicas.
Los poderes constituidos han ido cambiando en función de las necesidades de la sociedad que conforma el Estado Mexicano. A ese respecto, hemos de entender que el soberano es el pueblo, tal como lo establece el artículo 39 de la Constitución, artículo que, curiosamente, en más de un siglo, no ha sido reformado, adicionado ni modificado en su redacción ni en su contenido. Tampoco ha sido interpretado ni reglamentado de forma alguna. Tal vez es ahí donde radica el problema de su cita irrestricta y de las argumentaciones sesgadas que se llegan a hacer, porque el artículo 39 ha sonado más como un postulado ético que como una verdadera norma jurídica que permita ejercer al soberano -el pueblo- su inalienable derecho de cambiar su forma de gobierno, de manera que, la única forma en la que podemos estimar que lo hace dentro del canal institucional es mediante el voto que se ejerce cada tres años.
Esto es, que cada tres años los ciudadanos refrendamos el pacto constitutivo que se realizó en 1917, y, por lo tanto, podemos establecer nuevas formas de entender y estructurar al Estado Mexicano, por lo que el electorado puede cambiar su forma de gobierno mediante la elección de una fuerza política que apueste a ese cambio. Ojo, esto no implica hacer un juicio de valor sobre si ese cambio de forma de gobierno es bueno o malo, simplemente quien esto escribe se limita a describir la forma en la que se ejerce el artículo 39 constitucional, dada la ausencia total de reglamentación y regulación que en un siglo los poderes constituidos han generado al respecto.
Ahora bien, esto se concatena con la segunda premisa de este artículo. La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos promulgada el 5 de febrero de 1917 no es el primer momento constituyente del Estado Mexicano y ella misma establece que reforma la de 5 de febrero de 1857. De hecho, el artículo 39 y muchos otros de la Constitución de 1917 son calca casi palabra por palabra de la de 1857.
Pues bien, si estimamos que el propio constituyente de 1917 estableció que este acto constitucional se trata de una reforma a la de 5 de febrero de 1857, podemos concluir válidamente que el constituyente de 1857 también debería tenerse en cuenta para efectos de una interpretación histórica de la Constitución. Interpretación histórica que sirve de base cuando lo que se quiere es tratar de desentrañar qué era lo que el constituyente originario quería establecer como bases inamovibles del Estado, es decir, para entender cuáles son esas cláusulas pétreas, sobre todo en un caso como el mexicano en donde el constituyente no las precisó de manera textual.
Así, si el constituyente de 1857 también se toma en cuenta, entonces se cae la premisa de “constituyente uno”, justo porque no sólo estamos ante el constituyente de 1917 sino también del de 1857. En todo caso, constituyentes hubo dos, el de 1857 y el de 1917. Sabemos que hay más textos constitucionales y sus intentos en el siglo xix, pero es preciso decir que la actual constitución de 1917 sólo reconoce, en su título, a la de 1857 y no a los diversos textos constitucionales que podrían ser materia de análisis, por ello, no abordaré el estudio de estos sino sólo el del constituyente de 1857.
Lamentablemente para quienes proclaman que el constituyente de 1917 desechó la idea de la elección popular de jueces, magistrados y ministros, el constituyente de 1857 sí estimó viable su implementación y, por lo tanto, no es una cláusula pétrea el hecho de que no se pueda volver a implementar esa figura en la Constitución.
En efecto, el poder judicial que fue diseñado en 1857 lo hizo con la idea de que los ministros de la Suprema Corte fueran electos por seis años (artículo 92). También es cierto que el constituyente de 1917 estimó impráctico mantener el sistema de elección indirecta de los ministros de la Suprema Corte, y también es cierto que nada se establecía entonces sobre la elección de magistrados ni de jueces federales.
Esto es, que en la esencia de la Constitución de 1857 sí se encontraba la elección de titulares de la Suprema Corte, aunque posteriormente se suprimiera; lo que de inicio significa que, contrario a lo que se ha argumentado, la no-elección de ministros, magistrados y jueces no es una de las llamadas “cláusulas pétreas” de la Constitución, es decir, que no es una de esas que no pueden ser modificadas ni reformadas. No está, en consecuencia, labrada en piedra.
Lo que sí está labrado en piedra, dado que jamás ha sido objeto de reforma, adición, modificación ni reglamentación, es el artículo 39; que se sitúa en el mismo lugar y con el mismo texto tanto en 1857 como en 1917; además de diversos preceptos que pueden considerarse esenciales de la fundación del Estado Mexicano: la división de poderes, la celebración de elecciones periódicas (hay que recordar que incluso durante los años del porfiriato estas se celebraban religiosamente); y otras que no se encontraban en el texto original pero que son producto de enormes movimientos sociales que han llevado al cambio del texto constitucional: la no-reelección (Revolución Mexicana), el respeto a los derechos humanos (movimientos sociales durante la Guerra Sucia), por decir algunos.
Por todo lo argumentado, podemos estimar que sí existen cláusulas pétreas en la Constitución y que éstas no surgen de un único momento constitutivo, sino de los momentos en que la sociedad que es la base del Estado ha decidido movilizarse a tal punto que logra cambiar el texto de la Constitución para establecer principios esenciales del Estado, a través del ejercicio del artículo 39.
Y sí, nos guste o no, el soberano habló en las urnas el pasado 2 de junio, y conforme a las reglas que la propia Constitución establecía, alcanzó la mayoría calificada en ambas cámaras, y como lo mencioné en un artículo anterior, eso fue la forma de darle más poder al poder ya existente, cosa que no es sana en una democracia, pero en el fondo, constituyó la forma en que se ejerció el artículo 39 de la Constitución.