¡Viva la libertad! (y muerte a los niños por nacer) | Paréntesis Legal
Mtra. Diana Gamboa Aguirre

 

 

El pasado 4 de marzo de 2024, fue noticia mundial la elevación del pretendido “derecho” al aborto a rango constitucional en Francia. Si bien la posibilidad de las mujeres para terminar con la vida de sus hijos en gestación ya era una realidad en aquel país, el origen político de esta iniciativa particular derivó de la anulación del famoso precedente norteamericano Roe v. Wade (1973), mediante la resolución del caso Dobbs v. Jackson en 2022 y, por ende, del temor de su eventual negación como “derecho” en sede jurisdiccional.[1]

 

Si bien la realidad descrita puede analizarse desde diversas perspectivas, en el presente me centraré en las problemáticas teóricas y prácticas que derivan de la afirmación de que el aborto es un “derecho”. Concretamente, desde el marco conceptual del Estado Constitucional de Derecho, en el que presuntamente nos ubicamos.

 

Esto, con el fin de evidenciar que la afirmación del aborto en calidad de derecho resulta incompatible con la base y fundamento de los derechos humanos, en función de la cual se predica su universalidad. Esto es, el valor intrínseco de todos los miembros de la familia humana, que la comunidad internacional -Francia incluida- afirmó desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.[2]

 

 a. Estado Constitucional y Derechos Humanos

 

Recordemos que la idea de Estado Constitucional lleva inmersa la noción de que el estrato más alto del orden jurídico es precisamente el establecido por la Constitución; he ahí la relevancia de la reciente modificación constitucional francesa.

 

Bajo esta idea del derecho, nos encontramos con que, ante el pluralismo de fuerzas políticas y sociales, se genera una concurrencia de fuentes respecto de las cuales la norma fundamental tiene una función unificadora, que ha sustituido el monopolio legislativo ordinario que prevalecía con anterioridad. Esto, mediante la previsión de un derecho de mayor jerarquía, dotado de fuerza obligatoria incluso para el legislador.[3]

 

Ahora bien, a raíz de la segunda posguerra, como humanidad procuramos establecer un parámetro moral con aspiración universal que fuera asequible y aceptable para todos: los derechos humanos. Y, mediante instrumentos internacionales, dejamos expresamente plasmada por escrito la idea de que la dignidad -en su sentido ontológico- es la base y fundamento de tales derechos. Expresamente, tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como en el preámbulo de multiplicidad de tratados internacionales en la materia, observamos textualmente que:

 

…la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…

 

En ese sentido, si bien resultaría en exceso ambicioso -e iluso- pretender delimitar un único y completo parámetro de moral objetiva, es posible reconocer que la humanidad ya ha identificado al menos un principio moral infranqueable que se sostiene precisamente en la noción de dignidad, como justificación de los derechos iguales e inalienables ¿de quién? de “todos los miembros de la familia humana”.

 

Dicho de otra manera, la dignidad se volvió la justificación última de aquello que podríamos calificar como ese conjunto de principios de moral secular con aspiración de universalidad más conocido y aceptado desde la segunda posguerra: los derechos humanos. Es decir, encontramos en la humanidad misma una categoría universal que permite afirmar respecto de cada individuo humano un valor inherente que nos lleva a reconocerlo como titular de un cúmulo de derechos mínimos que no se le deben negar a nadie por ningún motivo.

 

En esa medida, para que preserve su sentido la noción de los derechos humanos, como fue entendida a raiz de la crisis moral del Siglo XX, debemos partir del reconocimiento de un principio inmutable. Esto es, que el valor de un ser humano (su dignidad) no se define, ni aumenta o disminuye, por determinadas condiciones identitarias, como su color de piel, su religión, sexo y -de manera consistente- tampoco por la etapa de desarrollo en la que se ubique.

 

Así, identificamos a la dignidad ontológica como el ethos que sostiene a los colectivos sociales que se rigen por una Constitución que establece la primacía de los derechos humanos dentro de sus principios y valores supremos. Esto, en el contexto de la pluralidad que se exige como necesaria en una sociedad secular que reconoce la existencia de distintas visiones y perspectivas de lo “bueno”.

 

Es decir, la dignidad es ese punto de inflexión que puede resultar común a todas las perspectivas filosóficas e incluso trascendentales de la vida, que reconozcan los derechos humanos como un parámetro moral aceptable. Es el ethos justificativo que, en última instancia, sostiene los Estados constitucionales de derecho a partir de la posguerra.

