Brenda Xiomari Magaña Díaz
Recientemente, la propuesta de reforma en telecomunicaciones presentada por la presidenta Sheinbaum desató un debate encendido. Aunque fue presentada como una medida contra la desinformación, generó preocupación en amplios sectores de la sociedad civil por los posibles riesgos a la libertad de expresión. No es propósito de este texto analizar dicha reforma, pero su sola aparición evidenció algo que merece atención: la centralidad que han adquirido las redes sociales en la vida política. En un país sin una regulación clara sobre el uso institucional de plataformas digitales, esta coyuntura puso sobre la mesa una pregunta urgente: ¿qué lugar ocupan las redes sociales en la construcción de legitimidad, confianza y transparencia institucional?
En pleno 2025, las redes sociales son la nueva ágora. Ahí intercambiamos ideas, compartimos lo que pensamos y, muy seguido, también nos confrontamos. Sin embargo, al convertirlas en nuestra principal fuente de comunicación pública, pasamos por alto que también pueden funcionar como espejos deformantes del poder. En la era de las pantallas, donde una publicación en TikTok o una historia en Instagram parece suficiente, gobiernos y servidores públicos han encontrado en lo digital un terreno fértil para sembrar cercanía.
Desde una perspectiva jurídica, pero también política, debemos dejarlo claro: comunicar en redes sociales no equivale a transparentar. La transparencia implica obligaciones precisas: documentar actos de autoridad, permitir su fiscalización y ofrecer acceso a datos verificables y completos. Las redes, en cambio, operan bajo la lógica de la emocionalidad y la inmediatez.
La única vía para la confianza entre gobernantes y ciudadanos es la transparencia. Después de años en espacios donde se decide lo público, aprendí que no hay democracia sin confianza, y que no hay confianza sin transparencia. En un mundo tan digitalizado, debemos preguntarnos si estamos limitando la transparencia a lo que nuestros gobernantes suben a internet.
Lo que propongo aquí es una lectura crítica sobre el uso de redes sociales por parte de funcionarios públicos. Lo hago desde una convicción: la transparencia no es un acto de exposición, es la base sobre la que se construye la confianza. Y en cualquier relación — institucional o personal— sin confianza, no hay vínculo posible.
En su libro Más allá del acceso a la información, John M. Ackerman sostiene que el acceso a la información debe entenderse como una herramienta de transformación democrática y no sólo como una demanda burocrática. La transparencia, bien entendida, articula un vínculo de reciprocidad entre gobierno y ciudadanía, cimentado en la rendición de cuentas, la fiscalización pública y el empoderamiento social. Sin ese vínculo, el Estado de derecho queda erosionado y la confianza institucional, profundamente dañada.
El espejismo de la cercanía
Estudios como los de Villodre (2020) han demostrado que el contacto digital puede reducir la percepción de corrupción. Lo confieso: hay perfiles de servidores públicos que a mí, personalmente, me generan esa sensación. Verlos caminar por las calles, mostrar su jornada, compartir en tiempo real lo que hacen, me da la impresión —genuina o no— de que están trabajando. Esa narrativa cotidiana y visual genera cercanía. Un estudio de Gómez, Plascencia y Romero (2022) reveló que 60% de los usuarios consideraban que internet los acercaba a procesos democráticos.
La disponibilidad de datos en línea, la interacción en tiempo real y la posibilidad de denunciar públicamente irregularidades, contribuyen a una noción ampliada de participación ciudadana. Pero también, si no va acompañada de datos, documentos o mecanismos de verificación, puede convertirse en un espejismo. La sensación de transparencia sustituye al ejercicio real de rendición de cuentas. A esto es a lo que llamaríamos “una falsa transparencia performativa”: una puesta en escena del acceso, que emociona, pero no necesariamente informa ni permite el escrutinio público.
Antes del auge digital, la comunicación política se concentraba en medios tradicionales: televisión, radio y prensa escrita. El mensaje era unidireccional, controlado por vocerías oficiales y emitido en horarios específicos. La figura del político era distante, su voz canalizada por discursos predecibles y sin posibilidad de réplica inmediata. La ciudadanía se limitaba a escuchar. Hoy, en cambio, la narrativa política se construye en tiempo real, en pantallas compartidas y con una ciudadanía expectante pero también crítica.
En el entorno digital, el servidor público ya no aparece como una figura distante, sino como un personaje narrativo con un storytelling. Este cambio de rol abre la puerta a una política de la imagen, donde lo emotivo, lo cotidiano y lo personal pueden desplazar lo estructural, lo normativo y lo político. La transparencia deviene de un storytelling y un marketing digital. Y no todo lo que emociona transforma. A veces, sólo entretiene y distrae.
