Sobre argumentación racional y reformas institucionales | Paréntesis Legal

Ricardo Garzón Cárdenas

 

La elección popular de jueces, como excusa

Estas son algunas reflexiones generales sobre la relación entre tesis argumentales sobre reformas institucionales y los modos de argumentar esas tesis. Si bien, tengo como telón de fondo el candente debate de la reforma judicial en México, particularmente el asunto de la elección popular de jueces, estas reflexiones aspiran a ser generales, que pudiesen valer para cualquier otra reforma que estuviese mediada por una agitada discusión pública. En este sentido, se podría decir que lo que voy a decir es “formal”.

Primera consideración metodológica: hagamos a un lado el poder y definamos la carga argumental

Hagamos a un lado el poder. Cuando hablamos de argumentación, suponemos siempre una ausencia de coerción, donde lo único que tiene fuerza es el peso de los argumentos. El poder es una realidad, se ejerce, pero no justifica. De hecho, en las sociedades democráticas, para poderse ejercer ese poder, es este el que debe estar justificado, legitimado conforme a los valores compartidos de la comunidad política.

En ese sentido, cuando hablo de argumentación racional aludo a cuáles deberían ser las características de un argumento para justificar una reforma o que ella no se haga. El poder no sirve para justificar una reforma, aunque pueda hacerla fácticamente posible.

Adicionalmente, partamos de la base de que la inercia tiene valor retórico, es decir, tiene una mayor carga argumental quien quiere cambiar algo que quien quiere mantenerlo. De manera legítima, quien privilegia el statu quo puede esperar que el otro avance sus argumentos y que esos constituyan el marco de la discusión.

Dos escenarios: eliminar y reformar

Dicho lo anterior, ¿cuáles son los argumentos buenos para una reforma institucional? Dos escenarios: se quiere eliminar una institución o se le quiere reformar. En el primer caso, es obvio que lo que se tiene que demostrar es que esa institución es perniciosa. Para ello, se debe mostrar que persigue objetivos equivocados o que no logra de ninguna manera los que se propone. Se necesita claridad sobre los objetivos institucionales correctos, que sean compartidos por el auditorio (si este los rechaza, habrá que buscar mejores argumentos) y, además, base empírica para las afirmaciones: estadística creíble, con indicadores aceptados, de que lo que se logra es indeseado.

En el segundo, es obvio que para reformar se debe mostrar que las instituciones mejoran. Y la bondad de una institución es que logre lo que se propone, que sea eficaz en la consecución de su misión. En este segundo escenario estamos dando por sentado que los objetivos institucionales son legítimos. Es tal la aceptación, que sería un disparate pretender que la sociedad acepte la eliminación de una institución esencial. Ese sería el caso al pretender eliminar alguna de las tres ramas del poder público.

Estímulos y prácticas

De la mano del análisis económico de las instituciones, lo que habría que preguntarse es por los estímulos que tienen los actores sociales que interactúan con esa institución. Cada uno debe tener los suficientes estímulos para que cumpla con las expectativas sociales que hay sobre su rol. Un tema clásico, en este punto, son las condiciones que hacen al juez independiente: que sus decisiones se cumplan, que su salario no dependa de quien pueda tener interés directo y particular en sus decisiones, que tenga la suficiente formación técnica para argumentar sus decisiones, que no sea disciplinable por tomar decisiones en el marco de las posibilidades que le da el derecho, etc.

Escoger los indicadores adecuados es aquí importante. Un error muy común, cuando se trata de reformas a la justicia, es basarse en el argumento (casi siempre verdadero) de la congestión judicial. Si pensamos en los estímulos, el argumento es bastante malo, porque el sistema puede descongestionarse eventualmente, pero las demandas de justicia son infinitas, y la mayor eficiencia abre la puerta a nuevas causas o el sistema político ve la oportunidad de conferir adicionales responsabilidades. El mejor ejemplo es la relación viciosa entre populismo punitivo y hacinamiento carcelario. Todos los días los políticos ofrecen más pena y más venganza: eso congestiona cárceles. Luego, se dan cuenta de que no hay cama pa’ tanta gente (nunca mejor dicho), y ahí se viene el festival de las reducciones de pena, ejecución extramuros, etc.

Se podría decir, entonces, que si los argumentos se basan en los estímulos para la efectiva prestación del servicio de justicia, fomentando prácticas trasparentes, vamos, desde el punto de vista argumental, bastante bien.

