Perspectiva de Género. Una metodología jurídica. No una mera sensibilidad
Lic. Daniela López Leiva
El jurista Jerome Frank consideraba que las y los jueces, aunque sustentan sus resoluciones con argumentos jurídicos, en realidad basan sus fallos en ideologías personales. Este autor en “Law and the modern mind”, argumenta que los fundamentos jurídicos del juez no son sino una vía a posteriori que justifica la previa decisión que toma guiado por intuiciones y preferencias personales.
En este orden de ideas la profesora Alda Facio (1999) define los elementos de todo sistema legal, de la siguiente forma:
1.Formal normativo: que consiste en la ley promulgada o formalmente generada, donde se incluyen los instrumentos internacionales.
2.Estructural: Consiste en los contenidos que le dan los tribunales, fiscalías, operadores de justicia, legisladores a la propia ley.
3.Político/cultural: Consiste en los contenidos que se le van dando a las leyes a través de las costumbres sociales, de la cultura, aunque estén derogadas y la relación que se genera entre la ley escrita y la no escrita.
Mediante este último elemento ingresa la visión androcéntrica o masculina de la sociedad que impregna el sistema legal. De esta manera las normas, los principios y valores sobre los que se sustenta el Derecho, descansan en una ideología masculina que ha creado y recreado estereotipos y roles de género. Catherine Mackinnon, en esta línea, expresa que los principios de neutralidad y objetividad que regulan el Derecho son en realidad valores masculinos, que han llegado a ser considerados universales, por ello afirmó: “¿Por qué habría que ser iguales que los hombres blancos para tener lo que ellos tienen, si para tenerlo los hombres blancos no deben ser iguales a nadie?” (Gianformaggio, 1993)
Esta visión androcéntrica del orden social se manifiesta por medio de los denominados estereotipos de género que modelan cómo deber ser un hombre y una mujer, los cuales pasaremos a explicar mediante su conceptualización:
Estereotipo de género: Cook y Cusack (2011) lo definen como la “construcción social y cultural de hombres y mujeres, en razón de sus diferentes funciones físicas, biológicas, sexuales y sociales”. Más ampliamente, pueden pensarse como las «convenciones que sostienen la práctica social del género» que se refieren a un «grupo estructurado de creencias sobre los atributos personales de hombres y mujeres» Dichas creencias pueden implicar una variedad de componentes, incluyendo características de la personalidad, comportamientos y roles, características físicas y apariencia u ocupaciones y presunciones sobre la orientación sexual, lo cual desde el punto de vista jurídico es problemático porque trae como consecuencia negar un derecho o beneficio, imponer una carga, marginar a una persona o vulnerar su dignidad. La magistrada Gloria Poyatos describe a estos estereotipos como elementos cognitivos irracionales que vemos como verdades absolutas. Son una imagen o guion ordenado que determina cómo debemos ser en vez de reconocer como somos, cercenando la capacidad de las personas para construir y tomar decisiones sobre sus propios proyectos de vida (Poyatos, 2019).
Si bien los estereotipos de género afectan a hombres y mujeres, “son éstas las que padecen los efectos más perjudiciales. Como reflejo de las diferencias de género, los estereotipos refuerzan y justifican las asimetrías de poder y mantienen lo femenino en una posición de subordinación” (Cardoso, 2018).
En este orden de ideas las discriminaciones de las democracias del siglo XXI han mutado y se han adaptado a los tiempos de “igualdad jurídica” operando de forma sutil y soterrada, mediante tipologías opacas sostenidas sobre estereotipos y roles de género (Poyatos, 2019).
Cuando se aplica la perspectiva de género lo que se está haciendo es litigio estratégico porque la finalidad última va más allá del caso concreto, lo que se busca es provocar cambios estructurales para que las vulneraciones a derechos humanos cesen y con eso se genere un efecto en la sociedad. Es decir, una transformación legal y judicial por un lado y un impacto social por el otro.
