Genuinas y falsas discusiones en el Derecho: sobre la responsabilidad al debatir
René Rubio Escobar
El Derecho (entendido aquí no solamente como conjunto de reglas, sino también de valores y principios), se desarrolla y evoluciona a partir del resultado de la confrontación de las ideas, en el ámbito público principalmente, con motivo de acontecimientos, necesidades e interacciones sociales. Todos los días presenciamos debates sobre la producción de normas jurídicas, tanto para las nuevas como para las reformas que son propuestas a las ya existentes; sobre las decisiones que en el Estado se toman para regular ciertas actividades, para prohibir conductas, fomentar acciones, regular al mercado, y un infinito etcétera.
El avance acelerado de los medios de comunicación, así como la facilidad para acceder a las redes sociales en particular, permite todos los días que las personas se involucren en los debates, dando su opinión sobre los temas de actualidad, entre ellos los jurídicos: se comentan y opinan las sentencias de los tribunales de todas las jerarquías, incluso, los de otros países; las iniciativas de ley y cualquier noticia que traiga consigo la aplicación del Derecho; se ponen a consulta de la sociedad cuestiones sobre derechos y obligaciones ciudadanas, al igual que políticas públicas y otros temas.
La característica común a todas estas discusiones es que no solamente participan en ellas quienes se han formado en el ámbito jurídico, sino todos aquellos sectores de la sociedad que son destinatarios de la norma o regulación pretendida, incluso quienes no lo son; también interviene la prensa, difundiendo tanto las discusiones mismas como la interpretación que el periodista respectivo les da; la academia, a partir de análisis formales derivados de procesos institucionalizados y conocimientos específicos de las materias de que se trate; la sociedad civil en general, apoyada del conocimiento que adquiere justamente por la difusión en medios de comunicación y la formación y experiencias que cada persona tiene, su noción de justicia, responsabilidad, sanción y otros conceptos; y, finalmente, la comunidad jurídica participa en los debates.
Esta gran cantidad de opiniones, conforma un elemento que resulta determinante para que el Derecho se construya y difunda. La gran opinión pública se va generando a partir de debates cotidianos, pero no todos ellos se sujetan a reglas, lo que en principio parecería no ser exigible, pues el carácter democrático de nuestro estado constitucional reconoce como regla general que cada uno se exprese libremente. Pero ¿es esto suficiente?, ¿Cómo serían las cosas o qué resultado tendríamos en esa transformación y evolución del Derecho si las discusiones jurídicas de todos los días se sujetaran a reglas mínimas? No como formas de impedir sin más que cada quien tenga un modo de expresión, sino como una cierta responsabilidad de que al opinar se tengan en cuenta aspectos que den lugar a mejores resultados.
Aquí la noción de responsabilidad deriva de la finalidad de los debates: entablar una contraposición de ideas no es una actividad meramente especulativa, sino que tiene un objetivo principal determinado, que es dilucidar cuál de las versiones contendientes debe aceptarse como cierta y cuál de ellas desestimarse. Es verdad que las discusiones tienen objetivos constructivos, pues de ellas pueden resultar nuevos temas de debate o nuevas ideas a incluir en las discusiones, pero aun en esos casos, siempre se está en espera de un producto final, dado que el estado de cosas en torno al tema debatido, antes y después de la discusión, debe sufrir una transformación, un cambio, aun cuando sea su propia ampliación o replanteamiento.
Además, tratándose del Derecho, la responsabilidad tiene una relación directa con la incidencia o influencia que tengan los intervinientes en la discusión, para lograr cambios sustantivos en el ámbito jurídico.
Así es, ante esa exigencia de que la interacción de los oponentes en una discusión obtengan un resultado, en la ética podríamos encontrar una primera respuesta a las preguntas realizadas antes: a quienes se encuentren en posiciones de decisión que tengan como resultado cambios en el ámbito del Derecho, les es exigible sujetarse a reglas de las discusiones jurídicas; incluso, podríamos aceptar que una consecuencia de debatir así, tratándose de personas o grupos con posiciones de poder, pueden generar ambientes y condiciones de debate que se reproduzcan en ámbitos sociales sin poder de decisión (cuando menos en el ámbito público) y que todo ello conduzca a un estado de cosas donde quienes expresan sus opiniones lo hagan con un grado de responsabilidad: de los maestros frente a su alumnos; de los padres frente a sus hijos; y de los jefes frente a sus colaboradores, por mencionar solo algunos contextos.
