Dr. Silvino Vergara Nava
«La esperanza es un derecho del que
no puede ser privada ninguna persona.
Es tiempo entonces de que el derecho
abra el camino a la esperanza».
SS Francisco
Como es costumbre en México, cada administración pública federal, una vez que ha tomado las riendas del gobierno, se encarga prácticamente de modificar la Constitución. Hay estadísticas de la gran cantidad de cambios que cada gobierno federal hace a la Constitución, reformas que provocan prácticamente una nueva Constitución en cada sexenio. De modo que, por más que nos enorgullezca nuestra Constitución, que data de 1917, la realidad es otra: cada sexenio hay cambios tan sustanciales que pareciera que es otra.
En esta ocasión, con esta administración pública federal, que está ya entrando a su etapa adulta, se ha sostenido la necesidad de combatir la corrupción en todos los niveles y ámbitos de la nación; lo cual fue la mejor fórmula que se tuvo para ganar las elecciones. Pero, lo cierto es que, en la práctica, esto no ha sucedido. Por el contrario, se evidencia mayor corrupción gracias a un desmedido descontrol de los órganos encargados de vigilar estas prácticas. Vemos, por ejemplo, cómo la Secretaría encargada de esa labor brilla por su ausencia o cómo otro órgano que pudiera ser de utilidad, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, verdaderamente está cerrado en este sexenio. Por lo cual, la corrupción se ha disparado, y los cambios legislativos y constitucionales no ayudan en nada para detenerla.
Con esos nobles propósitos de combatir la corrupción, se modificó la Constitución con la reforma del Poder Judicial del 11 de marzo de 2021 para que —se ha sostenido— termine una corrupción que el propio Presidente de la Suprema Corte ha reconocido en la administración de justicia. Razón por la cual, esa reforma se ha visto con buenos ojos.
Pero, nuevamente, el optimismo cae en la tristeza; pues lo que estamos observando es que esas reformas son una serie de regulaciones que permiten la subsistencia de la discrecionalidad en las decisiones de los tribunales, en particular, de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; lo cual es muy peligroso, pues la discrecionalidad es un paso previo a la arbitrariedad y, desde luego, a la propia corrupción debido a que ella pone a criterio de la propia Corte qué asuntos admite para analizar su constitucionalidad y cuáles no. Esto es una muestra de que la reforma al artículo 107° fracción IX de la Constitución está dando plenos poderes para, políticamente, desechar cuando sea necesario y admitir y estudiar cuando, también políticamente, sea necesario un recurso de revisión en un amparo directo. Lo cual hará, cada día, más difícil que un particular cualquiera pueda acudir a la Corte a hacer valer la inconstitucionalidad de alguna disposición legal. Y esto es sólo una muestra de que, desafortunadamente, la promesa de acabar con la corrupción y la discrecionalidad no se cumplirá, por lo menos, en esta administración pública federal. A pesar de las reformas (como ésta, que es en la propia Constitución) o, incluso, debido a ellas, hay más problemas para que un justiciable de a pie pueda llegar al máximo tribunal del país e, incluso, parecen haberse quedado en la exclusividad de los grandes negocios y corporaciones, desde luego, sin que falte por ahí algún caso emblemático, como por no dejar; lo cual manda al traste los discursos de todos los días de que «primero los pobres», pues, efectivamente, los pobres son los primeros olvidados por la administración de justicia-constitucional.
El sistema jurídico del siglo XIX que heredamos de los franceses es sobre el entendido de que los jueces eran las voces de la ley, que solamente repetían, en sus sentencias, lo que decían las leyes y, por ello, simplemente aplicaban lo que ella sostenía. Precisamente, la razón del temor que tenía el pueblo francés de sus propios jueces y tribunales; basta con observar lo que decía Robespierre en sus discursos sobre los jueces y la necesidad de que ellos no determinaran qué es justo o injusto o qué es derecho y qué no lo es. Por lo cual, el salto de la pre modernidad a la modernidad fue sujetar la función del juez a lo que establece la claridad de la ley. Pero hoy, con estas determinaciones, sucede lo contrario: la particular consideración de los jueces es la que indica qué es derecho y qué no. Lo que incrementará, en un tiempo no muy lejano, aún más la corrupción en el país. Por ello, reformas constitucionales como aquella del 11 de marzo de 2021 no ayuda mucho en cumplir con los cometidos de las promesas electorales. (Web: parmenasradio.org).