Sería ingenuo pensar que las redes sociales siguen siendo espacios espontáneos. Lo que comenzó como un canal para compartir lo que uno desayunaba, se ha convertido en una herramienta con estructura, intencionalidad y objetivos claros. Las redes ya no solo informan: influyen. Moldean narrativas, construyen identidades públicas y en muchos casos, sustituyen la gestión por percepción. Esta evolución no es accidental; es parte de un ecosistema digital donde cada publicación tiene una lógica de posicionamiento, incluso cuando pretende ser casual.
Así, mientras las redes sociales democratizan la expresión, también crean un entorno vulnerable a la manipulación. Esta paradoja obliga a los gobiernos no sólo a comunicar con transparencia, sino a construir estrategias de alfabetización mediática, fortalecer la educación cívica digital y generar canales oficiales robustos para el acceso a información verificada.
Esto no significa que las redes sociales sean el anticristo del siglo XXI. No todo es negativo. También han abierto oportunidades valiosas, sobre todo para los gobiernos locales. De acuerdo con el Instituto Nacional para el Federalismo y el Desarrollo Municipal (INAFED), muchas administraciones municipales en México han sabido aprovechar estas plataformas para fortalecer su presencia, interactuar con sus comunidades y fomentar la participación ciudadana. Esto representa un giro importante frente al modelo tradicional, donde la comunicación institucional era vertical, limitada y casi siempre controlada desde el centro.
Hoy, estas herramientas permiten difundir avisos en tiempo real, gestionar reportes vecinales y visibilizar eventos. Su flexibilidad y alcance abren la posibilidad de una comunicación más democrática y menos opaca. Hemos visto cómo un solo tuit puede movilizar a una alcaldía, alertar a un servidor público o incluso generar una respuesta institucional inmediata como el acceso a la justicia.
La disyuntiva no es si las redes destruyen o salvan. El verdadero problema surge cuando no se usan con ética ni están sujetas a reglas claras. En ausencia de lineamientos, todo queda al arbitrio del comunicador. Y ahí, lo público corre el riesgo de privatizarse en narrativas individuales.
El Sistema Nacional de Transparencia ha reconocido esta área de oportunidad, pero también ha advertido sobre la necesidad de profesionalizar su uso institucional y no dejarlo en manos de improvisaciones o estrategias puramente propagandísticas. Como toda herramienta poderosa, su valor dependerá del marco ético, técnico y normativo que la sustente. Mismo que a la fecha no se encuentra determinado en México.
Las redes sociales prometen cercanía, pero muchas veces ofrecen solamente una ilusión de presencia. Un video bien editado puede sustituir un informe de resultados. Una selfie en campo puede reemplazar una política pública con evaluación real. Y ahí está el riesgo. No tengo nada contra el lenguaje informal ni contra la creatividad digital. Pero sí tengo mucho que decir cuando esas herramientas se utilizan para maquillar, omitir o distraer. Porque la política no es una estética: es una responsabilidad. Y el poder no es un personaje que se narra: es una acción que se rinde.
En este contexto, los gobiernos no sólo comunican: compiten por la atención. Y en esa competencia, muchas veces la transparencia se convierte en marketing político. Casos como el del presidente Nayib Bukele en El Salvador —quien ha utilizado TikTok y Twitter para construir una narrativa de eficiencia y modernidad— ilustran cómo la comunicación digital puede eclipsar el debate público y reducir la rendición de cuentas a métricas de popularidad.
No podemos hablar de transparencia sin hablar de responsabilidad comunicativa. Ni de gobierno digital sin una ciudadanía crítica. En este nuevo ecosistema, hay dos responsabilidades que deben asumirse con claridad: por un lado, la del Poder Legislativo, que tiene la obligación de emitir una normativa clara, eficaz y actualizada que regule tanto la transparencia como el uso institucional de las redes sociales; por otro, la de la ciudadanía, que debe fortalecerse como sujeto crítico frente a la manipulación digital.
Solo con este doble compromiso podremos navegar con lucidez el entorno actual. Solo así podremos distinguir entre una estrategia electoral bien maquillada y una política pública con impacto. Entre una frase bonita diseñada para viralizarse y una rendición de cuentas real, verificable y útil.
Ambigüedades normativas y vacíos en materia de transparencia
En México, no existe una regulación específica sobre el uso de redes sociales por parte de funcionarios. El INAI ha emitido recomendaciones, y el Tribunal Electoral ha intervenido en casos paradigmáticos, como el uso de cuentas personales para fines proselitistas. Pero el vacío normativo subsiste.
