El acceso a la justicia en los tiempos de COVID-19.
Lic. Raymundo Manuel Salcedo Flores.
La pandemia de COVID-19 nos tomó desprevenidos, y el sector jurídico fue quizás uno de los menos preparados para afrontar la pandemia sin paralizarse. Desde que el pasado 17 de marzo se emitieran las primeras alertas y se suspendieran clases en casi todos los centros educativos del país, los poderes judiciales de las entidades federativas y el federal suspendieron sus servicios al público. En el caso del Poder Judicial de la Federación, se siguió dando trámite a los asuntos catalogados como urgentes; los poderes judiciales de los estados de la república y de la Ciudad de México también redujeron su actividad a los asuntos catalogados como urgentes, como lo son el pago de pensiones alimenticias, el cumplimiento de órdenes de aprehensión, audiencias de control de detención, etcétera.
El resto de los asuntos legales quedaron paralizados, los plazos fueron detenidos, primero al 19 de abril, luego al 6 de mayo, luego al 30 de mayo y finalmente al 15 de junio, fecha que, dado el curso de los acontecimientos, no es del todo cierta para la reanudación de las actividades jurisdiccionales en el país. El curso del grueso de los litigios civiles, penales, familiares, mercantiles, agrarios, fiscales, laborales y en general de todas las materias quedó completamente pausado.
A raíz de esto han surgido una serie de voces en las redes sociales que sugieren formas de resolver el problema: notificaciones por Whatsapp, audiencias por videoconferencia, manejo de expedientes electrónicos, etcétera; todas ellas muy buenas ideas, pero que se enfrentan a una verdad lapidaria: salvo por un puñado de materias, el grueso de los asuntos legales que se tramitan en México no cuenta con el soporte legal para realizarse de forma electrónica.
En efecto, si bien en materias como amparo y administrativa federal está bien regulado el uso del expediente electrónico y se pueden enviar promociones y recibir notificaciones por vía electrónica, ello no sucede en otras materias como la civil, familiar, laboral, agraria, etcétera, más aún, no existe fundamento legal que permita a las autoridades jurisdiccionales el realizar los actos procesales de forma electrónica; lo cual es sorprendente cuando nos encontramos en la segunda década del siglo xxi, en que las telecomunicaciones nos permiten entablar una conversación con una persona al otro lado del planeta en cuestión de segundos, en donde una videoconferencia se puede sostener desde un dispositivo que se carga en el bolsillo.
El siglo xxi empezó en 2001, pero el mundo del derecho y, específicamente el derecho mexicano se ha quedado rezagado frente a los avances tecnológicos de la presente centuria. Esto nos demuestra que todas esas ideas de notificaciones electrónicas, audiencias virtuales, presentación de escritos en línea y demás cuestiones constituyen, en opinión de quien esto escribe, un falso debate.
Un falso debate porque lejos de pensar en la logística de cómo deberían de suceder las notificaciones, las audiencias y la presentación de escritos legales por vía electrónica, quizá los operadores jurídicos hemos perdido de vista que los códigos procesales de las entidades federativas, en su mayoría, no establecen la posibilidad de realizar esos actos procesales por vías distintas a la tradicional, porque nuestra legislación se quedó, lamentablemente, con los avances tecnológicos de mediados del siglo xx, entonces es precisamente por allí por donde se debería empezar.
Ahora bien, mediante reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 15 de septiembre de 2017, se estableció que la Federación (y ya no las entidades federativas) es la facultada para legislar en materia procesal familiar y civil; sumándose a una larga lista de materias en donde la Federación es la que tiene la facultad de establecer las normas procedimentales, tal como sucede en la materia penal, laboral, agraria y mercantil.
Así las cosas, podemos decir que el Congreso Federal posee una amplia gama de facultades para legislar las materias procesales en todo el país, sin embargo, pese a que en el decreto publicado el 15 de septiembre de 2017 se estableció un plazo de 180 días para que el propio Congreso emitiera una legislación única en materia civil y familiar, ello no sucedió y, para junio de este 2020 se habrán acumulado un millar de días transcurridos desde la citada reforma y sin que se haya expedido el tan anunciado Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares.