En primer lugar, sería prudente saber identificar cuándo se está ante una discusión jurídica genuina y cuándo no. Todos aquí podríamos apresurarnos a contestar que, tratándose de la práctica jurisdiccional, por ejemplo, siempre se estará ante una discusión genuina cuando se es parte en un juicio, pues el mero hecho de ser contraparte de otro nos ubica dentro de un contexto de conflicto. Sin embargo, veremos que no bastaría solamente eso, ya que si bien formalmente cada parte que participa en un litigio se coloca en contra de la otra, materialmente podría no ser así.
Una discusión podría describirse como una contraposición de ideas o argumentos respecto de un tema o problema; en el ámbito jurídico la discusión se presenta si cuando menos dos partes asumen posturas antagónicas frente a lo previsto en una disposición normativa y esa confrontación de posturas deriva de su interpretación, de su validez, de su vigencia, sus alcances, etcétera. También puede suceder que la controversia derive de la apreciación de un hecho: si se encuentra demostrado o no, o bien, qué calificación jurídica debe dársele.
Ese primer elemento de la discusión genuina (contraposición de ideas), se da cuando lo que una de las partes afirma la otra lo niega, bien sea total o parcialmente, o bien, si lo dicho por una no es desconocido o refutado directamente por la otra, pero es contradicho mediante la asunción de una postura que impide lógicamente aceptar la de su contraparte. Esto quiere decir que, si uno de los contendientes sostiene una postura y la otra no refuta directa ni indirectamente aquella, en realidad no habrá discusión.
Este elemento es determinante y aun cuando generalmente solemos advertir si una persona sostiene una postura distinta a otra, podemos observar que en la práctica ocurre que la versión adoptada por ejemplo, en una sentencia (que es la resolución de un conflicto jurídico y representa la decisión del juez frente a él), pretende ser refutada no a través de desvirtuar las razones en que se apoya, sino en describirla, calificándola de incorrecta, denostándola u otras formas que no constituyen propiamente una argumentación, sino un mero rechazo, como actitud frente a la sentencia, pero no su refutación. En un caso como ese se estaría ante una falsa discusión.
Ahora bien, la contraposición de ideas o posturas ocurre una vez que se han satisfecho algunos requisitos que permiten a cada una de las partes exponer sus argumentos para demostrar al otro que su postura es la correcta: i) Debe existir un tema determinado, es decir, la discusión debe versar sobre alguno de los temas ya mencionados, en cuanto a una disposición normativa o algún aspecto de hecho, lo cual excluye la posibilidad de que el tema esté abierto o indefinido al momento en que cada parte comenzará a argumentar. ii) Los participantes deben utilizar un lenguaje común, lo que no implica que se expresen con el mismo estilo o utilicen las mismas palabras, sino que no debe haber vaguedad u ambigüedad de los términos que cada uno de los participantes utiliza, esto es, cada parte debe poder entender el significado de las palabras de su contraria tal y como es entendido por ésta (sin que esto implique que deba existir un acuerdo absoluto, pues precisamente la discusión puede versar sobre el uso del lenguaje, como sucede cuando se está ante formas contrapuestas de interpretar una disposición legal). Lo que no es posible en las discusiones genuinas es que uno de los intervinientes al hablar de “heredero” piense en la persona que sucederá a otra en sus derechos y obligaciones, y la otra esté pensando en el representante de la sucesión, por ejemplo. No puede haber discusión si una parte al hablar de “concubino”, piensa en una persona que hace vida en común con otra, sin otro requisito, mientras su contraparte considera que para ser tal, debe ser reconocido por una autoridad.
Pero ¿cómo es que estos elementos, que siendo ordinarios y obvios, no se reflejan en muchas de las discusiones jurídicas que presenciamos todos los días? ¿Cuántas veces hemos constatado, por ejemplo, que la inconformidad con una sentencia se apoya en afirmaciones sobre la conducta de la contraparte, del propio juez, o bien, el mero rechazo con el sentido del fallo?
La determinación de la existencia de una genuina discusión jurídica tiene relevancia de carácter sustantivo, como puede apreciarse, por ejemplo, en el juicio de amparo. La jurisprudencia de nuestros tribunales ha determinado en diversas épocas, que no es posible analizar algún argumento en ese juicio, que antes no se haya planteado ante los tribunales de instancia, precisamente porque si la materia del juicio es analizar si la autoridad responsable actuó conforme a la constitución, no puede realizarse ese examen a partir de razones que no conoció. También se ha determinado la ineficacia de argumentos que se refieren a cuestiones ajenas a la controversia, y lo mismo ocurre con aquellos en que se realicen afirmaciones genéricas y sin fundamento, es decir, que no controviertan las razones que sustentan el acto reclamado; ni es posible transitar por todas las instancias judiciales haciendo valer los mismos argumentos, si no se cuestionan los motivos que cada autoridad jurisdiccional ha expuesto para desestimar cada una de aquellas razones. Tampoco prosperan los argumentos basados en premisas falsas.