La justicia con perspectiva de género no es un concepto nuevo, o surgido de una especie de “moda judicial”. El concepto gender mainstreaing, traducido al español como perspectiva de género, se incluyó por primera vez en el discurso de la Organización de Naciones Unidas en 1975, en relación con las políticas de ayuda al desarrollo de las mujeres, al cuestionarse que unas políticas aparentemente neutrales podían tener como efecto la consolidación de las desigualdades de género. Es por ello, que, en las cuatro conferencias mundiales sobre las mujeres, (promovidas desde Naciones Unidas entre 1975 y 1995 en México, Copenhagen, Nairobiy China), la igualdad de las mujeres y su contribución al desarrollo y la paz de las Naciones se convirtió en un tema central. Como resultado, el concepto perspectiva de género se consolidó en la Conferencia de Beijing (China, 1995), donde por primera vez se aborda el concepto de género, y también la violencia contra las mujeres, como una vulneración de los derechos humanos. En este contexto, se introdujo el concepto de perspectiva de género, como una herramienta inclusiva de los intereses de las mujeres en la idea de desarrollo y para contrarrestar las políticas descritas como “neutrales”, que venían a consolidar las desigualdades de género existentes, convirtiéndose en una estrategia central para lograr la igualdad de facto (Poyatos, 2019).
Desde el ámbito de la judicatura, juzgar con perspectiva de género puede definirse como una metodología de análisis de la cuestión litigiosa, que debe desplegarse en aquellos casos en los que se involucren relaciones de poder asimétricas o patrones estereotípicos de género y exige la integración del principio de igualdad en la interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico, en la búsqueda de soluciones equitativas ante situaciones desiguales de género. La transversalización se consolida, así como una herramienta novedosa de transformación social, para garantizar la efectiva salvaguardia de los derechos de las mujeres ante la necesidad impostergable de reconocer la diversidad de género, tanto en la interpretación y aplicación de los estándares internacionales de género (Poyatos, 2019).
El tratamiento jurídico de la violencia de género está atravesado por la negación de los derechos de las mujeres. La naturalización y minimización de la violencia, la asignación de responsabilidad a las víctimas y la deslegitimación de sus declaraciones, sirven como muestra de la discriminación en el sistema de administración de justicia (Corleto, 2017).
La regulación jurídica de la prueba hilvana cada una de estas concepciones sobre la violencia, sobre la capacidad de las víctimas para evitarla y también sobre la credibilidad de sus testimonios. En función de ello, con mayor o menor dedicación, desde los estudios de género se ha asegurado que, a pesar de que los códigos procesales prescriben que los elementos probatorios deben valorarse de manera sana, crítica y racional, el resultado no ha sido siempre tan sano, ni tan crítico y menos aún racional (Corleto, 2017).
La aplicación de la perspectiva de género en casos concretos ha recibido importantes críticas debido a que, se ha argumentado, conlleva la flexibilización de los estándares probatorios en casos de violencia de género. Tanto en el ámbito académico como en el judicial, el problema ha sido simplificado, circunscribiéndolo a la validez o no de una sentencia de condena dictada sobre la base de la sola declaración de la víctima, lo cual no es efectivo, lo que entrega esta perspectiva es trabajar en la construcción de una racionalidad jurídica que abandone prácticas discriminatorias.
En este contexto nos vamos a referir al sistema de sana critica para la valoración de la prueba. La libertad en la apreciación de la prueba no es equiparada a la arbitrariedad o a la aceptación de criterios personales no contrastables, sino que se guía por ciertas pautas del sentido común. Con todo, la vaguedad que supone el uso de estos términos está limitada por la obligación legal de los jueces de explicar las conclusiones a las que arriban (Florián, 1998: T. II, 365). En su motivación, la sentencia debe incluir tanto la descripción del elemento probatorio como su valoración crítica, es decir, la justificación razonada de los hechos, los motivos y las normas que se emplearon para tomar una decisión, en el marco de un juicio contradictorio y bajo las reglas de la inmediación. En este sentido, para el sistema de libre valoración, la motivación es también una demostración de que las partes han sido oídas y sus planteos atendidos.
