El Delito de Ecocidio y la Corte Penal Internacional | Paréntesis Legal

El Crimen de Ecocidio y la Corte Penal Internacional: El hábito (a veces) no hace al monje.

Moisés A. Montiel Mogollón y Santiago Vargas Niño

El mes pasado un panel internacional de expertos propuso, a instancias de la Fundación Stop Ecocide, una iniciativa para consideración de la Asamblea de los Estados Parte del Estatuto de Roma (“ER” en lo sucesivo) de la Corte Penal Internacional (“CPI” en lo sucesivo) relativa a la adición de un nuevo crimen a la competencia material de la CPI: el ecocidio. La definición, según traducción propia, reza:

Artículo 8 ter

Ecocidio

  1. Para efectos de este Estatuto, “ecocidio” significa actos ilegales o injustificados cometidos con el conocimiento de que existe una probabilidad sustancial de daños graves y, bien sea, extendidos o duraderos al medio ambiente causados por dichos actos.
  2. Para efectos del párrafo 1:
    1. “Injustificado” significa con indiferencia temeraria al daño que sería claramente excesivo en relación a los beneficios sociales y económicos anticipados;
    2. “Grave” significa daño que involucra cambios adversos muy serios, disrupción o daño a cualquier elemento del medio ambiente, incluyendo graves impactos a la vida humana o a los recursos naturales, culturales o económicos;
    3. “Extendido” significa que se extiende más allá de un área geográfica limitada, cruza fronteras nacionales, o es sufrido por un ecosistema o especie en su conjunto o por un gran número de seres humanos;
    4. “Duradero” significa daño que es irreversible o que no puede ser reparado a través de recuperación natural en un período razonable de tiempo;
    5. “Medio Ambiente” significa el planeta tierra, su biosfera, criósfera, litósfera, hidrósfera y atmósfera, así como el espacio exterior.

Los esfuerzos del jurista polaco Raphael Lemkin por incorporar el “genocidio” en el vocabulario del derecho internacional durante la Segunda Guerra Mundial reverberan a través de la propuesta. De hecho, el panel emuló el ejercicio etimológico realizado por Lemkin en el Capítulo IX de “El Dominio del Eje sobre la Europa Ocupada”: sostuvo que el término “ecocidio” resulta de la conjunción de la raíz griega “Oikos”, relativa al hogar y al ambiente, y el sufijo latino “cide”, alusivo a causar la muerte. No obstante, el texto pretende llenar los incómodos intersticios dejados por los crímenes guerra y los crímenes de lesa humanidad. Los primeros castigan los daños medioambientales excesivos en relación a la ventaja militar concreta anticipada, pero únicamente son aplicables en el marco de un conflicto armado. Los segundos pueden ser cometidos en tiempos de paz. Empero, no ofrecen protección alguna al medio ambiente. Por lo tanto, el panel se dio a la difícil tarea de profundizar en las protecciones al medio ambiente fuera de contextos de conflicto armado. Con ello, buscó “contribuir a un cambio de conciencia” para la prevención de los daños medioambientales más severos.

Esta pieza pretende hacer una sucinta disección de la propuesta de los panelistas el propósito de promover dos discusiones simbióticas: aquella relativa a lo deseable (normativa, social y políticamente) de la inclusión de este crimen en el ER y la referente a la corrección conceptual de su descripción normativa.

Lo bueno

Este primer acercamiento ha iniciado una discusión necesaria sobre las eventuales consecuencias penales de nuestra forma de relacionarnos con el medio ambiente. Desastres como la reciente explosión de un gasoducto de PEMEX ponen de relieve la necesidad de que el derecho tome parte más activa en la tutela del medio ambiente. Esto implica promover reflexiones acerca de la mejor aproximación conceptual al problema. Propuestas interesantes pueden hallarse en la teoría de los bienes públicos globales o en la disruptiva noción de que la naturaleza es, en sí misma, titular de derechos.