Los argumentos contra el statu quo: tres respuestas

Ahora un punto adicional: dada la dimensión social de las instituciones, siempre nos debemos preguntar por qué unas son más usuales que otras. Debemos tener claro que ni la generalidad ni la costumbre permiten argumentos concluyentes, pero sí dan el privilegio de presumir que alguna función social cumplen, como para que se les mantenga. En este sentido, hay tres respuestas hipotéticas que son, a la postre, el objeto del argumento contra el statu quo.

¿Por qué unas instituciones son más usuales que otras? La primera respuesta, la más intuitiva, es la costumbre. Curiosamente, no es un buen argumento, pero establece un marco: este no explica por qué se mantiene, sencillamente muestra que se ha mantenido. Con todo, libera al conservador de explicar el por qué y lo deja en la posición más cómoda de contraargumentar los porqués contra su postura. La costumbre genera la presunción de que algo funciona, por eso es que la carga argumental se ve desplazada. En este escenario, no es muy efectivo atacar una costumbre porque solo es una costumbre.

La segunda respuesta sería la influencia externa, casi siempre en la mezcla de economía, política y cultura. Ciertos pueblos tienen tales instituciones porque miran mucho a ciertas culturas o porque hay una injerencia que la estimula. Hablo español porque el sitio donde nací fue colonizado por uno de los imperios más poderosos del planeta, esto es indudable. Aventuraría que la razón por la que mi idioma me gusta es porque lo aprendí de mis padres y el sistema educativo me enseñó (mediante un proceso de socialización) a hacer cosas con él.

Si nos vamos al campo del derecho, un ejemplo formidable de extensión hegemónica de instituciones jurídicas sería el del sistema procesal penal de tendencia acusatoria. Es un hecho que Estados Unidos ha invertido ingentes cantidades de dinero en convencer a políticos, capacitar operadores, generar eventos académicos, etc., para que los sistemas latinoamericanos sean funcionales a sus necesidades. Esto facilita sus propósitos de control social por vía del sistema penal. La influencia extranjera, como explicación de la extensión de una institución puede funcionar tanto a favor como en contra, todo depende del prestigio que tenga la cultura de referencia.

La tercera respuesta a que una institución no cambie es la resistencia política. Hay ciertas instituciones que se pueden mantener por intereses políticos específicos: mantener ciertas burocracias para propósitos clientelistas, mantener instituciones sobre las que se tiene efectivo control y son “llave” que puede abrir o bloquear el sistema político, etc.

El argumento utilitario

La cuarta respuesta, algo adelantamos respecto a la cuestión de la costumbre, es porque la institución funciona. Puede parecer un argumento muy simple, pero es quizás el más poderoso. Como seres racionales tendemos a privilegiar lo que sirve y a descartar lo que no. Tenemos múltiples dispositivos para preferir lo que nos es útil. En primera medida, podemos advertir que lo útil es beneficioso para la cohesión social, los pueblos prefieren las instituciones que los mantienen en paz. Ningún pueblo desea la guerra interna, aunque pueda desear la externa. Y, sobre todo, puede aplaudir las virtudes funcionales a esas instituciones, volviendo valioso o preferente aquello que la institución logra.

Lo interesante de esta última respuesta, es que la utilidad no es incompatible con las tres anteriores. Alguien podría decir que no le gusta el sistema acusatorio porque es una imposición yanqui. Vale. Y eso, ¿qué implica? Realmente nada. Las razones para rechazar el sistema son otras, en caso de que se diesen, lo que habría que probar empíricamente: que hay mayor impunidad, que fomenta las violaciones a las garantías de las personas, que genera prácticas corruptas, etc. El sentimiento antiimperialista no ataca para nada la cuestión del funcionamiento de la institución. Sería como rechazar el estudio del español porque los españoles fueron despiadados. Es un argumento impertinente, basado en el resentimiento.

¿Por qué hay carrera judicial y no carrera parlamentaria?

La pregunta se mantiene, al menos sobre la cuestión más intensa de la reforma, la elección popular de jueces: ¿por qué la mayoría de ordenamientos jurídicos han tomado como cuestión fundamental en sus constituciones que haya una carrera judicial? Esa pregunta puede tener múltiples respuestas, pero obliga a quien proponga una reforma a contestar por qué para este sistema social no convendría tal estructura jurídica.

Esta pregunta convoca a buena parte de la filosofía política de la ilustración y al diseño institucional del Estado moderno. Para mantenerme en el plano “formal” que me he propuesto, he de decir que se puede argumentar en contra de los diseños institucionales propios de la ilustración política, pero, desde una perspectiva técnica, es sumamente difícil. La razón de esta dificultad argumental es que implica ir en contra de una gran cantidad de supuestos valorativos que han hecho preferibles las instituciones implementadas.