 

b. Libertad sin límites: derecho a terminar con el inocente

 

Bajo el contexto descrito y frente a la realidad francesa actual, resulta útil la pregunta de Wolfgang Böckenförde, invocada por Habermas al tratar de responder cuáles son los fundamentos prepolíticos del Estado democrático de derecho en una realidad secularizada: ¿Hasta qué punto podrían vivir pueblos unidos bajo un Estado solamente de la garantía de la libertad individual, sin ningún tipo de vínculo unificador que preceda a esa libertad?[4] Parecería poco esperanzador pretender que un colectivo social conserve cohesión alguna sin un presupuesto compartido sobre el que se sostenga la idea de libertad.

 

En función de lo que hemos analizado, es posible afirmar que la dignidad ontológica constituye ese punto unificador de las sociedades plurales que reconocen, protegen y buscan preservar el Estado constitucional de derecho, bajo la primacía de los derechos humanos. Esto, como presuntamente sucede en Francia, cuyo preámbulo constitucional expresa y solemnemente proclama su compromiso con tales derechos.

 

Bajo tal contexto, afirmar que es posible desconocer la dignidad del colectivo de individuos más frágiles de la especie humana -los concebidos no nacidos- legitimando la libre disposición sobre sus vidas bajo el marco de un presunto “derecho”, conlleva una serie de sacrificios teóricos y prácticos que, en última instancia, desdibujan ese elemento unificador de los Estados constitucionales de Derecho.

 

En otras palabras, la visión del aborto como un derecho resulta abiertamente incompatible con la dignidad humana, que constituye el elemento justificativo último de los derechos humanos. Y, como es lógico, si una de las premisas en las que se sostiene una afirmación tambalea, entonces la conclusión misma carece de validez.

 

Dicho de otro modo, si desconocemos la dignidad como inherente a todo miembro de la familia humana, la propia afirmación de que existen “derechos humanos” se vuelve lógicamente cuestionable.[5]

 

Así, ya no estaríamos en presencia de “derechos humanos” sino, en todo caso, de derechos para algunos humanos, resquebrajando el sentido que la humanidad pretendió darle a esa categoría, con el fin de evitar que se repitieran actos de franca y cruda inhumanidad, como los que atestiguamos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.

 

En líneas siguientes expongo algunas de las consecuencias de afirmar que el aborto es un derecho. Es decir, desarrollaré por qué la incompatibilidad expuesta resulta problemática en términos teóricos y prácticos.

 

c. Consecuencias teóricas y prácticas de afirmar que el aborto es un derecho

 

c.1. Abandono de la dignidad ontológica

 

Calificar el aborto como un derecho lleva inmersa la afirmación de que un individuo (mujer embarazada) puede disponer de la vida de otro (concebido no nacido) debido a la etapa de desarrollo en que se encuentra, sin necesidad de justificar dicha conducta.

 

Recordemos que, incluso el genérico derecho al respeto a la vida encuentra ciertos matices que el orden jurídico reconoce como entendibles, por ejemplo, la legítima defensa. Sin embargo, el entendimiento del aborto como un presunto derecho, implica que quien lo practica no necesita hacer valer causa justificativa alguna para practicarlo.

 

Así, si se tiene por válida la afirmación de que el aborto es un derecho, es irrelevante si el respectivo embarazo tuvo por fuente un suceso trágico, como una violación o si fue a causa de una práctica sexual irresponsable, sin métodos para prevenir un embarazo inesperado; pues basta con que el concebido se encuentre en la etapa de desarrollo impuesta desde el poder, para que su madre pueda terminar con su vida.

 

Desde luego, lo anterior conlleva un evidente abandono de la dignidad entendida en su dimensión ontológica, como cualidad inherente a todo miembro de la familia humana pues, desde el conocimiento científico es innegable -por comprobable- que el concebido no nacido es un individuo humano.

 

En palabras simples, afirmar que el aborto es un derecho implica despojar de contenido justificativo a la categoría de “derechos humanos”.

 

c.2. Abandono de la universalidad de los DDHH

 

La calificación del aborto como un derecho conlleva además la modificación absoluta del modo de percibir los derechos humanos, mediante el abandono de un principio que los dota de sentido: la universalidad.

 

El principio de universalidad justifica que los derechos humanos sean “reconocidos” y no “otorgados”, debido a que se sostienen precisamente en una premisa -hasta ahora- válida para las democracias constitucionales: la dignidad, como cualidad intrínseca de todo miembro de la familia humana, que a su vez nos hace titulares de estos derechos inalienables.

