El abogado y la ética: ¿cuándo no tomar un asunto? | Paréntesis Legal

Lic. Raymundo Manuel Salcedo Flores

 

Es un tópico en redes sociales el hecho de que el abogado debe saber cuándo no tomar un asunto; esto es, en qué casos debe declinar su labor, ya sea para que otro experto asuma la defensa de los intereses de su cliente o bien, para indicarle que el camino a seguir es otro distinto del que los abogados podemos ofrecer.

Sin embargo, la cuestión de saber cuándo no debe tomarse un asunto traspasa los límites de la legalidad en sentido estricto y se coloca en el plano de lo ético; porque los justiciables llegan al despacho de un abogado buscando la solución a un problema o situación legal que les aqueja, y el deber ético del abogado consiste en hacerle saber las consecuencias legales de una determinada acción o falta de ella.

Ahora bien, es ampliamente sabido que un abogado no debería tomar asuntos de materias en las que no esté familiarizado o bien, que desconozca su tramitación; esto conlleva también los asuntos que por su lejanía no puedan ser atendidos con la debida diligencia por el profesionista. La especialización permite al abogado saber específicamente qué asuntos puede o no tramitar, y aunque puede incursionarse en otras materias, el abogado ha de ir con cautela cuando explore otras materias distintas a la suya.

Así, el primer gran norte que el abogado ha de seguir para guiarse sobre qué asuntos no llevar es precisamente el de no llevar asuntos que no sean de su área de especialidad, y en caso de hacerlo, el asunto debería tramitarse de forma conjunta con otro abogado que sí sea experto en el tema.

Otro gran norte sobre este tema consiste en los asuntos en los que la estrategia sugerida por el cliente es improcedente en términos legales. Al respecto, el postulante recibe varias solicitudes para poder tramitar un asunto, algunas de ellas derivan en citas para revisar el asunto, otras más en cotizaciones; pero en algún momento el abogado se enfrentará a una solicitud de iniciar un procedimiento que, conforme a las leyes correspondientes no tendrá futuro legal.

El abogado podría cobrar por dicho procedimiento a sabiendas de que su cliente no tiene ninguna posibilidad, que la acción está prescrita o que el recurso legal que se intentará es improcedente; pero en el fondo, ello se aleja del más elemental de los códigos éticos: la veracidad frente al cliente.

Por otra parte, se tiene el caso en el que el cliente intenta alguna estrategia o fin que resulta ilícito o contrario a la ética; es decir, en aquellos casos en donde el cliente es quien presenta un caso que resulta contrario a la ética del abogado; en estos casos se presenta un dilema sumamente interesante: el abogado podría tomar el asunto a pesar de que conforme a su ética no deba de proceder de la forma en que su cliente lo pide; por otro lado podría rechazarlo y entonces asumir que su ética es la que debe usarse como vara para medir a qué clientes atender y a cuáles no.

Ambas situaciones ponen de relieve el tipo de decisiones a las que los abogados nos enfrentamos cotidianamente, y no es fácil dar una respuesta directa a este dilema; pero si en algo se puede intentar solucionar se puede decir que el abogado puede tomar asuntos en donde no comparta el criterio ético de su cliente, siempre y cuando no exceda de ciertos límites que sólo el abogado podrá poner a conciencia de lo que está dispuesto a tolerar y de lo que no.

En términos aristotélicos, el abogado debe encontrar la justa medida entre la divergencia de sus parámetros éticos y los de su cliente, y tener el tacto para reconocer cuándo el asunto excede del margen de lo tolerable dentro de la divergencia ética entre su cliente y él mismo.

Finalmente, quizá el mayor norte que ha servido a quien esto escribe para determinar en qué casos debe tomarse y en qué casos debe rechazarse un asunto legal en estos casos es el imperativo categórico formulado por Immanuel Kant en el siglo xviii, que quedó plasmada en una sola premisa fundamental en su libro Crítica de la Razón Práctica: “obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal” (AA V:30).