La elección popular del poder político y la vocación burocratizada de la justicia, son dos caras de la misma moneda: la conexión entre la democracia y el Estado de Derecho. El marco del legislador es el “mandato popular”. Hoy nos hemos acostumbrado tanto al término que olvidamos que aquí se acuñó políticamente una terminología jurídica. Como el contrato social (de sociedad) no se puede revocar, lo que sí se puede revocar es el contrato de mandato, el encargo que el pueblo le hace al político: ese mandato se revoca cuando el pueblo no se siente representado por su mandatario. Por ello, la legitimación del poder político es popular: lo que legitima al político es que represente a sus electores, nada más, pero no nada menos. Su modo de acción es la ley, con la pretensión de que esta sea general, que se refiera a clases de sujetos y no a sujetos particulares; y abstracta, que las condiciones de aplicación de las normas se planteen con la suficiente amplitud, como para que no se apliquen a un sujeto único o a muy pocos sujetos.

Por el contrario, la justicia se concibe como una burocracia. Su función no es representar los intereses de nadie y se legitima tomando decisiones. Esas decisiones, en el Estado de Derecho, tienen tres propiedades: conformes al derecho, imparciales y justificadas. Los jueces se legitiman tomando decisiones conforme a Derecho, actuando con imparcialidad, esto es, aplicando las normas con independencia de quién sea el concreto destinatario y justificando, probatoria y normativamente, sus decisiones.

¿Qué pasa si (de modo general) los legisladores juzgan y los jueces legislan?

Si el legislador se dedica a regular supuestos particulares, existe la prevención de que ese mandato popular no se esté utilizando en pro del bien común. Si el juez, en lugar de concentrarse en su decisión, quiere establecer normas generales, está realizando una acción para la cual no tiene legitimidad, pues no la tiene de tipo político. Son dos caras de la misma moneda. Si alguno deja de ocupar su respectivo lugar en el sistema, este se desestabiliza hasta proporciones insospechadas. Los destinatarios de las decisiones judiciales las acatan porque sienten que el juez aplica algo que otro hizo, y no pensando precisamente en él. Si se pierde la distinción entre el que legisla y juzga, se pierde la vocación del derecho para facilitar la cooperación social.

Y esto es importante en un tema como la elección popular de jueces, porque la fuente de legitimidad se ve desplazada. El juez se convierte en un nuevo representante del pueblo y desaparece el garante de la aplicación de las normas generales. Esto repercute en el sistema político, porque el voto por los legisladores deja de tener sentido. Si el juez juzgará conforme a incentivos políticos, buscando poder (en abstracto) y votos (en concreto), ¿qué incentivo tiene para obedecer la ley? Y si no hay incentivos para obedecer la ley, ¿qué importancia tienen las elecciones de quienes hacen las leyes? Podríamos seguir mucho más, porque las consecuencias empiezan a desprenderse en cascada.

Higiene discursiva y argumentación racional

Este es el marco discursivo mínimo de la argumentación para una reforma de este tipo. Quien quiera reformar una institución debe dar razones institucionales; quien contraargumente, igual.

Así, por pura higiene discursiva, se deberían rechazar todos los argumentos de naturaleza puramente política. Esto pasa con dos argumentos abstractos que son opuestos. Por un lado, no es válido el “así lo quiere el pueblo”, porque ese querer popular se hizo respetar mediante el nombramiento en los cargos respectivos a quienes fueron elegidos. Por otro lado, tampoco es válida la oposición a la reforma con afirmaciones del tipo “esto es puro populismo” o “nos pareceremos a Venezuela”.

Se deben excluir, también los argumentos políticos más concretos respecto a los oscuros intereses de unos y otros. Desde el punto de vista de la racionalidad argumentativa, es tan malo el argumento de que la reforma es buena porque las elecciones populares acaban los privilegios de los jueces, como sostener que la reforma es mala porque el Presidente quiere poner sus amigos.

¿Cuál sería la reforma correcta? La solución no la podría dar, pues requiere un conocimiento de ingeniería social importante, que no es de mi dominio. Lo que sí puedo decir aquí es que las alternativas racionales son las basadas en evidencia empírica y en argumentos intersubjetivamente atendibles. Sé que lo que digo no es nada original, pero a veces las obviedades se olvidan.

¿Cuál de estas alternativas se convertirá en ganadora? Será aquella que conteste la elemental pregunta que nos ha rondado desde el inicio: ¿De este modo mejoramos las instituciones?