El grado de probabilidad exigible para dictar una sentencia es una de las cuestiones de más difícil resolución. Si se parte de la premisa de que la verdad será contingente y relativa, el problema se traslada al establecimiento de criterios de racionalidad para que la sentencia contenga la menor cantidad de errores (Corleto, 2017).
Los casos de violencia de género que llegan a los tribunales son problemas reales, complejos y abiertos, muy diferentes a los ejercicios cerrados que descuidan detalles, presentan información sesgada, y poco invitan a identificar la información relevante sobre la que se debe indagar o las medidas de prueba que se pueden ordenar para sopesarse la prueba en casos de violencia de género de modo que la reconstrucción de los hechos sea lo más fidedigna posible.
En palabras de la profesora Di Corleto se necesita de un sistema de sana crítica racional sin discriminación (2015). Para ello es necesario reconocer que en los casos de violencia de género se enfrentan algunas dificultades probatorias en razón de que, en general, no deja evidencias físicas, se ejerce en espacios donde predomina el silencio y el miedo, y donde no hay personas que puedan actuar como testigos. Todo ello justifica que la fuente de comprobación del maltrato se remita primordialmente a la declaración de la víctima, pero no implica que deba ser la única prueba que fundamente una condena.
En la valoración del testimonio de la víctima es necesario distinguir ciertos factores elementales referidos a tres momentos de la declaración. Así, por ejemplo, la percepción, la memoria y la comunicación judicial sobre cómo surgió, se desarrolló y se concretó la percepción son algunas de las variables a considerar al evaluar un testimonio (Florián, 1998: T. II, 325). En cuanto a la percepción o la memoria, más allá del poder perceptivo de un individuo, o de la eventual fisura en el sentido visual o auditivo, se sugiere tener en cuenta sus condiciones personales con relación al desarrollo del acontecimiento (Florián, 1998: T. II, 327). Las reglas probatorias más sensibles reconocen que lo traumático del momento padecido repercute en ciertas imprecisiones en la memoria y que, mientras no recaigan sobre aspectos sustanciales, no deben afectar la credibilidad de la mujer (Di Corleto, 2015).
La declaración de la víctima debe analizarse teniendo en cuenta si entre ella y su agresor existe o existió una relación asimétrica de poder. En este examen no puede faltar la información sobre posibles contactos entre la víctima y su victimario, o sobre la existencia de amenazas o manipulaciones que alteren el relato; o incluso sobre las consecuencias generadas por la denuncia en el plano económico, afectivo o familiar (Di Corleto, 2015). Finalmente, para valorar en forma adecuada la declaración de la víctima, los órganos judiciales deben despojarse de todo prejuicio. Se entiende por prejuicio aquel preconcepto que podría llevar al juez a resolver sobre la base de razones equivocadas y discriminatorias. En este campo, los estereotipos de género, usualmente organizados a partir de las categorías como “buena víctima”, “mujer vengativa”, “mujer instrumental”, “mujer co-responsable” y “mujer fabuladora”, entre muchos otros, pueden afectar la decisión imparcial, por lo que debe velarse por su erradicación (Asensio et al., 2012). En este punto, un examen sobre la relevancia legal puede orientar la decisión de excluir la prueba que apunta a construir el prejuicio discriminatorio.
La profesora Di Corleto problematiza la pregunta de si, para los casos de violencia de género, se requiere un modelo probatorio diferenciado, entendiendo por ello uno más flexible y menos riguroso que el vigente para el resto de los casos que ingresan al sistema judicial. En general, las referencias encontradas en la jurisprudencia y en la doctrina sobre la necesidad de un modelo probatorio sexualizado sostienen, en primer lugar, que estas pautas diferenciadas son obligaciones derivadas de la Convención de Belém do Pará. Sin embargo, la Convención no promueve un estándar de prueba diferenciado, sino que establece el deber de los Estados de llevar adelante investigaciones con la debida diligencia, que es diferente a relajar los estándares para alcanzar sentencias de condena.
La idea de flexibilidad en los estándares de prueba esconde una connotación particularmente negativa, pues se tiende a pensar que de esta forma se reduce el alcance del principio de inocencia. En consecuencia, solo una lectura simplificada y sesgada permitiría sostener que los casos de violencia de género se contrarían los principios probatorios generales aplicables para otros delitos o tipos legales.
