Identidad nacional, identidad patria, identidad constitucional | Paréntesis Legal

Rafael Estrada Michel[1]

 

“Vivió para su Patria y murió por ella”. Tal cosa sostiene del general Ignacio Comonfort, ese “gran ciudadano, pero no gran hombre”, que decía Emilio Rabasa, el homenaje mortuorio que se le rinde en el panteón de San Fernando en la Ciudad de México. Conviene reparar en la lápida ahora que andamos obsesionados con las identidades presidenciales.

¿Por qué, entre tantas identidades que los seres humanos poseemos, escogemos casi siempre la de la Patria para los pomposos brindis y los engolados recordatorios? Si en efecto, como sostiene Amin Maalouf, la identidad no es tal en singular, sino un conjunto de múltiples pertenencias (familiares, religiosas, escolares, sexuales, comunitarias, tribales, profesionales, gremiales, provinciales)[2], ¿qué es lo que nos hace pensar que la identidad “nacional” es aquella que conecta íntimamente con lo “patriótico”?

“Patria” y “Nación” se refirieron, originalmente, al lugar de nacimiento de las personas. Se era “de nación extremeña” o “peruana” en el complejo integral de la Monarquía española. A las Cortes de Cádiz (1810-1814) se les ocurrió sistematizar una idea que venía rondando las cabezas ilustradas desde los siglos XVII y XVIII: la de la “Nación española” como reunión “de los españoles” en “ambos hemisferios”. La idea parecía benigna, pero producía cuando menos dos problemas: el primero y más evidente es que pretendía crear ex nihilo un beneficio del que los indianos, como naturales de reinos “incorporados a la Corona de Castilla en pie de igualdad” (fray Servando dixit), gozaban desde el Quinientos. La segunda es que, en América, existían “españoles” que nunca lo habían sido: los integrantes de las “repúblicas de indios” y, sobre todo, las castas que “por cualquier vía” podían “reputarse” originarias del África. A estas últimas no se les negó la españolidad, pero sí la ciudadanía y aún la prerrogativa de aparecer en los censos de la Monarquía a efectos electorales: la España europea, con ello, se aseguró para un futuro que nunca llegó, una cómoda mayoría parlamentaria.

Importaba, porque en el diseño semiparlamentario de aquellos pininos electorales, las Cortes generales de la Monarquía representaban el cauce por el que discurría la práctica totalidad del proceso político: el Rey sería cabeza de una administración española, sí, pero en la que, para ponernos orwellianos, habría algunas Españas más españolas que otras (ver artículos 1, 5, 18, 22 y 23 de la Constitución de 1812).

De ello hemos hablado largamente en otros espacios, y no es lo que interesa directamente aquí. Habrá que decir, sin embargo, que siendo la soberanía un atributo que “reside esencialmente en la Nación” (artículo 3º de la misma Constitución) y estando esa misma Nación “obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen” (artículo 4º), se comprenderá lo esencial que resultaba el control del órgano de expresión, por antonomasia, de la Nación: el Parlamento. Y, sin embargo, de tanto nacionalismo, una de las “principales obligaciones de todos los españoles” junto con la de “ser justos y benéficos” consistía en el “amor de la Patria”, no así de la “Nación”.

Los movimientos independentistas mexicanos parecieron ser conscientes de lo que se jugaban con la distinción entre los términos. Así, la Junta de Zitácuaro, con su marcado modelo de primacía del legislador, se apeló rápidamente “Suprema” y “Nacional”, con planes de generar una figura de “Protector nacional” según los Elementos constitucionales que pergeñó el licenciado Ignacio López Rayón en el propio 1812, al tiempo que el Congreso de Chilpancingo comprendió que el “Anáhuac” que representaba no era otra cosa que una Nación soberana, no sujeta a la potestad de ninguna otra en el Orbe (así lo manifestó en su Reglamento, en los Sentimientos no de la Patria sino de la Nación que dio a conocer su principal adalid y en un Acta de Independencia que expidió ex profeso en 1813), mientras que el Decreto constitucional de Apatzingán (1814) consideró prácticamente infalible (y, por lo tanto, irrecusable e inimpugnable, con una presunción iuris et de iure de regularidad constitucional) la voluntad de la Nación expresada en leyes.

En 1821, según el Acta definitiva de Independencia, un caudillo “superior a toda admiración y elogio, honor y gloria de su Patria” consumó la empresa mediante la cual “la Nación mexicana, que por trescientos años ni ha tenido voluntad propia ni libre el uso de la voz” salía “de la opresión en que ha vivido”. No hace falta ser muy ducho para entender la referencia aritmética: 1821 menos 300 es igual a 1521, el año iniciático de nuestra perturbadora historia tenochca. Si algo nos hacía “mexicanos” era la presunta, aunque nunca probada sumisión común al señorío prehispánico de Ahuízotl y Axayácatl. De hecho, se pensó con seriedad en traer al conde de Moctezuma, que había sido corregidor del Madrid de Fernando VII, a ser coronado en el nuevo Imperio.