Con independencia de las excepciones existentes (o más bien reglas), como son la suplencia de la queja, y las modulaciones del principio de estricto derecho (es decir, los principios a seguir para la apreciación que de las pretensiones y argumentos deben realizarse por parte de los tribunales, la identificación de la causa de pedir y otras, en que se introduce una corrección a lo discutido), la existencia misma de estos criterios (todos ellos obligatorios), así como su aplicación en diversas épocas, dando lugar a la desestimación de las pretensiones de las partes en un buen número de casos, son una muestra de que el estado de las discusiones jurídicas o la forma en que los operadores jurídicos argumentamos ha requerido un reforzamiento de las habilidades discursivas que las instituciones de educación superior se han encargado de fomentar.
Y esto se refleja más allá de los tribunales, desde las discusiones ordinarias que se desarrollan en la vida cotidiana, hasta los más arduos debates legislativos, los debates políticos y cualquier otra actividad que requiere de poner en confrontación racional las ideas y no solamente la inconformidad, la denostación o cualquier otra actitud frente a las opiniones de las personas con quienes interactuamos. Es por ello que la formación académica, no solamente desde la etapa universitaria sino desde los inicios, debe estar sustentada en un conocimiento básico de la actividad argumentativa, crítica, que permita a las personas participar todos los días en la construcción y mejoramiento de las instituciones, no solamente jurídicas sino de cualquier otro orden.
En específico, tratándose de las personas que se forman en la profesión jurídica, en los últimos años en nuestro país se ha promovido la inclusión y reforzamiento de materias tales como la argumentación jurídica y la filosofía del Derecho, que si bien habían estado ya en desarrollo en las aulas universitarias desde el siglo XX, no habían tenido el alcance que ahora se les imprime en las aulas tanto de la formación superior, como en los posgrados. Sin embargo, sería útil hallar algún indicador que nos permita constatar si efectivamente la inclusión de esas materias se ha reflejado en la práctica jurídica, no solamente en el ámbito de la función jurisdiccional (donde generalmente se observa el desarrollo de la argumentación jurídica, por ejemplo), sino también en el terreno legislativo y otros ámbitos que exigen una actividad racional por parte de quienes intervienen en ella.
Un indicador de ese tipo permitiría darnos cuenta si es necesario intensificar el desarrollo de capacidades argumentativas y reflexivas en los juristas que se forman hoy día en las universidades, o bien, si ya hemos logrado alejarnos de la mera memorización de textos legales y la identificación de las instituciones jurídicas, como evidencias del conocimiento jurídico.
Uno de los parámetros a los que puede acudirse para ello es verificar la calidad de las discusiones que tenemos hoy en día en el ámbito jurídico, tanto desde el punto de vista sustancial -es decir, sobre cuáles son los principales temas que están siendo materia de debate en el ámbito jurídico, entendido como la academia, la judicatura, la investigación etcétera-, como desde la perspectiva material – cómo es que los profesionales del derecho argumentan en un contexto de conflicto-. En este último aspecto, la responsabilidad es mayor, justamente porque la argumentación es el tronco de la actividad del jurista.
Pero volvamos a la proposición central de este breve artículo, a manera de conclusión: la responsabilidad en el debate racional por parte de quienes emiten decisiones en el ámbito jurídico tendría como uno de sus elementos, el sujetarse a reglas básicas de la discusión. Argumentar no es sinónimo de inconformidad con la posición del contrario, sino de razonar y cuestionar el fundamento de su postura. El objetivo de la discusión es demostrar que la versión que se defiende es correcta, que está justificada y convencer de ello. Discutir no es una mera actitud de oposición o un estado de ánimo, es una actividad que depende del razonamiento, lo que excluye el dogmatismo; no es describir, calificar o descalificar, reprochar ni lamentar la versión del contrario.
Esta responsabilidad es aún mayor tratándose de los profesionales del Derecho, quienes deben construir contextos de discusión genuinos, apoyados en la racionalidad y esa responsabilidad se comparte por quienes tienen en sus manos decisiones que impactan en el ámbito del Derecho. Por ello, aun cuando la pretensión de responsabilidad al debatir no tiene como finalidad convertir a toda persona en un experto, eliminar las pasiones o suprimir los sentimientos, lo cierto es que resulta deseable sujetar las discusiones a aquellos parámetros, en la medida en que nos conduce a resultados palpables: nos permite identificar los buenos y los malos argumentos y nos puede llevar a tomar mejores decisiones.