Del púlpito al patíbulo: linchamientos mediáticos y garantías del debido proceso | Paréntesis Legal

 

Mtro. Moisés A. Montiel Mogollón

El espacio mediático conocido como ‘la mañanera’ conducido por el presidente de la república es, en teoría una iniciativa positiva. La sujeción al escrutinio periodístico y la discusión de las acciones emprendidas por el gobierno, así como la posibilidad de conocer el parecer del Ejecutivo federal sobre los asuntos públicos tiene la susceptibilidad de generar mayor involucramiento por parte de la ciudadanía en los asuntos de todos. Sin embargo, y como a menudo ocurre, el carácter cívico de este espacio será una función directa y forzosa del uso al que se lo emplee.

Recientemente, el presidente López Obrador anunció que se incluiría una nueva sección en la mañanera al efecto de exhibir a las personas que resultaran detenidas por la presunta comisión de crímenes contra ciudadanos. No las que resulten sentenciadas de manera definitivamente firme, no las que resulten vinculadas a proceso tras una audiencia donde se controle tanto la detención como la existencia del estándar mínimo de probable responsabilidad, sino a las que las fuerzas de seguridad aprehendan en relación con la comisión de un hecho punible. Presumiblemente, la intención detrás de este despropósito es dar la impresión de que el gobierno federal está obteniendo resultados palpables en su lucha contra la delincuencia. Sin embargo, el efecto de esta idea es catastrófico en términos del respeto a la presunción de inocencia de las personas detenidas, y de la independencia e imparcialidad judicial.

Esta pieza se propone compartir algunas breves reflexiones sobre las diversas dimensiones de inconvencionalidad de esta medida y su impacto desproporcionado sobre los derechos humanos de la ciudadanía, con miras a proveer insumos para una discusión más informada sobre la seguridad pública y los límites de los espacios de comunicación pública oficiales.

La presunción de inocencia como regla de trato

La presunción de inocencia típicamente es resumida en la fórmula ‘inocente hasta que se demuestre lo contrario’ que beneficia a cualquier persona a la que se le asocie con la comisión de un hecho punible. De allí se desprende la distribución de la carga probatoria en el juicio penal, donde la fiscalía debe demostrar que la persona a la que señala de haber cometido un delito lo ha efectivamente cometido más allá de toda duda razonable. Esa demostración debe ocurrir ‘más allá de toda duda razonable’. Sin embargo, reducir la presunción de inocencia a un estándar de adjudicación traiciona el verdadero sentido de esta garantía y la convierte en casi un mero formalismo para el adjudicador.

Como ha indicado la Corte Interamericana, la exhibición de personas ante los medios de comunicación viola la dimensión de la presunción de inocencia como regla de trato. Esto significa que el Estado (en todas las ramas y niveles del poder público) no condene informalmente a una persona o emita juicio alguno ante la sociedad pretendiendo dirigir la formación de la opinión pública sobre la inocencia o responsabilidad de las personas. En casos como Cantoral Benavides v. Perú (páras. 119), Ricardo Canese v. Paraguay (pár. 153), y Cabrera García y Montiel Flores v. México (pár. 183), por nombrar apenas unos pocos, la Corte ha sostenido de manera reiterada y pacífica ese criterio. Mismo que se convierte entonces en obligatorio acatamiento, no solo para los jueces según la tesis de jurisprudencia P./J. 21/2014 (10ª.), sino para todas las autoridades nacionales en función de lo dispuesto en el artículo 1(1) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

En expansión del criterio señalado, sería oportuno considerar que la propia Corte IDH en el caso Acosta y otros v. Nicaragua razonó que:

190. El derecho a la presunción de inocencia exige que el Estado no condene informalmente a una persona o emita juicio ante la sociedad, contribuyendo así a formar una opinión pública, mientras no se acredite su responsabilidad penal conforme a la ley. Por ello, ese derecho puede ser violado tanto por los jueces a cargo del proceso, como por otras autoridades públicas, por lo cual éstas deben ser discretas y prudentes al realizar declaraciones públicas sobre un proceso penal, antes de que la persona haya sido juzgada y condenada.

Como consta, la bancada hemisférica prescribe discreción y prudencia a la hora de realizar declaraciones o comentarios ante la opinión pública, especialmente en un espacio como las mañaneras que acapara buena parte de la atención de la opinión pública y medios de comunicación. De forma alguna exhibir a detenidos (que no han sido ni siquiera vinculados a proceso e incluso si lo hubiesen sido) se alinea con el deber señalado por la Corte IDH en lo relativo al respeto de la presunción de inocencia de estas personas.

Habida cuenta de que la procesión al oprobio público sería conducida por el máximo magistrado nacional y su gabinete, tendría el efecto razonable de obliterar la presunción de inocencia como obligación de medios para el Estado. Esto es altamente inconvencional y además impropio de la función ejecutiva.

