Lo profuso, confuso y difuso de los DDHH en México | Paréntesis Legal

 

Dr. Francisco Castellano Madrazo

Dentro de la exposición analítica del valor constitucional de los DDHH, la propuesta de enfoque de Norberto Bobbio es, a mi juicio, la más relevante en la etapa de posmodernidad. Asiento con el célebre profesor italiano y recojo su idea para el caso mexicano, en cuanto a que es preocupante que a 10 años de la reforma constitucional en materia de DDHH, sigamos discutiendo sus aristas históricas o filosóficas.

El problema grave de los DDHH no consiste –o no debería consistir- en fundamentarlos y seguir explicando su aparente hibridación positivista y iusnaturalista, sino en encontrar las garantías más eficaces para protegerlos, no se trata –como sostiene Bobbio- de saber cuáles y cuántos son, cuál es su naturaleza o fundamento, si son naturales, históricos o positivos, más bien debemos entender que el eje central de su concretización es el diseño de medios eficaces para salvaguardarlos, y para impedir que, a pesar de las declaraciones solemnes sean continuamente violados.

¿Por qué es tan clara y asertiva la propuesta de Bobbio? Porque como ha dicho acertadamente Böckenförde, no hay democracia constitucional ni transformación política, jurídica y social posible en un país en el que los DDHH no son realidades materiales que determinan las relaciones horizontales y verticales de una sociedad y su régimen de dominación.

Democracia es hoy, en palabras de Yascha Mounk, especialmente, el respeto a los DDHH y la materialización de metas que consagran las constituciones. Si no hay resultados objetivos y cuantificables en la atención a los graves problemas de pobreza, desigualdad, desempleo, déficit en la educación, insuficientes servicios de salud, inseguridad, corrupción, impunidad y falta de acceso a la tutela judicial efectiva, por mencionar algunos, tenemos frente a nosotros regímenes de élites electorales mayoritarias solamente, pero no democracias.

Precisamente, la democracia sustantiva exige hacer realidad la igual dignidad de todas las personas y su derecho a contar con recursos jurídicos y materiales para desarrollar un proyecto de vida, mientras eso no suceda, difícilmente la democracia de cualquier país dará los resultados que la Constitución promete desde un ángulo político y social.

Desde esta óptica, cobra especial relevancia la respuesta que a nivel analítico y normativo podamos dar a la pregunta ¿qué tan eficaz es la reforma constitucional de 2011 en materia de derechos humanos?

La repuesta que ya conforma un auténtico lugar común, pasa por sostener que la reforma estableció un nuevo paradigma en el constitucionalismo mexicano. Ahora, si nos preguntáramos ¿de qué manera la reforma modificó el ejercicio del poder público y qué tanto mejoró la vida de las personas? Estoy plenamente convencido de que podríamos decir que no hemos logrado la transformación que en algún momento imaginamos.

La reforma de derechos humanos se volvió viral y se expandió a universidades, institutos, tribunales, oficinas públicas y sociedad; sin embargo, esa explosión se basó en fundamentos jurídicos inexactos y sin el método apropiado para su implementación y defensa, lo cual generó un ambiente confuso —no se distinguen categorías teóricas relacionadas con esos derechos—, profuso —el tema se volvió abundante e interminable- y difuso -no hay claridad en el conocimiento—.

¿Cuáles son los problemas más comunes que han impedido que la reforma produzca los resultados esperados? Sostengo que son 3 problemas esenciales los que han obstaculizado una mejora significativa en la vertiente sustantiva de nuestra democracia mediante el ejercicio pleno de los DDHH y su tutela, que enseguida expondré.

I. El error teórico. Los derechos humanos, como el resto de categorías jurídicas no son objetos surgidos con la naturaleza, como erróneamente se ha explicado. El Derecho como ciencia social, es una ficción creada por el ser humano para ordenar sus relaciones recíprocas, los derechos humanos no son la excepción.

La confusión radica en que no se ha explicado que, tal y como se reconocen en nuestra Constitución, los derechos humanos significan un relevante compromiso político dentro del sistema de dominación vigente. Ese pacto se materializa bajo dos características: i. se adopta la visión del derecho natural sobre la persona y su dignidad como bien superior y anterior a la existencia del Estado —orientación filosófica-jurídica—; y, ii. se retoma la ideología internacional de los derechos humanos, conforme a la cual la aspiración más elevada es que las personas ejerzan sus libertades y derechos a plenitud, sin que el poder público anule ilegítimamente esa posibilidad.

Entonces, los derechos humanos reconocidos en nuestra Constitución no provienen de la naturaleza —el iusnaturalismo es una vertiente de la filosofía jurídica—, sino que son fruto de un compromiso político-social fundamental —reforma al artículo 1º— que significa la primera fuente de nuestro sistema de dominación, que es la democracia constitucional. Distinto es que mediante ese pacto se decidiera tomar como ideología conformadora de la estructura, interpretación, aplicación y tutela de esos derechos, la visión iusnaturalista e internacional. Esta es la primera distinción que debemos hacer.

