La Doctrina Almagro como excepción al principio de No Intervención en Asuntos Domésticos, una respuesta al Prof. Hernández.
Mtro. Moisés A. Montiel Mogollón
En fecha reciente, el Prof. Ignacio Hernández publicó una pieza sobre la denominada Doctrina Almagro como excepción a la norma de la no intervención en el contexto interamericano. La tesis central es una adición a la discusión sobre el reconocimiento de gobiernos en el contexto de las Américas en el sentido de dar operatividad a la Carta Democrática Interamericana frente a la práctica de la no intervención, misma que se ve reforzada por costumbre y opinio juris en el hemisferio. En ese sentido, la denominada Doctrina Almagro -según comenta el jurista- opera como una excepción al principio de no intervención en asuntos domésticos ante violaciones graves y sistemáticas de la Carta Democrática Interamericana.
Esto quiere decir que no solo tendría el efecto de limitar la expectativa de derecho de la no intervención, sino que además comprende un deber de actuación mancomunada cuando se verifiquen violaciones a la resolución que le da pie a la doctrina.
Hernández reconoce que, modernamente, la prevalencia doctrinaria en la región sobre el tema del reconocimiento de gobiernos (en su surgimiento o en su desempeño) la tiene la denominada Doctrina Estrada. Ésta está estrictamente ligada al principio de no intervención -en forma alguna- en los asuntos domésticos de los países. Así, cosas como el rompimiento del hilo democrático y el desempeño en materia de derechos humanos, que actuaban respectivamente como excepciones doctrinarias según las doctrinas Tobar y Betancourt, por un lado, y la Doctrina Larrea por otro, no serían óbice al continuado reconocimiento que de un Estado hiciera otro, ni a la prohibición de injerencia en asuntos domésticos.
No obstante lo anterior, las doctrinas Tobar, Larrea, y Betancourt sí hicieron mella en la normatividad continental. Su mayor victoria fue el lograr incidir en la adopción del artículo 6 del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, mismo que dispone la posibilidad de invocar la legítima defensa colectiva regional en casos de ataques a la integridad territorial o a la independencia política de un Estado miembro. El citado artículo tiene un margen de interpretación amplio que delega a los Estados miembros la decisión sobre qué constituye “cualquier otro hecho o situación que pueda poner en peligro la paz de América” y cuáles decisiones tomar en ese supuesto de lícito jus ad bellum.
Así, la solicitud de activación de ese mecanismo por parte de cualquiera de los Estados miembros del TIAR, obliga a los Estados a pronunciarse sobre la existencia de una situación que -siendo distinta del ataque armado- sea susceptible de poner en peligro la paz y la seguridad de la región y que ocurra a nivel interno en el territorio de uno de los Estados miembros. Justo allí existe una excepción convencional a la égida del principio de no intervención tal como lo asume la más absoluta Doctrina Estrada. También parecería haber espacio para que los Estados parte del TIAR determinen que el severo rompimiento del hilo democrático en un país de la región es una de esas amenazas o ataques distintos de los armados que dan pie a la activación del tratado de seguridad regional.
Ahora bien, lo anterior parecería ser la excepción que confirma la regla. En el caso anterior, debe entenderse que lo expresado en el TIAR es un “acuerdo ulterior” en los términos del artículo 31(3)(b) de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados con respecto de la norma de no intervención en la Carta de la OEA y de su paralelo consuetudinario. Esto nos dice que la regla general sigue siendo la no intervención, y que su excepción podrá materializarse bajo el supuesto de la ocurrencia de una amenaza distinta al ataque armado a la independencia política o a la integridad territorial de un Estado miembro del TIAR (limitando aún más la excepción existente). Sin embargo, ¿puede construirse sobre esa excepción al efecto de asignar alguna clase de valor normativo u operatividad a la denominada Doctrina Almagro en separación de este caso?
Hernández opina que la interpretación propuesta en 2016, 2018, y 2019 por el Secretario General Almagro sobre la grave alteración al orden democrático como supuesto de aplicabilidad de la Carta Democrática Interamericana (y excepción a la no intervención) supuso un punto de viraje normativo. Aquí habría que precisar, en estricto derecho, que la interpretación hecha por el Secretario General de la Organización solo puede contar como práctica de la Organización, y en ningún caso puede serle oponible al resto de los Estados miembros, tal como lo ha observado la Comisión de Derecho Internacional en su Proyecto de Conclusiones sobre Identificación de Derecho Consuetudinario, en el comentario (4) a la Conclusión 4.