Lo realmente impresionante es la rapidez con la que la idea de la nueva Nación se extendió por el Septentrión hispanoamericano, de Nicaragua a Nuevo México, a juzgar por las proclamas de adhesión al Plan de Iguala que recientemente ha reunido Jaime Olveda[3]. Lo que nunca fue azteca (pienso en las Provincias internas del Norte, pero también en Guatemala, en Yucatán y en Michoacán) se asumía ahora “mexicano” y reconocía una nueva bandera (la Trigarante) como común a todas las Patrias que componían la Nación. De hecho, ahora que se discute la idea de prohibir cualquier símbolo religioso en cualquier espacio público, así sea un símbolo que haya alcanzado ya una apropiación nacional (como ocurre con las representaciones de Belén o del Calvario, las piñatas con sus picos que representan los pecados capitales, los pescados que se comen en vigilia o el apenas disimulado culto a los muertos), cabría recordar que la cucarda tricolor no representaba, como se ha pretendido, simbología garibaldiana alguna (ni el blanco de la nieve de los volcanes, ni el verde del pesto o del laurel, ni el rojo de la sangre que riega nuestras campiñas y hace que se estampen en ella nuestros pies) sino una simbiosis de “Religión, Unión e Independencia” con que el militarista caudillo de Iguala rebautizó a las tres virtudes teologales que vistió el Dante en la Comedia y pintaron Villalpando, Cabrera y los Correa, entre muchos otros, en numerosos sagrarios y sacristías novohispanas: el Verde de la Esperanza, el Blanco de la Fe y el Rojo de la Caridad, del ágape, del amor.

Curiosa paradoja del victimismo mexicano, que llora como derrota casi definitiva de lo “nacional” el 13 de agosto de 1521, fecha de la caída de México-Tenochtitlan y de México-Tlatelolco, se halla en el hecho de que fue la victoria tlaxcalteca, la de los siempre calumniados “traidores” de la Historia Patria (¿la historia de cuál “Patria”?), la que implicó la extensión definitiva de la gran cultura nahua, su universalización, sus mayores alcances, los que van de la Alta California a Guatemala y de Acapulco a Filipinas. ¿Qué hizo que trescientos años después, y hasta la fecha, se encendiera la mecha de lo tenochca y no la de los hijos de Xicoténcatl? F. Xavier Guerra ofrece una explicación convincente: a principios del siglo XIX la idea de “reino” se hallaba más consolidada en Nueva España que en ningún otro lugar de América, amén de que existía en ella un extendidísimo culto, común a chamulas, mestizos, españoles y comanches: el culto a la Virgen de Guadalupe[4].

No es casual que una de las primeras escaramuzas de nuestro patriotismo criollo la haya protagonizado un orador que, con el tiempo, habría de convertirse en legislador. Y que lo haya hecho a propósito de la imagen del Tepeyac. Me refiero, por supuesto, a alguien nacido lejos, muy lejos del centro gravitacional de la Nueva España: el padre Servando Teresa de Mier, regiomontano, dominico réprobo y rebelde, talentoso escritor, político ingenuo que desató la ira del arzobispo de México Alonso Núñez de Haro cuando en 1794 afirmó, en plena Colegiata de Guadalupe, que la madre del Señor no se había aparecido al hoy canonizado Juan Diego sino que había enviado su imagen al Anáhuac (por cierto, años después fray Servando pugnaría porque se nos llamara “anahuacenses” y no “mexicanos”, por ser ese sólo el nombre “de una parte del país”[5]) impresa en la capa del apóstol Santo Tomás (sí, el dídimo, el gemelo, el incrédulo de los Evangelios) a quien los indígenas, siglos antes de la partida mexica de Aztlán, habrían llamado “Quetzalcóatl”.

Para la identidad mexicana este discurso es casi tan importante como el que décadas más tarde el propio Mier pronunciaría en el Congreso Constituyente de 1823-1824 y que se conoce como el de sus “profecías en torno a la Federación”. Y lo es por una razón sencilla de comprender, pero no fácil de encajar entre los peninsulares: si Tomás-Quetzalcóatl había cumplido con el mandato del Cristo en el sentido de predicar el Evangelio “a todas las naciones”, la presencia castellana en Indias iniciada quince centurias después de los hechos habría resultado sobre tardía, inútil. Ya éramos cristianos incluso antes de la conversión de Recaredo y, por lo tanto, había llegado la hora de echar de estas tierras a la Madre España.