Este vacío es especialmente delicado si consideramos que las plataformas digitales son controladas por entidades privadas, que no están sujetas a los principios del derecho público. Esto plantea preguntas urgentes: ¿cuándo una cuenta es institucional y cuándo es personal?
¿Cómo asegurar la trazabilidad de decisiones si estas se anuncian en reels y no en informes escritos?
Las respuestas no sólo deben venir del derecho, sino también de una reflexión ética: lo público exige responsabilidad y coherencia, no sólo estilo y narrativa.
Y todo esto nos lleva a reflexionar: Comunicar no es transparentar. Las redes pueden ser herramientas útiles, pero no son, por sí solas, sinónimo de gobierno abierto.
La transparencia que se limita a cumplir con lo exigido —y no con lo necesario— tiende a volverse mecánica y formalista. Publicar sin contexto, sin síntesis, sin posibilidad de diálogo o interpretación crítica, no empodera al ciudadano: lo abruma o lo excluye. En este sentido, las redes sociales podrían ser una oportunidad para traducir datos duros en explicaciones comprensibles, pero también pueden convertirse en una herramienta que sustituya la complejidad por estética, y la sustancia por emoción.
Como advierte Óscar Cortés Abad en su tesis doctoral, las redes sociales, lejos de ofrecer un canal neutro y objetivo, operan bajo una lógica de discrecionalidad: muestran solo lo que se quiere mostrar. La narrativa digital está filtrada, editada y cuidadosamente construida. Esto implica que la ciudadanía recibe una versión parcial y controlada de la función pública, seleccionada estratégicamente para reforzar la imagen del emisor. No se trata de transparencia en el sentido constitucional o legal, sino de comunicación unilateral con apariencia de apertura.
Esta lógica no es menor. Cuando un funcionario escoge qué partes de su agenda pública, qué comentarios responde y qué críticas ignora o bloquea, está ejerciendo poder desde la opacidad selectiva. Esta práctica fragmenta el principio de rendición de cuentas, pues no hay garantía de que lo más importante, lo sustantivo o lo controversial, sea comunicado.
En una democracia fatigada por la desinformación, la espectacularización del poder puede parecer refrescante. Pero no podemos confundir transparencia con visibilidad ni rendición de cuentas con empatía digital.
La transparencia no es sólo una obligación jurídica: es una cualidad moral de los gobiernos que asumen con seriedad su vínculo con la ciudadanía. Como en cualquier relación, la confianza no se impone: se cultiva. Y en política, se cultiva desde la verdad, la coherencia y el acceso efectivo a la información.
Las redes sociales, bien utilizadas, pueden ser instrumentos poderosos de gobierno abierto. Pero también pueden convertirse en un dispositivo de propaganda emocional que debilita el tejido institucional. En tiempos de hiperconectividad, la transparencia debe dejar de ser una estética y volver a ser una garantía.
Volvamos a exigir lo esencial: servidores públicos con conciencia, instituciones con responsabilidad y una ciudadanía que no se conforme con likes cuando tiene derecho a respuestas.
En el contexto actual, marcado por la digitalización de la vida pública, las redes sociales se han convertido en una herramienta privilegiada de comunicación institucional. Sin embargo, su uso por parte de servidores públicos ha generado una zona gris entre lo que se muestra y lo que realmente se transparenta. A falta de una normativa clara y eficaz, la ciudadanía se enfrenta a una paradoja: mientras las plataformas digitales ofrecen una sensación de cercanía y apertura, muchas veces solo reproducen una transparencia performativa, basada en la emocionalidad, la narrativa y la imagen, sin los mecanismos necesarios de verificación, documentación o rendición de cuentas. Esto plantea una pregunta crucial para el fortalecimiento democrático: ¿puede haber verdadera transparencia en un entorno digital donde predomina la discrecionalidad narrativa y no existen reglas claras que garanticen el acceso efectivo a la información pública?
Referencias
- Cortés Abad, Óscar. Las redes sociales en la Administración General del Estado: Factores jurídicos e institucionales. Tesis doctoral, Universidad de Salamanca, 2019.
- Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, art. 6º.
- INAI (2021). Manual para servidores públicos sobre redes sociales.
- Villodre, J. (2020). “Redes sociales y transparencia en la administración pública”. Revista EUNOM. ● BID (2021). “Redes sociales y percepción de corrupción”.
- Knight First Amendment Institute v. Trump, 928 F.3d 226 (2d Cir. 2019).
- LGTAIP. Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública.
- We Are Social y Meltwater. Digital 2024: Global Overview Report.
- Ackerman, John M. (coord.). Más allá del acceso a la información: Transparencia, rendición de cuentas y Estado de derecho. CIDE, México.