¡El Derecho Internacional ha muerto; larga vida al Derecho Internacional!
Mtro. Moisés A. Montiel Mogollón
La invasión rusa a Ucrania, justificada como “operación militar especial en el Donbas” con el objetivo de “desnazificar” Ucrania y detener presuntos actos de genocidio contra poblaciones étnicamente rusas en territorio ucraniano parecería haber dejado al desnudo las estrecheces del sistema de seguridad colectiva creado por la Carta de las Naciones Unidas cuando el agresor es, precisamente, uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad en su especial condición de garante de la paz y la seguridad internacional. Abundan las críticas al derecho internacional y al régimen normativo que prohíbe el uso de fuerza como mecanismo de solución de controversias internacionales.
“¿De qué sirve un sistema de seguridad colectiva -que sostiene el edificio entero del multilateralismo institucional basado en reglas- que no es capaz de poner freno a las agresiones de sus propios garantes?” Se lee en múltiples críticas (incluso a veces desde trincheras que se ostentan como letradas). También sobran los argumentos tu quoque que sacrifican la vigencia normativa del sistema en el altar de la conveniencia política. Señalan esas voces que al no denunciar la ilegalidad de agresiones como las de la OTAN en Kosovo en 1998, Estados Unidos en Irak Iraq en 2003 y Afganistán en 2001, o la ocupación ilegal de Israel en territorios palestinos desde 1967, y tantas otras cometidas por el occidente desde 1945, entonces de alguna manera resultaría legal esta agresión rusa.
¿Es este el fin del orden internacional basado en reglas construido al molde de los sueños de Woodrow Wilson y Vladimir Lenin en la década de los 20? ¿ha condenado Rusia la aspiración kantiana de resolver los conflictos a través de diplomacia preventiva ejercida en foros multilaterales con vocación de permanencia? ¿Sirve de algo Naciones Unidas como principal centro de armonización de esfuerzos legales y humanitarios y como estandarte de humanidad cosmopolita?
Estas son todas preguntas muy válidas y propias a la situación que las rodea. Sin embargo, el problema aquí no es uno de vigencia de reglas e instituciones, sino de cumplimiento y de entender los alcances y resultados esperables de ese orden que llamamos derecho internacional público.
Pregúntese el lector, cuántas guerras mundiales ha habido desde 1945. Para eso, específicamente, nació Naciones Unidas como institución. Tal como reza el preámbulo de su instrumento constitutivo, la intención de la organización era “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles”. No preservarla de cualquier guerra, (aquello sería imposible), sino de una cuya magnitud involucrase a la gran mayoría de los estados soberanos de la tierra como ocurrió dos veces en el siglo XX.
Como observara en 1954 el Secretario General Dag Hammarskjold: “Naciones Unidas no fue creada para llevar a la humanidad al cielo, sino para salvarla del infierno”. Las mejores pruebas de que estos dos extractos resumen la ontología y razón de ser de Naciones Unidas y del propio Derecho Internacional las encontramos en sus modestos casos de éxito como la reconstrucción e institucionalización de Kosovo, la posibilidad que tuvieron muchos países del sur global de vacunarse contra el SARS-COV2-19 gracias al mecanismo COVAX, los esfuerzos y logros obtenidos alrededor de los Objetivos de Desarrollo Sustentable, la renuncia a la guerra como mecanismo de solución legal de disputas (como lo prueba por ejemplo los litigios de Colombia y Nicaragua por sus diferendos limitrofes, o de Chile y Bolivia sobre las aguas del Silala), o el avance de la protección a las personas solicitantes de refugio que supuso la Declaración de Cartagena de 1984. Todo eso es producto del orden internacional basado en reglas cuya defunción ahora se rebuzna.
Como observara Louis Henkin “la mayor parte del derecho internacional es cumplido por la mayor parte de los estados la mayor parte del tiempo”. Incluso si ahora no se escucha por lo atronador de los hospitales ucranianos cayéndose bajo el peso de los bombardeos indiscriminados rusos. Pero ni siquiera esa barbarie es suficiente para mellar la vigencia del derecho internacional.