Por inverosímiles que parezcan, estas ideas (junto con otras y variadas peripecias) le valieron al padre Mier el título de “abuelo de la Patria”. Había nacido en 1763 en un Monterrey que era poco más que un caserío de doscientas familias, y pasaría buena parte de sus décadas adultas exiliado y preso en Europa, haciendo de la fuga un arte, escapando de enemigos reales o literarios y obteniendo del Santo Padre una secularización que nadie ha visto jamás. Pero no se hallaba exento de genio constitucional y legislativo, y fue fray Servando el primero en destacar que las Cortes de Cádiz (a las que no pudo acceder, como pretendió, en calidad de diputado suplente por el nuevo reino de León) excluían a lo americano de la idea paritaria de “Nación española” cuando negaban existencia comicial a las castas de mulatos, pardos y negros; mantenían metaconstitucionalmente la figura del virrey para enfrentar con fiereza a los insurgentes de ambas Américas; pretendían dividir a los antiguos reinos en tantas Diputaciones provinciales como Intendencias había establecido el reformismo borbónico; generaban un sistema electoral tan complicado que los diputados de Indias tardarían años en poder llegar a ocupar su curul en las Cortes; y, por encima de todo, dejaban para “tiempos constitucionales” la igualdad material entre españoles europeos y españoles de Ultramar.

Así pues Mier, el renegado, el sambenitado, el execrado, supo ver hacia el final de sus días (cuando, caídas Iturbide y sus “tres garantías” no parecía haber más camino que imitar extralógicamente el modelo yanqui de una República que federaba estados “libres y soberanos”) que la identidad constitucional que conviene no es otra que la de una cultura constitucional, que es cultura de libertades, sí, pero sobre todo de tratamiento igualitario. Una cultura que no renuncie a su aspiración de ser asumida por todas las personas que habitan un territorio y que defienda a la dignidad de toda expresión de la condición humana como sustento antropológico del Estado jurídico y democrático (la idea es de Häberle[6], pero está claramente anunciada en nuestros primeros constituyentes, sobre todo en Mier y en su vida paralela, la del también sacerdote José Miguel Guridi y Alcocer, él sí diputado a Cádiz por la “provincia primada de México: Tlaxcala), que sepa, en suma, ser crisol del apasionante nodo de lo “mexicano” para sostener una identidad compartida por todos. Una identidad que se acerque a eso por lo que suspiró Emilio Rabasa en cuanto libro escribió: la identidad anglosajona (y, quizá podríamos agregar: germánica) que hace del Rule of Law o del Rechtsstaat razón suficiente para permanecer unidos y mantener un “proyecto sugestivo de vida en común” a la manera de Ortega en España invertebrada[7].

Ello requiere, por supuesto, mecanismos efectivos de crítica a la labor legislativa, que no pueden sino llamarse “control de la regularidad constitucional”. Algo de lo que estuvo prácticamente ayuno nuestro aciago siglo XIX y que los grandes legisladores, como Mier y Guridi, pero también Ramos Arizpe, Michelena y Bustamante, no supieron más que atisbar. De hecho, no pasaron ni dos décadas y media cuando la profecía servandiana de desmembración de la Federación se había cumplido cabalmente, lo mismo en el sur guatemalteco que en el norte neomexicano.

Moraleja: es importante la identidad, sí. Pero la constitucional, la pluralista, la integradora, la que no excluye ni discrimina. Todo lo demás es arar en el Mar y apacentarse con viento.

[1] Director general de Tiempo de derechos. Profesor universitario. Investigador nacional, nivel 2.

[2] Maalouf, Amin, Identidades asesinas, trad. Fernando Villaverde, (Alianza, Madrid, 2016), pp. 13-15.

[3] Olveda, Jaime (comp. y estudio introductorio), La consumación de la Independencia. Sermones y discursos patrióticos, tomo I /III, (El Colegio de Jalisco / Siglo XXI editores, México, 2020).

[4] Guerra, François Xavier, Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Editorial Mapfre, Colección Relaciones entre España y América, Madrid, 1992), pp. 126 y ss.

 

[5] ¿Orígenes de la controversia entre neoleoneses y chilangos en torno a las quesadillas que no llevan queso? No me extrañaría.

[6] Häberle, Peter, El Estado constitucional, estudio introductorio de Diego Valadés, traducción e índices de Héctor Fix-Fierro, (IIJ, UNAM, México, 2001).

[7] Ortega y Gasset, José, España Invertebrada. Bosquejos de algunos pensamientos históricos, (Edición de Diálogos con la Luna, Madrid, 1999).