Lic. Raymundo Manuel Salcedo Flores
No es ninguna sorpresa que el gremio de los abogados tiene un lenguaje complicado. Me atrevería a decir que el grado de complejidad del lenguaje es inversamente proporcional a la capacidad argumentativa de quien pretende dar el mensaje.
La profesión del abogado es compleja. Debe luchar con varios asuntos a la vez, plazos, estudio, exigencias; todo ello tratando de no perder la cabeza mientras el resto del mundo continúa su curso.
Esto orilla a que, muchas veces, los escritos se hagan de último momento. No es un problema cuando se hace bien, pero en ocasiones puede tener terribles resultados.
Los conceptos técnicos abundan en el ámbito del derecho y, en muchas ocasiones, resulta necesario su uso, sobre todo, en documentos que persiguen alguna finalidad jurídica.
La profesión de abogado se enseña sobre la base de conceptos y definiciones; esa ha sido la forma en que las facultades y escuelas de derecho se han procedido durante décadas. La construcción de estas definiciones abona a que tiendan a memorizarse y a repetirse hasta el cansancio.
En consecuencia, el lenguaje legal tiende a ser abigarrado y, en ocasiones, churrigueresco, cargado de definiciones y conceptos, de adornos y explicaciones que muchas veces pueden resultar innecesarias.
Con las nuevas tecnologías, que se agregan a la persistencia de los procesos legales en papel, el uso indiscriminado de los comandos “cortar”, “copiar” y “pegar” han hecho que muchos documentos legales se conviertan en verdaderas enciclopedias de términos legales que vagamente se relacionan con el punto controvertido.
Dicen que dijo Franz Kafka que un abogado es alguien que escribe un texto de 10,000 palabras y lo llama resumen. Y es que muchas veces la noción de qué tanto debe incluirse en una demanda, contestación, alegatos o sentencia puede resultar en un “más vale que sobre a que falte” en donde se agregan aclaraciones, precisiones o frases innecesarias pero que siguen siendo parte del canon establecido para un determinado escrito legal.
A esto agreguemos que, muchas veces, antes de llegar al punto controvertido, se han dado mil vueltas al problema jurídico planteado, al punto, que no es poco frecuente que se pierda realmente la esencia del punto controvertido, sólo por la excesiva cantidad de información que se incluye en un texto legal.
Lenguaje claro, ¿cuándo?
Hay un antídoto contra todas estas prácticas y se llama lenguaje claro.
El lenguaje claro no es una panacea, porque hay casos que resultan complejos en sí mismos y la cantidad de información necesaria para su resolución puede ser abrumadora. En esos casos, la extensión y la precisión son necesarias.
Y es que lenguaje claro no es sinónimo de recortar palabras indiscriminadamente, sino de decir lo justo, sin agregar ni quitar, sin adornos ni adjetivos rimbombantes.
En una palabra, y con un concepto aristotélico el escrito legal debe ser magnánimo.
El lenguaje claro implica decir, con el menor número de palabras posible, la idea que se tiene en mente. Usar la palabra precisa para describir al sujeto; usar el verbo adecuado para la acción que se pretende describir, y usar los complementos necesarios para que la oración cobre sentido.
Aunque muchas resoluciones judiciales y escritos legales lo olvidan, la estructura básica de la redacción en español es: sujeto + verbo + predicado. En la medida que nuestra redacción se asemeje a esa estructura, será más fácil que nuestro lector comprenda lo que decimos.
Y es que a veces hay párrafos que comienzan con el verbo; tienen una serie de complementos y explicaciones de conceptos entre el verbo y el resto de la oración, para cerrar con el sujeto, envuelto en párrafos de diez o hasta veinte líneas.
Como lo he referido antes, a veces hay conceptos que son necesarios para comprender el problema legal de que se trata, pero muchas veces quienes leerán el escrito que se prepara ya conocen esos conceptos, no es necesario dar una cátedra sobre los mismos.
Cuando es necesario incluirlos, los conceptos deberían estar en el texto en forma de glosario o nota al pie, nunca insertos dentro del texto y mucho menos como complementos directos o indirectos de la oración.
Lenguaje claro y oralidad
Una de las recientes discusiones que se han presentado es la necesidad de los alegatos de oreja. Estos alegatos, no regulados en ley, implican que una de las partes —o mejor dicho, su abogado— pueda acudir con el juzgador para comentar de forma verbal alguna cuestión de su asunto.
Los alegatos de oreja son la forma en la que se puede plantear, en dos o tres frases, una cuestión que muchas veces nos lleva varias páginas plasmar en lenguaje escrito.
La oralidad en los distintos procedimientos hace que los alegatos de oreja sean, por lo menos, innecesarios. De inicio, porque la oralidad nos obliga a plantear las cuestiones legales de forma clara y directa, pero, además, por principio de igualdad de las partes, permitir que una de ellas se entreviste a solas con el juzgador sin audiencia de la otra es una práctica que puede resultar, cuando menos, cuestionable desde puntos de vista éticos.
No obstante, la problemática subsiste. El lenguaje claro no es privativo del texto, sino también de las expresiones orales. Si escuchamos las expresiones que ciertos legisladores hacen en la tribuna de las cámaras, nos daremos cuenta de que la oralidad no significa que necesariamente lo que se dice vaya a ser breve y claro.
Para lograr un lenguaje oral claro se requiere tener preparado el esqueleto de lo que se va a decir, en el caso de los abogados, las pretensiones y los hechos narrados en la demanda, las pruebas vertidas y la teoría del caso. Todo ello, preferentemente, en notas que no pueden extenderse por páginas y páginas.