Al margen de profundas consideraciones doctrinales, los expertos internacionales que conforman el panel dieron un paso adicional en la lucha contra la catástrofe climática y los desastres ambientales que ésta apareja. En un mundo con tantos Acuerdos de París que arriesgan quedarse en lo declarativo y Acuerdos de Escazú fundados en el (cuestionable) supuesto de la suficiencia de las legislaciones medioambientales nacionales, la toma de conciencia sobre la dimensión internacional de estos retos es un cambio bienvenido, incluso si parece responder a la seducción del punitivismo principalista.

Sin embargo, el camino al infierno sigue empedrado de buenas intenciones y, por más que éste sea un desarrollo doctrinario llamativo, aún resta por ver si los Estados parte del ER atenderán la propuesta, cosa que parece en extremo dudosa.

Precisamente por eso, lo que aquí se busca es abrir una discusión que parta del análisis de la dogmática penal que debería impregnar al crimen propuesto, pero que brilla por su ausencia.

Lo malo

El antropocentrismo incorporado a la definición traiciona la protección medioambiental como régimen diferenciado. La misma noción instrumental del medio ambiente que ya prevalece el derecho internacional general hace aparición estelar en este crimen. Si bien de su lectura pareciera desprenderse una protección al medio ambiente como interés jurídico autónomo, varios aspectos de la propuesta la ubican firmemente en el ámbito de las concepciones utilitarias de la naturaleza.

En primer lugar, el panel únicamente consideró punibles aquellos daños al medio ambiente que, siendo lícitos, resulten injustificados. Esta postura introdujo un accidentado análisis de proporcionalidad que permitiría darles primacía a consideraciones económicas o sociales por encima de la protección de la naturaleza. El panel justificó esa controversial ponderación acogiendo acríticamente la narrativa del “desarrollo sostenible”. De esta manera, descartó consideraciones urgentes acerca de una realidad ineludible: los mayores responsables de emisiones de gases nocivos para el medio ambiente operan, justamente, en el marco de lo que continúa siendo social y económicamente aceptable.

En segundo lugar, dado que la definición misma de la licitud de los actos no se agotaría en el derecho internacional, sino que se alimentaría de los sistemas jurídicos de los estados partes del ER, la poderosa influencia de las empresas extractivas sobre sus legislaturas podría conducir a la adopción de normas autorizando actividades desproporcionadamente lesivas del medio ambiente. Esta posibilidad, aunada al carácter fragmentario del derecho ambiental internacional, restringiría la aplicación del ecocidio a conductas notoriamente ilícitas como la explotación irregular de recursos naturales por parte de grupos armados organizados. Tal resultado no contribuiría a producir el cambio de consciencia deseado. De hecho, tendría el efecto contrario: reforzar un statu quo en el cual los máximos contribuyentes a la catástrofe ambiental operan a cubierta del estado.

Esta relativización de la conducta reprochada priva al crimen de su justificación aparente y convierte una suerte de “moral de circunstancias” en el criterio diferenciador entre el daño ambiental admisible y el inadmisible.

Lo feo

El aspecto objetivo (o actus reus) del ecocidio no sólo limita la efectividad del crimen. También fue redactado de una manera tan confusa y asistemática que resultaría enormemente difícil probarlo en juicio.

Según el artículo 30 del ER, el actus reus se constituye a partir de: la conducta proscrita, las circunstancias en las cuales ésta se ejecuta y las consecuencias que produce. A pesar de que el artículo propuesto habla de “actos”, el comentario del panel menciona que éstos pueden incluir acciones y omisiones. Desafortunadamente, nada en el documento ofrece una tipología de conductas sobre las cuales tendría competencia la CPI. Aún más, Philippe Sands, codirector del panel, mostró renuencia a formular ejemplos de ecocidio. Mientras que, a manera de ejemplo, el crimen de lesa humanidad de homicidio requiere “Que el autor haya dado muerte a una o más personas”, el ecocidio apenas castigaría actos ilícitos o injustificados. Similarmente, el panel guardó silencio acerca de las circunstancias en las cuales tendría lugar el ecocidio. Esta omisión apenas sirve para comprender que sería un crimen aplicable a tiempos de conflicto armado y de paz. Finalmente, y es aquí en donde el panel centró todos sus esfuerzos, las consecuencias relevantes para el ecocidio serían los daños graves y, alternativamente, extendidos o a largo plazo.

