Sobre vicios argumentales: la falacia del abogado y la debilidad del juez | Paréntesis Legal

Marta Cabrera Fernández

 

Entre los muchos temas acerca de los cuales nos hemos visto obligados a reflexionar a raíz de la aprobación de la reforma judicial mexicana, quería destacar el marketing con el que se ha presentado la medida ante los principales afectados del sector de la judicatura. Porque sí, la política consiste, en buena parte, de marketing. Y es que en ningún momento podemos afirmar que se intentara convencer a los jueces y magistrados de que estaba entre sus mejores intereses el apoyar la reforma. Normalmente, las técnicas de retórica política se centran en maximizar la capacidad de convicción en todos los estratos sociales, pero este no ha sido el caso. Hemos pasado de quejarnos de la mala calidad argumentativa con la que se justificaban algunas medidas a acusar la completa inexistencia de tal motivación. Esto nos lleva a plantearnos ciertas cuestiones sobre la naturaleza de la argumentación política y jurídica, ya que estamos ante un caso en el que ambas se entrelazan. Ante el desalentador (que no novedoso) panorama en el que se ignora cualquier parámetro de racionalidad, nos preguntamos cuál es la utilidad práctica de estudiar argumentación, de reconstruir discursos y de proponer criterios de corrección. No está de más recapitular de vez en cuando y volver a poner el foco de atención general en los trabajos de Derecho y de argumentación jurídica.

Si bien la argumentación en el Derecho puede ser estudiada desde la teoría legislativa, este es un ámbito más propio de las Ciencias Políticas. Es indispensable, además, tener en cuenta elementos de evaluación argumental más allá de los puramente formales. Por ejemplo, tras una reconstrucción lógico-formal y un análisis de las diferentes técnicas retóricas (o dialécticas, si estudiamos debates parlamentarios), deberemos también tener en consideración el uso de trucos psicológicos y emocionales. Sobre ello escribió Toni Aira (2020) cuando, en el contexto de la desinformación y las fake news emergentes durante la crisis sanitaria del Covid-19, estableció un mapa de cómo los principales líderes políticos del momento se servían de la exaltación de ciertas emociones para llegar a su público. En concreto, asociaba a Donald Trump con el odio, a Boris Johnson con el optimismo, a Justin Trudeau con el amor, a Vladimir Putin con la venganza y a Angela Merkel con la admiración. Y en el panorama español, estableció la relación entre Pedro Sánchez y la satisfacción, Carles Puigdemont y la impaciencia, Pablo Iglesias y la euforia, Santiago Abascal y el enfado y entre Ada Colau y la indignación. Tras este análisis, que ocupa toda la obra, el autor concluye afirmando lo siguiente: “impacto emocional, simplificación y personalización: si un mensaje tiene estas tres características, propias del lenguaje publicitario y de los medios audiovisuales, se consume mejor, también en política” (Aira, 2020, p. 13). Y, en definitiva, el objetivo va a ser convencer al auditorio a cualquier precio.

En cuanto a la argumentación jurídica, es aquella realizada por un jurista, entendiendo como tal a un estudioso del Derecho y no meramente a alguien que haya realizado un grado o licenciatura en la materia. Podríamos decir también que las argumentaciones llevadas a cabo por abogados y jueces son las que más interés tienen, por su indispensabilidad en el proceso judicial y, en el segundo caso, por su carácter vinculante. Pero los objetivos que pretenden alcanzar los sujetos argumentadores son demasiado diversos como para que sea coherente mezclar el estudio de ambos tipos. De distintas finalidades se devienen diferentes fallos potenciales y, por tanto, los criterios evaluativos deben matizarse.