Evidencia de lo anterior es la aceptación del Embajador Tarre en el seno de la Organización por parte del Secretariado y su respectivo mecanismo de credenciales, así como el acuerdo de los privilegios, inmunidades, y derechos que tal reconocimiento entraña. Sin embargo, la opinión o aceptación que de dicho cambio en la representación puedan tener el resto de los Estados miembros, es aún materia de dudas (más aún si se pretende asignarle carácter de sanción a tal cambio del reconocimiento en la organización). Y es precisamente la práctica y la opinio juris de estos Estados Parte la que tiene la susceptibilidad de crear una excepción a la regla de la no intervención. En este sentido es especialmente importante observar la práctica y las articulaciones de legalidad al respecto de esa posibilidad hecha por los Estados miembros, incluso en el seno de la OEA, alineado con lo propuesto por la Comisión de Derecho Internacional en el Proyecto ya mencionado, en la misma Conclusión 4, comentarios (2), (3), y (4).
Habida cuenta de la posibilidad de utilizar a la OEA como muestrario sobre la actitud de los Estados frente a la normatividad de la Doctrina Almagro es importante ver que los sucesivos debates que acontecieron con relación al caso venezolano en el seno de esa institución parecerían dar algún valor normativo tímido (tal vez de articulación de legalidad a guisa de opinio juris sin práctica o, siendo generosos, de costumbre en desarrollo) a la proposición del Secretario General al efecto de señalar que la no intervención no es una prerrogativa absoluta y que admitiría excepciones.
No es casual que el autor conecte a esta doctrina con otra de más de una década de vida, la llamada Responsabilidad de Proteger o R2P, aprobada en el contexto de la Declaración Final de la Cumbre Mundial de 2005, en sus párrafos 138 y 139. Esta doctrina (pues ese es el mejor tratamiento que puede dispensársele a nivel de meta-reglas) constituye el producto de una declaración política, similar en términos de autoridad a una resolución de la Asamblea General y que no genera de suyo ningún tipo de deber autónomo. Su operatividad está circunscrita a la voluntad del Consejo de Seguridad (tal como reza el propio párrafo 139) de decidir determinar si situaciones de genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, o limpiezas étnicas constituyen amenazas o violaciones a la paz y la seguridad internacional en los términos del artículo 39 de la Carta de las Naciones Unidas.
La enunciación de la R2P goza de una legitimidad indudable en los círculos académicos y de sociedad civil organizada internacional. Un número de autores han comentado, y esos comentarios podrían ser trasladables a la Doctrina Almagro, que la Responsabilidad de Proteger constituye una excepción al carácter absoluto de la soberanía y al principio de no intervención. Sin embargo, es parte de la prudencia y disciplina del operador jurídico no confundir preferencia con legalidad ni prescripción con descripción. La R2P murió de muerte natural por falta de oxígeno después del desastre de Libia en 2011 y su funeral ocurrió en el contexto de las discusiones del Consejo de Seguridad relativo al uso presunto de armas químicas por parte del régimen Assad en Siria en 2016. Si bien se ha intentado hacerle reanimación cardiopulmonar con la situación venezolana en los últimos dos años, los clamores de los actores políticos han caído en oídos sordos del Consejo de Seguridad y no es previsible que los padrinazgos políticos que operan en el seno de ese organismo permitan insuflarle un segundo aire a la proposición, por más que el Secretario General, y la Oficina del Asesor Especial para la Responsabilidad de Proteger sigan circulando el tema en sus reportes anuales.
Visto todo lo anterior, es forzoso concluir que la Doctrina Almagro no es, en este momento, una norma válida y obligatoria de derecho internacional público.
Para poder ser una norma tendría que verificarse su consagración en un tratado, su enunciación y reconocimiento -por parte de los Estados- como principio general de derecho, o -y este parecería ser el tipo de fuente más idóneo visto su pretendido carácter de máxima regional de política exterior- la concurrencia de la práctica general y consistente acompañada de una convicción de obligatoriedad en el sentido de significar un límite al principio de no intervención. A la fecha no parece verificarse ninguna de las anteriores.
Adicionalmente, tampoco es evidente su enmarcación en el contexto de otra fuente de derecho internacional como una resolución de capítulo VII del Consejo de Seguridad de la ONU (que lo asemejaría más a una obligación individual en un caso concreto que a una norma general), o como un acto unilateral del Estado susceptible de crear derechos a terceros, tal como observó la Corte Internacional de Justicia en el caso de Ensayos Nucleares.
Sin embargo, el hecho de que no sea actualmente una norma de derecho no quiere decir que quede precluído de alcanzar tal carácter. En la medida en que el propio Secretario General y los Estados interesados en avanzar la causa de la democracia centren la conversación y la mantengan en la rotación normativo-discursiva en OEA, no sería descabellado pensar que -como observa Johnstone con su propuesta sobre las comunidades deliberativas y el discurso justificatorio– la Doctrina Almagro pueda alcanzar el carácter de norma del derecho internacional vigente y ocupar sitial de honor en el corpus juris interamericano. Ultimadamente, el derecho internacional no es -ni puede ser- más que lo que los Estados hacen.