La Judialización Forzosa de Controversias Internacionales: Caso Guyana v. Venezuela
Mtro. Moisés A. Montiel Mogollón
En su fallo preliminar emitido el día 18 de diciembre de 2020, la Corte Internacional de Justicia encontró por 12 votos contra 4 que sí tenía jurisdicción para analizar el fondo de la demanda unilateral presentada por Guyana en 2018 relativa a la validez del Laudo Arbitral de París de 3 de Octubre de 1899 y la controversia territorial que surgió como consecuencia de la denuncia de nulidad hecha por Venezuela de dicho laudo. Esta decisión significa que el órgano judicial ha determinado que puede admitir y entrar a conocer del fondo del caso. No implica, aún, una decisión de fondo sobre la validez o nulidad del laudo o sobre la propiedad del territorio disputado entre Venezuela y Guyana. Esto ocurre por cuanto el proceso ante esa instancia está compuesto por dos fases distintas: la jurisdicción y los méritos.
La primera de estas, llamada también fase jurisdiccional o preliminar, sirve al propósito de determinar la capacidad de la Corte Internacional de Justicia para poder conocer del fondo de la cuestión, en otras palabras, si tiene capacidad (esto es, que se trate de una disputa de derecho internacional válidamente sometida por las partes) para admitir la demanda. Su jurisdicción no es un hecho y debe asegurarse que los Estados parte en una controversia acepten su jurisdicción a la hora de ventilar una disputa internacional.
Aquí hay una primera aclaratoria que es importante en la comprensión de la decisión. Todo Estado miembro de Naciones Unidas es automáticamente miembro de la Corte. Dicha membresía no comporta, sin embargo, que la Corte pueda conocer de cualquier controversia que le sea sometida en contra de cualquier Estado de Naciones Unidas.
Para que la Corte pueda conocer de una disputa contra un Estado debe verificarse una de tres condiciones: (1) que el Estado en cuestión haya emitido lo que se conoce como una declaración de reconocimiento general en la que acepte cualesquiera controversias que sean traídas contra él por otro Estado que haya hecho una declaración similar, (2) que el Estado haya emitido (unilateral o conjuntamente con la contraparte) una declaración especial otorgándole jurisdicción a la Corte con respecto de una controversia en específico, o (3) que un tratado válidamente firmado y ratificado por el Estado reconozca de manera explícita que la Corte podrá conocer de cualquier desavenencia que surja de la aplicación de ese mismo tratado. Esto último es lo que conocemos como una cláusula compromisoria o un compromis.
En cuanto al caso “Laudo Arbitral de 3 de Octubre de 1899 (Guyana v. Venezuela)”, éste fue llevado unilateralmente por Guyana sin que se verificara ninguna de las dos primeras opciones mencionadas en el párrafo anterior. Esto quiere decir que Venezuela jamás ha emitido declaración alguna con respecto de esta cuestión. De hecho, la posición venezolana con respecto a la Corte Internacional de Justicia ha sido una de consistente rechazo desde la creación del órgano, precisamente para evitar la vía litigiosa en numerosos diferendos limítrofes.
La tesis guyanesa –que la llevó a demandar de forma unilateral e inconsulta a Venezuela ante la Corte– es que se verifica la tercera opción como consecuencia de la decisión del Secretario General de las Naciones Unidas, que le era dable tomar en vista de lo dispuesto en el artículo IV, numeral segundo del Acuerdo de Ginebra de 1966.
Con prescindencia de tecnicismos, el mencionado artículo dispone que si las partes no logran hallar de mutuo acuerdo una solución negociada, podrán recurrir al oficial diplomático para que éste elija por ellos el medio de solución de entre los enumerados en el artículo 33 de la Carta de las Naciones Unidas.
Dicho artículo comprende la resolución judicial (sin mencionar ningún tribunal en específico, lo cual sustrae de la tesis guyanesa) como uno de los mecanismos de solución pacífica de controversias. Siendo entonces que a vuelta de más de medio siglo, un tratado, un protocolo que congeló la reclamación por doce años, y varios Buenos Oficiantes designados por diversos Secretarios Generales, Antonio Guterres llegó a la conclusión de que no había habido progreso significativo con el mecanismo de buenos oficios y, siguiendo la línea trazada por su predecesor, anunció que elegiría como mecanismo para la solución de la controversia la Corte Internacional de Justicia.
Guyana reaccionó a esto interponiendo su aplicación a la Corte Internacional de Justicia. Su alegato de jurisdicción es precisamente que Venezuela, al firmar el Acuerdo de Ginebra, le estaba delegando al Secretario General la capacidad de sustituirse en el otorgamiento del consentimiento a la Corte.