Para entender mejor a qué nos referimos con “fallos potenciales”, vamos a servirnos de la teoría pragmadialéctica de la argumentación para presentar la situación. A mediados de los años ochenta, los profesores Frans H. van Eemeren y Rob Grootendorst (1984), de la Universiteit van Amsterdam, expusieron su aproximación a la teoría de la argumentación utilizando una perspectiva pragmadialéctica. Es decir, sirviéndose de descripciones pragmáticas y de prescripciones dialécticas. De ahí que el objetivo de esta propuesta sea resolver conflictos mediante la actividad discursiva de la argumentación racional que se da cuanto un argumentador intenta convencer a su interlocutor. A grandes rasgos, la teoría presenta unas reglas que debe seguir toda argumentación y, en caso de violar alguna de ellas, el argumento en cuestión será uno falaz. Teniendo esto en mente, Van Eemeren (2019, p. 181) señala que

“En el discurso argumentativo real, la mantención de la razonabilidad y la búsqueda de la eficacia no siempre estarán en un equilibrio perfecto. Temiendo que, de lo contrario, serán considerados como demasiado ansiosos por conseguir las cosas a su modo, los argumentadores pueden estar tan interesados en ser percibidos como razonables, que se concentran simplemente en lograr ese objetivo dialéctico y descuidan su interés por la eficacia. Esto puede resultar en una maniobra estratégica que, vista desde una perspectiva retórica, es deficiente. En tales casos, los juicios como «maniobra débil», «no persuasiva» y «mala estrategia» pueden ser apropiados.

También podría suceder que, en su afán por promover eficazmente su caso, a veces los argumentadores tiendan a descuidar su compromiso con la razonabilidad. Hacer esto tiene consecuencias para la calidad del proceso de resolución cuando una o más reglas de la discusión crítica se violan en el proceso. Vistas desde una perspectiva dialéctica, estas consecuencias son muy serias ya que provocan que el proceso de resolver una diferencia de opinión se obstruya u obstaculice. En tales casos, puede decirse que la maniobra estratégica se «descarrila» hacia lo falaz”.

Por lo tanto, para la pragmadialéctica, un argumento viciado en favor de la convicción es un argumento falaz. Pero uno correcto que no convenza, es débil. Ahora intentemos hacer una adaptación de este planteamiento a la argumentación jurídica. Si bien se nos pueden presentar diversas dudas acerca de hasta qué punto la argumentación jurídica es una actividad discursiva, asumamos que no es una cuestión determinante para poder servirnos de estos apuntes sobre los vicios argumentativos. Comenzando por los razonamientos que debe aportar un abogado durante el proceso, es indudable que estarán estrictamente dirigidos a conseguir convencer al juez de fallar en favor del cliente. Por supuesto, la buena práctica jurídica exige que sean adecuados a unos mínimos de racionalidad y siempre dentro de las posibilidades del Derecho. Pero su corrección no es tan relevante como su capacidad de convicción. De ahí que podamos afirmar que, de caer en un vicio argumentativo según la pragmadialéctica, los abogados incurrirían en argumentos falaces en aras de conseguir una mayor eficacia persuasiva.

Por otro lado, el juez o los magistrados tienen la obligación de motivar sus resoluciones, pero eso no significa que su motivación tenga que convencer a todo su auditorio. Ni al conformado por las partes (pues, inevitablemente, habrá al menos una parte “perdedora”) ni a la sociedad en general, que tendrá acceso a dicha resolución. Motivar no supone convencer, por lo que encontrar falacias (entendiendo como tales los argumentos que incumplan cualquier regla de racionalidad que queramos aplicar al proceso judicial) en este tipo de argumentación jurídica es extremadamente inusual. No lo es, por el contrario, identificar razonamientos que nos resulten débiles y deficientes, por distintas razones. Pongamos un ejemplo. Imaginemos que un juez decide que un progenitor que cobra 15.000 euros al mes debe pagar una pensión de alimentos a su hijo de 12 años de 200 euros, y que no puede ser mayor cantidad porque está en el interés superior del menor el aprender a ahorrar desde bien pequeño. Podemos pensar que no es una cantidad especialmente proporcional a las posibilidades económicas del padre, o que el interés superior del menor se podría haber interpretado de otra manera. Pero si la cifra ha sido decidida sin incumplir norma alguna, entonces el argumento es perfectamente válido y admisible, por débil que sea. Siempre y cuando haya sido una decisión acorde a derecho, no tiene especial importancia que se hubiese podido argumentar otra decisión que cumpliese mejor con cualesquiera parámetros de corrección (moral, sistemática, adecuación de significado, etc.). Aunque, por supuesto, sí podremos argumentar dicha relevancia en ciertos casos donde sea posible algún tipo de recurso. Pero incluso en tales ocasiones se debe respetar la interpretación llevada a cabo en primera instancia.