La segunda distinción es que, reconocidos en nuestra Constitución —positivizados—, los derechos humanos adquieren calidad de normas jurídicas con fuerza vinculante directa, por lo que la dignidad de la persona y su libre desarrollo son uno de los núcleos centrales de nuestro orden jurídico.

II. El error en la percepción y la falta de compromiso político. El segundo problema que afecta la eficacia de los derechos humanos es la percepción que de ellos tiene el poder público y la ausencia casi absoluta de ratificación del compromiso político con su realización y respeto irrestricto.

En México, es común que las autoridades entiendan a los derechos humanos como meros límites subjetivos que les impiden producir privaciones, molestias o restricciones en las libertades básicas de las personas.

Este concepto produce un grave problema para la adecuada materialización de esos derechos porque las autoridades asumen una actitud negativa frente a estos, es decir en el mejor de los casos, su actuación se limita a no interferir en la vida de las personas, sin ir más allá.

Desde luego, la no intervención arbitraria es uno de los efectos de los derechos humanos, pero es el primario y básico, que se encuentra muy lejos de satisfacer el estándar de proactividad que el artículo 1 constitucional ordena a las autoridades desde 2011.

Actualmente, nuestra Constitución coloca a los derechos humanos como un sistema objetivo de valores —doctrina del Tribunal Constitucional alemán en Caso Lüth— que, como nos guía Konrad Hesse, obliga a las autoridades legislativas y ejecutivas —también a las judiciales— a alinear el ejercicio de sus atribuciones, en lo formal y sustancial, a la satisfacción de esos valores.

Conforme a este paradigma de derechos, los poderes Legislativo y Ejecutivo deberían emitir leyes y políticas públicas no solamente para regular determinada materia, proporcionar servicios o solventar conflictos, sino para evaluar cuál o cuáles derechos fundamentales se verán impactados y, en ese sentido, ecualizar sus decisiones a la satisfacción de los mismos, a la par que cumplir con la finalidad del acto que emiten.

Ni qué decir en el ámbito de la actuación de las distintas administraciones en casos concretos de la ciudadanía, en donde desde hace décadas opera una completa escisión entre acto administrativo y derechos fundamentales. En este caso, predomina la idea de que la administración pública actúa de manera mecánica, burocrática y solamente para cumplir fines de interés público y orden social previstos en ley, pero aislada de todo derecho humano de fuente constitucional o internacional.

En el ejercicio del Poder Ejecutivo en los distintos niveles se ha olvidado que, en la mayoría de los casos, las decisiones de una administración afectan derechos humanos, por lo que la autoridad administrativa debería ser cuidadosa de no aplanar esos derechos y, en cambio, protegerlos, pues no solamente gobierna para la colectividad, sino también para la persona afectada.

La gran mayoría de las autoridades mexicanas no han refrendado su compromiso político con los DDHH, de modo que éstos sean derecho viviente que rija las relaciones cotidianas y los actos del poder público. En síntesis, bajo la contundente línea expuesta por Benda: no hemos logrado que los poderes públicos conciban a los DDHH como un orden objetivo y coherente que debe ser presupuesto de su actuación. Mientras la materialización de este compromiso no suceda, el artículo 1 seguirá siendo una carta de buenas intenciones.

III. El error del formalismo judicial. El tercer problema que impacta en la eficacia de los DDHH es que la mayoría de los órganos judiciales del país no han adoptado el constitucionalismo de los derechos.

La Suprema Corte de Justicia y la Sala Superior del Tribunal Electoral PJF, se han posicionado como auténticos tribunales de constitucionalidad —cada uno en el ámbito de sus competencias—, estableciendo criterios al servicio de los derechos de la sociedad, cuando han sido violentados por los órganos del Estado.

Ambos ejercen una jurisdicción constitucional aliada de los grupos vulnerables, defensora de los derechos de las personas y constructora de una sociedad pluralista y tolerante. Desafortunadamente, esa doctrina judicial —especialmente la elaborada por la Corte— todavía no tiene el impacto deseado en las decisiones del resto de los órganos judiciales; es decir, lo que la Corte señala como nuestros derechos constitucionales no se garantiza por la inmensa mayoría de tribunales, o dicho en otras palabras, no hemos logrado un anclaje en tierra de la doctrina judicial de los derechos.

En términos generales, la judicatura —desde luego con honrosas excepciones— no ha asimilado que la reforma del 2011 no se trata solamente de un cambio de denominación de “garantías individuales” a “derechos humanos”, sino de una transformación política, social y jurídica que impacta directamente en la manera en cómo debe impartirse justicia, pues supone ni más ni menos, una reconfiguración en el régimen de dominación, con las implicaciones y alcances explicados por Bovero.