La universalidad de los derechos humanos implica que, en la misma medida puede exigir respeto a la presunción de inocencia un ciudadano responsable que un delincuente sujeto a proceso; que el mismo derecho a la salud tiene un atleta de alto rendimiento que la mujer de escasos recursos enferma de cáncer. No debemos confundir los problemas de eficacia de derechos con el abandono de dicha premisa fundamental, esto es, que todos en igual medida somos titulares de tales derechos por el simple hecho de ser humanos.

 

La humanidad, como categoría universal, permite reconocer respecto de todo individuo humano un cúmulo mínimo de prerrogativas que han de ser respetadas.

 

Entonces, afirmar que el aborto es un derecho implica despojar a los derechos humanos de su cualidad universal ¿Cómo? Habilitando normativamente a un individuo humano (mujer) para disponer de la vida de otro (su hijo o hija) debido a la temprana etapa de desarrollo en la que se encuentra. Es decir, la humanidad dejaría de ser la categoría que justifica la titularidad de derechos humanos; trasladando el fundamento de dicho reconocimiento a la graciosa concesión que el Estado lleve a cabo.

 

c.3. Estado determina el valor de la vida humana

 

Cada uno debemos cuestionarnos ¿realmente un poder reformador de la Constitución, un legislador, un juez o una autoridad administrativa están legitimados para determinar en qué momento o bajo qué condiciones una vida humana vale y merece ser protegida? Yo me inclino a pensar que no y me parece que el Siglo XX ha de servir como recordatorio de las terribles consecuencias de considerar lo contrario.

 

Afirmar que el aborto es un derecho lleva inmersa esa implicación, pues en última instancia será una autoridad estatal la encargada de establecer el alcance de la categoría arbitraria que se elija para despojar de dignidad al no nacido.

 

Es decir, considerar que el aborto es un derecho y negar el valor inherente del individuo humano, deja en manos de aquellos que detenten el poder la posibilidad de establecer requisitos o condiciones de asignación y no reconocimiento de valor a la vida humana.

 

Así, incluso si frente a esta realidad no se guarda preocupación alguna por los concebidos no nacidos, desde una perspectiva pragmática, una situación como la acontecida en Francia resulta preocupante. Véamoslo así, si al Estado no le interesa proteger a los miembros más vulnerables de nuestra especie, ¿qué le impide establecer nuevas categorías que vayan ampliando el espectro de desvalor de la vida humana? Hoy es la etapa de desarrollo, que perjudica a los individuos humanos en gestación; después puede ser la utilidad social o productividad, que perjudicaría -por ejemplo- a multiplicidad de ancianos y enfermos; y, como esas, existen muchas otras posibilidades de negación de valor del otro.

El punto de este sacrificio concreto es tener claro que afirmar el aborto en clave de derecho, implica legitimar al Estado para que determine qué individuos humanos valen y cuáles no. Conlleva darle un poder que, en última instancia, nos pone en riesgo a todos y que de ningún modo se justifica bajo el tamiz de la dignidad humana.

 

d. Conclusiones

 

Las presentes líneas son una invitación para abstenernos de celebrar, desde una cómoda ignorancia, la decisión del Estado francés. Esto, pues la negación del valor de unos cuantos que, además están impedidos para defenderse por sí mismos, nos deshumaniza y afecta a todos.

 

Toca abrir los ojos y reiterar hasta el cansancio la lección de vida que la humanidad del no tan lejano pasado nos dejó, esto es, que:

 

…la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana

 

Todos.

[1] https://elpais.com/opinion/2024-03-05/mensaje-de-francia-al-mundo.html

[2] René Cassin fue el delegado de Francia en la comisión redactora de la DUDH, galardonado posteriormente -en 1968- con el Premio Nobel de la Paz, por su combate a favor de los Derechos Humanos.

[3] Zagrebelsky, Gustavo. El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia. Trotta. Madrid. 1995

[4] Habermas, Jürgen y Ratzinger, Joseph. Entre razón y religión. Dialéctica de la secularización. (Trad. Pablo Largo/Isabel Blanco). Cenzontle Fondo de Cultura Económica. México. 2008.

[5] Ahí puede identificarse el porqué de la expresión cada vez más utilizada por quienes consideran al aborto un presunto “derecho”, aquella de: “todos los derechos, para todas las personas”. Es decir, se parte de la premisa de que la titularidad de los derechos humanos deviene de la determinación estatal sobre si un grupo de individuos será o no considerado “persona”. Lo que en otros espacios he denominado: la artimaña lingüística.