Así pues, el extremo del vicio argumental para el abogado es la falacia, mientras que el del juez es la debilidad de sus razonamientos. Estos fallos potenciales pueden ser refutados en el primer caso, tanto por la forma como por el fondo del argumento. Recae en el propio juez el no caer en el ardid falaz del abogado y, a veces, según el procedimiento, también será papel de la otra parte el destapar la falacia. Pero, como hemos señalado, los argumentos débiles de las resoluciones judiciales no tienen mayor consecuencia en la práctica. Sí la tendrán para la ciencia jurídica, que abogará por ofrecer garantías de seguimiento de diversos criterios de corrección.

¿Es importante, entonces, que los jueces tengan una buena formación en argumentación jurídica? A pesar del anterior planteamiento, es peligroso llevar el realismo jurídico al extremo del nihilismo (Hynes Jr., 1986, p. 89). Un poder judicial que no tuviese interés en tener la máxima calidad posible está abocado a una pésima salvaguarda del Estado de Derecho. Independientemente del valor al que consideremos que las argumentaciones judiciales deban aproximarse (siempre dentro del derecho positivo, claro está), como pueden ser la justicia, la razonabilidad o el sentido común, lo que está claro es que nos regimos por reglas, algunas de las cuales hemos codificado en disposiciones que, al ser interpretadas, adoptan el nombre de normas. Y es trabajo del juez decidir qué comportamientos son los que satisfacen mejor esas normas y qué consecuencias hay para las desviaciones de tales comportamientos. En nuestro caso del progenitor que debía pagarle una pensión alimenticia a su hijo, podemos suponer que la disposición dice que tal pensión será de una cantidad proporcional al salario y al estilo de vida familiar. La norma resultante, además, se habrá interpretado conforme al principio del interés superior del menor. Y, dentro de este marco, el juez decidirá qué comportamiento (el pago de cierta cantidad) se ajusta mejor a la norma. Esta es una visión que puede calificarse de utilitarista, pero no por ello entraña menos principios morales subyacentes que otras teorías de la justicia. La principal diferencia está en que, si bien esa moral o ese afán de justicia están presentes en el contrato fundacional de este sistema, no deben estarlo en los instrumentos que garantizarán su buen funcionamiento, como es el derecho. Durante un concierto, el guardia de seguridad no puede estar despreocupado cantando las canciones, sino alerta para cumplir con su trabajo y proteger al público y al artista. Los principios morales tienen su sobrada cabida en la teoría legislativa, pero la judicial debe responder a otros estándares.

Vemos, por lo tanto, que es perfectamente factible el estudiar argumentación jurídica y defender el establecimiento de parámetros de corrección para la redacción de sentencias judiciales manteniendo una tesis positivista. Como reflexión final, tocaría plantearnos si podemos extender esta conclusión al ámbito de la argumentación política. Es decir, si tiene sentido que la doctrina siga examinando las técnicas de argumentación para la adopción de medidas legislativas aún sabiendo que tales estudios no tienen plasmación en la vida real en demasiadas ocasiones. Y, de nuevo, la respuesta sería que sí. No solo tiene sentido, sino que es el momento en el que más formación hay que ofertar al respecto. La apatía que se puede devenir de ver cómo el trabajo de científicos del derecho y de las ciencias políticas cae en saco roto no debe ser excusa para abandonar este tipo de estudios, sino razón de más para reivindicarlos.

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

 

Aira, T. (2020). La política de las emociones. Cómo los sentimientos gobiernan el mundo. Arpa.

Hynes Jr., T. J. (1986). Interpretation, law, and argument: prospects for cross fertilization. En F. H. van Eemeren (Ed.) et al., Argumentation: analysis and practices. Proceedings of the Conference on Argumentation 1986, 3B, (pp. 85- 93). Foris Publication.

Van Eemeren, F. H. (2019). La teoría de la argumentación: Una perspectiva pragmadialéctica. Palestra.

Van Eemeren, F. H. y Grootendorst, R. (1984). Speech Acts in Argumentative Discussions. De Gruyter Mouton.