Si la función judicial se sigue ejerciendo bajo la errónea percepción de que su finalidad consiste en aplicar un conjunto de normas intemporales almacenadas en nuestro sistema jurídico, bajo un esquema de fundamentos técnicos que se agotan en sí mismos como resultado del positivismo, los conflictos de la sociedad seguirán sin resolverse, ahondado con ello los contextos de exclusión y desigualdad, a pesar del marco constitucional de avanzada que tenemos en materia de derechos humanos.

El Censo Nacional de Impartición de Justicia 2019 del INEGI refleja esta realidad. Tratándose del amparo contra sentencias de tribunales civiles, administrativos, penales o laborales, del total de juicios presentados el 52.6% fueron desestimados —sobreseimiento o negativa de amparo— y solamente se obtuvo sentencia favorable en el 32.8% de los casos.

Respecto del amparo contra leyes y actos de autoridades distintas a los tribunales, la cifra es más dramática. Del total de juicios, el 47.3% fueron desestimados —sobreseimiento o negativa de amparo— y solamente se lograron sentencias a favor en un 15.9% —el porcentaje restante en ambas vías corresponde a otro tipo de resoluciones—.

La idea de justicia tiene que cambiar por completo en nuestro país. La judicatura debe disolver tensiones y pacificar conflictos, restituyendo las situaciones al orden que la Constitución establece; entender el problema y solucionarlo más allá de formalismos excesivos, teniendo en cuenta el impacto de sus decisiones hacia las partes y la comunidad política, su utilidad social y su fuerza conciliadora, en una palabra, reconciliar al derecho constitucional con la justicia.

El camino para que los DDHH revitalizados con la reforma de junio de 2011 sean una realidad, es aún largo y sinuoso. Como ha registrado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el gran desafío del Estado mexicano radica en romper el ciclo de desvalorización de los DDHH, lo cual no podrá lograrse hasta que las autoridades y órganos públicos no refrenden su voluntad política con la construcción de un régimen que solamente será democrático en la medida en que el pleno ejercicio de aquéllas sea la regla y no la excepción.

Desde luego que esa falta de compromiso político con los DDHH ha generado un déficit de carácter estructural que tiene el efecto de perpetuar y, en ciertos casos, impulsar la repetición de graves violaciones a aquéllos, situación que, aunada a las barreras en el acceso a la justicia, y la inoperancia en muchos casos con la impunidad resultante, han debilitado al Estado de Derecho y constituyen desafíos urgentes para nuestro sistema constitucional.

Es necesario que las personas y grupos que detentan el poder hagan realidad el pacto de fundamentalidad de los DDHH como primera fuente de legitimidad de nuestro sistema de dominación, pero al mismo tiempo, es indispensable que toda la sociedad hagamos cada vez más visible esa falta de compromiso y ejerzamos un robusto accountability societal que, como explica muy bien O’Donnell, constituye un mecanismo de control de autoridades políticas que descansa en las acciones de un múltiple conjunto de asociaciones de personas y de movimientos y sobre los medios, acción que tiene como objetivo exponer los errores gubernamentales, trayendo nuevas cuestiones a la agenda pública, o activar el funcionamiento de agencias horizontales, ello mediante la implementación de herramientas institucionales y no institucionales.

Desde luego, dentro de las herramientas institucionales, el mejor aliado de nuestra sociedad es el juicio de amparo, pues es el recurso de constitucionalidad ideado para la protección y defensa de los DDHH. El gran problema con esta vía es que las personas que lo operan tienen fuera de radar que el cambio socio-político para comprometer al poder público a respetar los derechos y libertades nos va a llevar un tiempo considerable y que, en medio del momento actual y aquel de futuro, el juicio de amparo no puede seguir siendo tratado de forma tan técnica, compleja, de lenta resolución y con un proceso de cumplimiento de sentencias muy débil.

Hay que decirlo con toda claridad, la Suprema Corte de Justicia ha emitido una serie de criterios a partir del emblemático Caso Radilla, para ensanchar la protección de los DDHH y, con ello, la supremacía de la Constitución, sin embargo, es inadmisible que a estas alturas del siglo XXI y en medio del tiempo de los derechos y la democracia sustantiva, en el sentido más fuerte de la teoría de Dworkin, un importante sector de los órganos de amparo mantengan resistencias fincadas en la técnica jurídica y la desconexión con la realidad social y política mexicana, para acompañar los esfuerzos que hace la Corte para que los DDHH sean normas vivientes.

¿Hasta cuándo los órganos de amparo seguirán estimando que la Corte como órgano de cierre del sistema, es la única responsable de marcar cuál es el camino a seguir en la protección de los DDHH?

¿Hasta cuándo pensarán que garantizar los derechos es un proceso lento y complejo que no se alcanza de la noche a la mañana, y que ello corresponde en menor medida a quienes conocen de primera mano de los juicios de amparo?

En cada caso que resuelve un juzgado o tribunal está la oportunidad de cambiar la visión y acelerar el proceso. ¿Cuántos casos y oportunidades hemos tenido en el Poder Judicial de la Federación desde 2011?

Lo que hace falta es entender cuál es nuestra realidad político-social y, a partir de ahí, adoptar la voluntad de cambiar.