Aquí es donde la Corte, en parte por la incomparecencia de Venezuela -que al no haber acudido a la fase preliminar no pudo combatir las pretensiones y alegatos de Guyana, más allá de unas escuetas comunicaciones extraprocesales– y en parte por una muy deficiente aplicación de mecanismos de interpretación de tratados encontró que sí tenía jurisdicción.
La incomparecencia de Venezuela, como forma de demostrar simbólicamente que rechazaba la jurisdicción de la Corte, fue una jugada que, en el mejor de los casos, podría ser catalogada como “coherente” en términos discursivos sin perjuicio de implicar que se perdiera el partido por forfait. Acudir a la fase preliminar no podía ser construido de ninguna manera como un allanamiento a la jurisdicción de la Corte. Se trataba más bien de asumir el valor táctico de defender sus intereses jurídicos y combatir los planteamientos guyaneses para demostrar a la Corte que el Secretario General podía elegir el medio de solución, pero que esa elección solo implicaba la obligación de Venezuela de negociar de buena fe con Guyana un acuerdo especial.
Hasta que no se verificase que Venezuela de manera voluntaria, expresa, e inequívoca había cedido jurisdicción a la Corte, la Corte no podía proceder nisiquiera a hacer la pregunta sobre su propia competencia. Sin embargo, la ausencia de Venezuela significó que no había nadie para hacer notar ese detalle a la bancada.
Cabe también señalar, que la incomparecencia de Venezuela supuso un monumental error de cálculo y estrategia jurídica. Presentarse y demostrar que el Acuerdo de Ginebra no constituía en forma alguna un acuerdo especial o un compromis, aunado a la histórica resistencia venezolana a ventilar sus asuntos ante la Corte, era litigiosamente mucho más sencillo que tener que entrar ahora en la fase de fondo.
Por otro lado, la Corte interpretó -y pareció ser su principal argumento en la sentencia de la mayoría- que el artículo IV, párrafo segundo del Acuerdo de Ginebra tenía que ser entendido como una delegación de la capacidad de otorgar jurisdicción en cabeza del Secretario General. Estimó qué en caso de que se considerara que las partes debían negociar un acuerdo especial para otorgarle jurisdicción, tal acuerdo podría no lograrse y la disputa quedaría sin resolver, lo que traicionaría el sentido y propósito del Acuerdo de Ginebra. De hecho, para soportar esto, hizo algunas citas a memorias de discusión parlamentrias, habilmente descontextualizadas, para indicar que esa había sido una posibilidad contemplada por Venezuela el acudir a la Corte.
Convenientemente, la Corte dejó por fuera un siglo de resistencia pública, pacífica, consistente y reiterada de Venezuela a someterse a la jurisdicción de tribunales internacionales. También omitió mencionar o razonar que el propio artículo IV, párrafo segundo, en su última línea contemplaba la posibilidad del agotamiento de los medios sin que se hubiese solucionado la controversia.
Esto significa que el propio tratado que la Corte usó para establecer que tenía jurisdicción entretiene la posibilidad de que se agoten todos los medios sin una solución definitiva. Por más que el acuerdo tenga como objeto el encontrar una solución definitiva y pacífica a la controversia, no es menos cierto que todo el pacto es consistente en señalar que esa solución debe ser de mutuo acuerdo y bilateralmente aceptada. De no ser así, el propio Acuerdo prevé que se puedan agotar todos los medios de solución que contemplan y que permanezca viva la controversia.
En otras palabras, la Corte –honrando su discutible tendencia a siempre querer conocer en fondo de las controversias– se tuvo como gendarme necesario al interpretar que si ella misma no resolvía, traicionaría el propósito del Acuerdo de Ginebra.
Pero el daño ya está hecho.
La buena noticia es que la Corte limitó su competencia temporal (el intérvalo de tiempo cuyos hechos puede analizar en la fase de fondo) hasta la firma del Acuerdo en 1966. Así, los alegatos de Guyana referentes a la Isla de Anacoco, el denunciado apoyo Venezolano a la Rebelión del Rupununí, los incidentes marítimos como el del barco Teknik Perdana en el año 2013, y cualquier hecho ocurrido después de 1966 no entrará en la consideración de la fase de fondo. Esto es positivo por cuanto Guyana hace una cantidad de acusaciones sobre uso de fuerza por parte de Venezuela. En adición a esto, la política entreguista que signó el tono de Caracas a Georgetown en las últimas dos décadas no podrá ser traducido por la Corte como la aceptación de la soberanía guyanesa sobre el Esequibo.