En sí mismas, tales consecuencias presentarían considerables dificultades probatorias. El panorama es aún más desalentador si se tiene en cuenta que, en criterio del panel, el ecocidio sería un crimen de peligro. En otras palabras: no requeriría de la efectiva materialización de las consecuencias. De tal manera, el aspecto objetivo de la conducta quedaría reducido a desplegar actos u omisiones que tuviesen la potencialidad de generar una afectación calificada del medio ambiente. Esta marcada indeterminación contradice el principio de legalidad consagrado en el artículo 22 del ER y le confiere un preocupante margen de discrecionalidad a la Fiscalía. Así, el crimen no puede siquiera aspirar a cumplir una función disuasoria toda vez que es imposible saber qué es lo que está prohibido y, al mismo tiempo, representa una seria amenaza a las garantías de eventuales acusados ante la CPI.

Por si fuera poco, el laberíntico actus reus del ecocidio también proyecta enormes problemas sobre el aspecto subjetivo (o mens rea) de la conducta castigada. Por regla general, el artículo 30 del ER exige que el autor de un crimen despliegue su conducta de manera intencional y que, cuando menos, sea consciente de las circunstancias que rodean sus acciones u omisiones y de la probabilidad rayana en la certeza (en inglés: virtual certainty) de que las consecuencias se materializarán. Entonces, el autor del ecocidio tendría que desplegar acciones (v.gr. talar un bosque) u omisiones (v. gr. abstenerse de reportar un derrame petrolero) ilícitas o injustificadas intencionalmente y a sabiendas de que es virtualmente cierto que éstas producirán daños ambientales graves y, bien sea, extendidos o a largo plazo. Tal evaluación requeriría de conocimientos científicos avanzados o, cuando menos, de información que señalara de manera suficientemente clara los efectos de determinada decisión a un sujeto activo común. De allí que ésta también ofrecería amplias oportunidades para alegar errores de hecho (conocidos en nuestro medio como “errores de tipo”) o de derecho (a los cuales usualmente nos referimos como “errores de prohibición”) con vocación de eliminar la intencionalidad de la conducta y, con ello, eximir de responsabilidad al autor.

Acaso anticipando estas consecuencias indeseables, el panel propuso un estándar subjetivo supuestamente inferior, cercano – en su errado criterio – al dolo eventual. Según éste, bastaría con demostrar la consciencia de una posibilidad sustancial de producción de los daños ambientales prohibidos por el ecocidio. Como bien señaló Ambos, ese elemento cognitivo es más riguroso que el previsto por el dolo eventual. Recuérdese que el último se satisface cuando el autor se representa un resultado (como altamente probable), pero no lo conoce de antemano, y lo deja librado al azar o, alternativamente, se reconcilia con su producción. Paradójicamente, este mayor grado de conocimiento está acompasado por una menor exigencia de previsión por parte del autor, a quien el panel no le pediría anticipar como virtualmente ciertos, sino apenas como sustancialmente posibles, los daños a la naturaleza cubiertos por el ecocidio. Como quedó demostrado en esta publicación, intentar resolver la palmaria contradicción del panel es un ejercicio estéril que sólo profundiza la confusión acerca del contenido del artículo 30 del ER. Nos resulta más honesto y pragmático aseverar que la mens rea propuesta por el panel es tan inviable como el actus reus al cual debería responder. En últimas, la mens rea propuesta pareciera orientarse a ofrecer una tenue justificación para la imputación del conocimiento que la Fiscalía o los jueces consideraran, ex post, que el autor tuvo o tenía que haber tenido. Anatema para los defensores del derecho penal del acto y del principio de culpabilidad.

Así las cosas, aunque podríamos celebrar la propuesta, preferimos señalar que ésta necesitaría de una calibración más atenta para ser susceptible de prohibir (correctamente) una conducta (definida) y de permitir una imputación subjetiva adecuada (respetuosa del principio de culpabilidad). No obstante, aun esa descripción ideal del ecocidio debería superar una prueba ácida todavía más exigente respondiendo al siguiente interrogante: ¿es el derecho penal internacional el vehículo más idóneo para superar el paradigma antropocéntrico de fungibilidad del medio ambiente?