Si efectivamente quiere demostrarse resultados, o al menos que el Ejecutivo está haciendo ‘algo’ por el tema de la seguridad ciudadana, esto debería hacerse con sentencias definitivamente firmes dictadas en plena sujeción a las garantías contempladas en los artículos 8 y 25 de la Convención Americana o con políticas de prevención del delito serias y bien instrumentadas; no con linchamientos mediáticos de personas que -en el peor de los casos- tuvieron la mala suerte de atravesarse en el camino de las fuerzas de seguridad cuando estaban buscando ‘extras’ para la pastorela de seguridad ciudadana.

La indebida presión sobre el poder judicial

Otra de las muy probables incidencias que podría tener esta desafortunada iniciativa del Ejecutivo nacional es la de crear presiones sobre los juzgadores que hayan de presidir las audiencias de las personas que hayan hecho desfilar en las mañaneras. Identificados como habrían quedado al ser expuestos a los medios de comunicación y opinión pública, los jueces y juezas deberán soportar presiones de la sociedad, de las que tienen derecho tanto ellos como los imputados a estar libres en el juicio, al efecto de condenar a quienes hayan sido exhibidos.

En este sentido, el potencial de la medida aquí discutida para crear distorsiones en el parecer de los adjudicadores es tremendo. Justamente dos garantías seminales del proceso penal, tal como las identifica el artículo 8 de la Convención Americana se refieren a la independencia y a la imparcialidad de los impartidores de justicia.

En la jurisprudencia interamericana se ha reiterado, por ejemplo en caso del Tribunal Constitucional v. Perú (pár. 75) y en Corte Primera de lo Contencioso Administrativo v. Venezuela (pár. 44) que la independencia judicial, como garantía del debido proceso, entraña que los jueces deben estar adecuadamente protegidos contra presiones externas. El juzgamiento ante ‘el tribunal de la opinión pública’ que desdibuja los límites entre la inocencia presunta y la culpabilidad a probar -como efecto de la imposición de la letra escarlata presidencial- constituye indudablemente una forma de presión a los jueces. Si estos, por recta operación de su apreciación jurídica, hallan inocentes a los desfilados presidenciales, es evidente que la máxima tribuna se verá desprestigiada lo cuál inevitablemente generará tensiones donde las de perder las llevarán los propios jueces.

Adicionalmente, esta medida podría tener incidencia sobre la imparcialidad de los juzgadores desde el punto de vista de los encausados. Si una persona ha sido sometida al escarnio público por acción presidencial y se le halla culpable, no sería estrafalario que alegara que su caso estaba decidido antes que pusiera un pie en el tribunal. Después de todo, la primera magistratura federal ya le habría señalado casi inequívocamente como responsable al pisotear su presunción de inocencia. La Corte Interamericana, en diálogo con la Corte Europea de Derechos Humanos, al hablar de la imparcialidad como regla de conducta y de apariencia para los jueces (citando el Caso Pabla KY v. Finlandia en su párrafo 27) observó en su sentencia del caso Norín Catrimán y otros v. Chile que:

208. [L]a imparcialidad exige que el juez que interviene en una contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de una manera subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole objetiva que permitan desterrar toda duda que el justiciable o la comunidad puedan albergar respecto de la ausencia de imparcialidad. La Corte ha destacado que la imparcialidad personal se presume a menos que exista prueba en contrario, consistente por ejemplo en la demostración de que algún miembro de un tribunal o juez guarda prejuicios o parcialidades de índole personal contra los litigantes. El juez debe aparecer como actuando sin estar sujeto a influencia, aliciente, presión, amenaza o intromisión, directa o indirecta, sino única y exclusivamente conforme a –y movido por-­‐‑ el Derecho

Si bien de lo transcrito, la obligación de conducirse en todo momento con imparcialidad pareciera pesar sobre el juez, no es menos cierto que una medida como la aquí criticada dificulta la observación del rigor necesario para el adjudicador. Después de todo, los jueces y juezas son miembros de la sociedad, leen noticias y se enteran de las cosas que dice y hace el presidente. Tal socialidad por default siembra motivos para pensar que su determinación podría verse contaminada por las ligerezas comunicacionales ocurridas en las mañaneras incluso a pesar de que les avala una presunción -extremadamente- juristantum a favor de su imparcialidad. Las presiones e intromisiones de las que habla la resolución transcrita bien podrían acreditarse cuando se trate de una persona que ha sido sometida a este ejercicio violatorio de garantías que proponía instaurar el ejecutivo federal.

Siendo todo lo que deseo manifestar

Como se intentó demostrar líneas arriba, no existe efecto beneficioso a nivel electoral o de popularidad en las encuestas que justifique tan diametral inobservancia de los derechos humanos relativos al debido proceso y al juicio justo de las personas a las que se pretende exhibir. Las dos aproximaciones aquí presentadas no son sino el producto de una ligera reflexión sobre cuáles derechos podrían verse afectados por una medida de esta naturaleza. Sin perjuicio de ello, un análisis más sesudo seguramente revelará una plétora de inconvencionalidades adicionales. Quien suscribe no tiene duda de que no será esto lo último que oiremos de esta y otras iniciativas prima facie lesivas, sin embargo no debe olvidarse que la primera línea de defensa ante la erosión democrática es, precisamente, la constante vigilancia de los derechos humanos y su observancia por parte de la sociedad civil sobre aquellos que ejercen el poder público; Carthago delenda est.