Por otra parte, no es evidente que el establecimiento de estándares más flexibles para la determinación de la culpabilidad en casos de violencia contra las mujeres sea una buena estrategia para revertir la discriminación de género. Ello no obsta a que, desde una perspectiva de género, se advierta sobre el sesgo discriminatorio que tradicionalmente ha regido la valoración de la prueba.
La profesora y magistrada Pilar Maturana (2019) investiga la importancia de la argumentación jurídica con perspectiva de género “la labor jurisdiccional juega un papel relevante en la caracterización de las mujeres. Quienes imparten justicia tienen en sus manos hacer realidad el derecho a la igualdad, para cual deben evitar en el proceso de interpretación y aplicación del Derecho que intervengan concepciones prejuiciadas de cómo son y cómo deben comportarse las personas por pertenecer a un sexo o género determinado, o por su preferencia/orientación”. El fundamento de la incorporación de la perspectiva de género en la argumentación jurídica se relaciona con el cumplimiento de la obligación constitucional y convencional de promover, respetar, proteger y garantizar, bajo los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad, el derecho a la igualdad y no discriminación, los que junto al derecho al acceso a la justicia constituyen normas imperativas de derecho internacional público, estando quienes administran justicia especialmente compelidos a hacer que ambos derechos sean efectivos.
La perspectiva de género, en este sentido, es un método y técnica jurídica que permite realizar reflexiones integrales sobre situaciones de desigualdad, discriminación, desventaja y/o vulnerabilidad en las partes, “como también identificar prejuicios y/o estereotipos de género, asimetrías de poder y fenómenos de múltiple discriminación (interseccionalidad), y, en especial ayudan a visibilizar elementos que concretan la violencia contra las mujeres y niñas; cubre todas las etapas del proceso, desde su inicio hasta su consecución a través de una sentencia con perspectiva de género” (Maturana, 2019).
Esta técnica jurídica ayuda a interrogar y a analizar la realidad y sobre todo, a impulsar transformaciones sociales, pues entender la perspectiva de género, reta y obliga a tomar posturas reflexivas frente a esas realidades que colocan en desventaja a las mujeres. Miguel Lorente, médico forense español, declara que “…al final la realidad es que tienes mujeres asesinadas, violadas, acosadas, discriminadas, explotadas, sobrerrepresentadas en pobreza, trabajos precarios, etc. Esto no son cosas aisladas, es el todo, vaya donde vaya las mujeres están peor que los hombres… la violencia genera pobreza… no es algo aislado, no son políticas puntuales… Es preciso entender que la perspectiva de género no es una opción sino una forma de enfrentar, de ver la realidad, asegurar contar con un diagnóstico diferencial.”
Pilar Maturana reafirma que la perspectiva de género debe: 1) ser aplicada en la sentencia aun cuando las partes del juicio no la aleguen, 2) guiar el ejercicio argumentativo de quienes imparten justicia para que puedan materializar los tratados internacionales en realidades jurídicas y generar respuestas en derecho efectivas a nivel nacional.
El juez Humberto Sierra Porto, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la Conferencia sobre Derechos Humanos, Igualdad y No Discriminación del Seminario Internacional “Buenas prácticas de la administración de justicia en la aplicación del principio de igualdad. La perspectiva de género, un desafío para la no discriminación”, en Santiago de Chile, año 2018, señaló textualmente lo siguiente: “fallar con perspectiva de género no es realizar activismo judicial. Consiste en aplicar el derecho de igualdad frente a la ley y no discriminación, dentro de una protección multinivel de los derechos humanos (la protección multinivel obliga a utilizar el derecho internacional, las distintas fuentes del derecho internacional a los que el Estado se ha obligado voluntariamente) (…) es hacer un esfuerzo por visibilizar los derechos de las mujeres y por interiorizar la importancia, la trascendencia y el significado de los derechos de las mujeres. Significa no utilizar estereotipos de género que perpetúen discriminaciones y desigualdades y en últimas significa ser más justos”.