Este sistema de reglas, principios, normas, e instituciones ha estado sorprendentemente activo últimamente y sobre ese mismo tema: en lo litigioso, Ucrania ha instituido procedimiento contra Rusia ante la Corte Internacional de Justicia, obtenido medidas provisionales de la Corte Europea de Derechos Humanos al efecto de cesar todo ataque directo contra poblaciones civiles y respetar las obligaciones rusas bajo el derecho internacional humanitario que a su vez impacta en los derechos humanos, ha articulado junto a 39 estados partes del Estatuto de Roma la remisión de situaciones relativas a los potenciales crimenes de guerra y de lesa humanidad que estén ocurriendo en su territorio (incluso aquellos cometidos en exceso por los propios combatientes ucranianos) para situarlos en la competencia territorial y material de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, con miras a la apertura de un caso contra quienes resulten personalmente responsables.
A nivel diplomático, Ucrania (con importante apoyo de Estados Unidos, Albania y alrededor de 60 estados más en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y ante el bloqueo ruso a cualquier decisión allí adoptada) logró la activación del procedimiento especial contemplado en la resolución A/Res/377 A (V), también conocido como “Unión pro paz” que permite a la Asamblea General adoptar medidas que, en principio, le estarían reservadas al Consejo de Seguridad en casos de amenaza o quebrantamiento de la paz y la seguridad internacional. De allí obtuvo una resolución que de manera contundente condenó la acción rusa como una agresión (que podría servir como base política de una determinación jurídica en el caso ante la CIJ) con una mayoría de 143 votos a favor de un total de 193 estados miembros de la organización. Este procedimiento especial solo se ha podido activar (con esta) once veces desde la guerra de las Coreas en la década de los 50.
Ante tal movimiento institucional y una sorprendente magnitud y rapidez de las respuestas concertadas de la comunidad internacional -manifestadas en sanciones unilaterales al sector financiero ruso y contramedidas institucionales en materia de aviación civil– que sí valora el orden basado en reglas ¿de verdad es sostenible la idea de que el derecho internacional público ha muerto o que su vigencia se haya visto en lo más mínimo afectada? No habría que perder de vista que incluso la propia Rusia ha buscado justificar su proceder en términos del mismo derecho internacional que denodadamente contraviene alegando cosas como “legítima defensa preventiva” (que no existe), intervención humanitaria unilateral (que es ilegal), legítima defensa colectiva de Luhansk y Donetsk (que opera en fraude de la integridad territorial de Ucrania, por lo que resulta inoperante), e incluso que cumple sus deberes bajo los artículos I y VIII de la Convención de Genocidio de 1948 (en abuso de derecho por falso supuesto de procedencia fáctica). Ese intento, por cínico que parezca, ¿no reafirma la vigencia del sistema incluso cuando materialmente está siendo violentado?
¿Acaso una violación -por grave que sea-, o un puñado de ellas, deshace la normatividad de todo un sistema jurídico? Si fuera así, entonces no sólo los internacionalistas nos encontraríamos sin trabajo, ¿qué quedaría entonces para quienes se dedican al derecho penal? ¿o al amparo? Crímenes y abusos de poder del Gobierno ocurren absolutamente todos los días, con una frecuencia y consistencia que hacen parecer al derecho internacional el estándar dorado del cumplimiento, y eso nunca pone en tela de juicio la vigencia de esos órdenes normativos. ¿No es acaso el derecho internacional derecho público cuya inobservancia no causa su pérdida de vigencia?[1]*. El hecho de que este sistema tenga violaciones ocasionalmente graves o preocupantes no deroga de su vigencia y más bien, invita al cuestionamiento de cómo mejorarlo para prevenir estas grandes catastrofes. Así nacieron los Convenios de Ginebra de 1949, o el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares de 1968, o el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional de 1998. El derecho mira siempre hacia atrás para prevenir la reocurrencia de sus peores afligencias.
La invitación es entonces a la seriedad analítica, a evitar opinar desde el desconocimiento, y a no perder de vista que todo este sistema normativo que en este momento se encuentra a pleno galope existe al servicio no de sí mismo, sino de las naciones, personas, gobiernos, y estados que le han dado vida. Donde esté el ser humano, allí estará el derecho a su defensa y servicio (incluso si hay ocasionalmente algún vándalo que intente corromperle para oscuros fines). La utilidad de los operarios de la ley, en este contexto, es dar claridad analítica, insistir y mejorar en el cumplimiento y constante revisión del sistema normativo y no volvernos títeres del apocalípsis de la posverdad jurídica; Carthago delenda est.
- * Esto por supuesto sin perjuicio de mecanismos diseñados expresamente para lograr ese efecto por operación de una regla de reconocimiento Hartiana, como ocurre con la desuetude o con la derogatoria por tratado posterior ↑