Al margen las consideraciones que se pudieran hacer sobre la transgresión al federalismo que dicha reforma implicó, lo cierto es que después de efectuada la reforma constitucional, en atención a lo que establece el artículo 124 de la propia Constitución, las entidades federativas ya no tienen más la facultad de legislar en las materias civil y familiar, razón por la cual ni siquiera los congresos de los estados de la República ni el de la Ciudad de México pueden efectuar adecuaciones para regular el uso de los medios electrónicos en la función jurisdiccional, permitiendo que los actos procesales se realicen por vías electrónicas.
En ese tenor, es en este momento una necesidad imperiosa que el Congreso de la Unión asuma su papel para adecuar el orden jurídico existente a una realidad social que en actualmente es aplastante: la justicia está detenida y, pudiendo en la práctica llevar a cabo la inmensa mayoría de los actos procesales por vías electrónicas, simplemente, la legislación que existe en la actualidad no contempla la posibilidad de hacerlo.
Otro aspecto que debe considerarse es que los poderes judiciales de las entidades federativas no siempre cuentan con los recursos tecnológicos y financieros para implementar la justicia electrónica, lo que significa que a la par de una reforma legal que permita establecer la justicia por vías electrónicas, es necesario dotar a los tribunales de recursos tecnológicos, de capacitación y económicos para la implementación de una reforma en ese sentido.
Aunado a ello, debe existir una nueva reflexión sobre la forma en que funciona el proceso en México para adaptarnos a la nueva realidad social que implica convivir con el virus que hoy es el enemigo público número uno. En efecto, dentro del proceso existe una parte que corresponde a las pruebas, y que es la que provoca las aglomeraciones en los tribunales: las audiencias. Repensar las audiencias no para suprimirlas, pero sí para considerar qué pruebas pueden rendirse fuera de audiencia, qué pruebas son arcaicas y quizá ya no tiene sentido preservar en la legislación procesal y cuáles sí requieren su desahogo en audiencia pública.
Esa nueva reflexión va encaminada específicamente a la prueba confesional en las materias civil y familiar. Por regla general, estas pruebas se desahogan con un pliego de posiciones (escrito u oral) en el que el absolvente ha de responder de forma categórica (sí o no) y puede añadir después lo que considere; el articulante formula estas posiciones basado en la demanda o contestación y en que esas posiciones le perjudiquen jurídicamente a su contraparte.
En la práctica, sin embargo, el postulante formula estas posiciones pensando en dos escenarios: o bien que la contraparte no se presente y así declararlo fictamente confeso de todas y cada una de las posiciones, o bien que se presente y, al escuchar las posiciones, se confunda y responda lo que legalmente le perjudica; en pocas palabras, en esta prueba se apuesta porque la otra parte cometa un error, uno que le puede costar el resultado del juicio. Si advertimos que la impartición de justicia no debe basarse en que la contraparte se equivocó al responder una posición, sino en conocer la verdad material de los hechos para así aplicar el derecho, nos daremos cuenta de que la prueba confesional se ha tornado en innecesaria.
Sé perfectamente que proponer la abolición de la prueba confesional puede acarrear una oleada de críticas, las cuales pueden tener cierto grado de razón, sin embargo existen materias en las que se ha vedado el uso de la prueba confesional mediante absolución de posiciones y los justiciables siguen teniendo la posibilidad de probar lo que a su derecho corresponda, es decir, no se menoscaba el derecho de acceso a la justicia de los gobernados con la abolición de dicho medio probatorio, además de que se evitarían audiencias multitudinarias y se evitaría el uso faccioso de una prueba que tenía aplicación y valor cuando no existían otras formas de probar los hechos, una prueba que resultaba idónea en un país con alto grado de analfabetismo y en una sociedad donde no existían los mensajes de datos, donde no había cámaras para documentar ciertos actos, en fin, la sociedad de mediados del siglo pasado.
No obstante, el repensar nuestros procedimientos nos puede llevar por senderos nuevos e inexplorados en los que, tal vez, sólo tal vez, cuando una situación similar a la que vivimos hoy en día se repita, la justicia esté mejor preparada para afrontarla sin necesidad de paralizarse.