Raymundo Manuel Salcedo Flores
El domingo 1 de junio de 2025 tuvo lugar la elección judicial, a pesar de los clamores de una parte del sector jurídico mexicano en el sentido de que esa forma de designación de los funcionarios del Poder Judicial no es la idónea.
La llamada reforma judicial llegó a su punto culminante con la jornada electoral del pasado domingo, en la que diez millones de mexicanos acudieron a las urnas, lo que representa apenas el 12.88 % de la lista nominal de electores.
La idea central es lapidaria: la reforma judicial, pese a toda la tinta que —literal y metafóricamente— ha corrido en su contra se aprobó y se consolidó, con todo y los atropellos cometidos durante su promulgación e implementación, y con las irregularidades que hicieron posible que, en algunos casos, hubiera un único candidato a pesar de las múltiples postulaciones que se presentaron para cada uno de los comités.
La reforma pasó, como hace diez años pasó la reforma energética, que en plenas fiestas decembrinas fue votada por los congresos estatales en tiempo récord. No estoy aquí para señalar las virtudes o defectos que aquella reforma energética tuvo o los que tenga la reforma judicial; sólo señalo que las prácticas de quien impulsó la primera en el sexenio de Peña Nieto fueron las mismas que se usaron para hacer pasar la segunda. En eso, al menos, la clase política mexicana se mantiene invariable.
El llamado de ciertos sectores políticos a no votar pretendió “no validar” una reforma y una elección que, en principio, no requerían de mayor validación para tener lugar, dado que la reforma cumplió con el procedimiento constitucional; y dado que los términos de la reforma (y, por ende, de la Constitución vigente) no exigen un mínimo de votantes para que la elección sea vinculante.
Por otro lado, el régimen en turno se vanagloria de haber obtenido una participación de apenas el 12 %, y ha calificado como “un éxito” la jornada electoral del domingo; bajo la premisa de que los mexicanos eligieron libremente a los funcionarios del Poder Judicial de la Federación.
Y es que en algo debe haber claridad: el Poder Judicial de la Federación no era electo popularmente, lo que generaba en ciertos sectores de la población la percepción de que no “representaban” a los gobernados. La cultura cívica en México ha sido históricamente deficiente, al punto de que muchas personas no saben con precisión qué hace el Poder Judicial, y en algunos casos incluso suponen que existe jerarquía entre los poderes del Estado. Esa situación pretendió subsanarse mediante la propuesta —hoy reforma— que permitió a los mexicanos elegir a su Poder Judicial a través de un proceso que culminó el pasado domingo.
La participación democrática, me temo, es mucho más que el mero hecho de asistir a una casilla y marcar una boleta. Quien esto escribe fue seleccionado como funcionario de casilla en la elección judicial; es la tercera ocasión en que la suerte determinó que mi mes y letra de apellido fueran seleccionados, aunque en esta ocasión decliné participar, por razones que he hecho públicas en una carta disponible en Twitter, ahora X, pero una de ellas fue, en esencia, la escasa cultura cívica que impera en el electorado mexicano.
En esta revista se han publicado muchas opiniones, quizá más informadas y lúcidas que la de quien esto escribe, que advierten cómo la incipiente democracia mexicana está en peligro, o cómo la elección judicial constituye un yerro de proporciones épicas al permitir que los ciudadanos elijan a un poder del Estado cuyas funciones son eminentemente técnicas.
Lo cierto es que, más allá de las visiones sensacionalistas que dan por muerta a la democracia mexicana (lo que sea que ello quiera significar), la reforma pasó, es Constitución. Está vigente, y representa las nuevas reglas del juego para la designación de jueces, magistrados y ministros.
La idea de que los juzgadores sean designados por el electorado no es, en sí misma, tan descabellada como algunos autores la han planteado, si se parte del concepto de soberanía que, desde la modernidad, sitúa al pueblo como titular del poder. Por supuesto, si se espera que el ciudadano elija entre listas interminables de personas que hacen TikToks para popularizar su labor judicial, o que lo hagan con ayuda de los llamados “acordeones”, es evidente que estamos lejos de promover un voto informado. En realidad, se favorece que la elección sea “operada”, como tantas otras en la historia electoral de México, alejándose del ideal plasmado en el artículo 41 constitucional: elecciones libres y auténticas.
No, no es el mero acto de votar lo que construye un sistema democrático y legítimo; es la participación activa e informada la que permite al ciudadano no sólo decidir, sino también auditar a quien eligió. Y hay que decir que existen formas alternativas de dotar de legitimidad al Poder Judicial, más allá del voto popular, sobre todo cuando este se da en condiciones desiguales o mal informadas.
No obstante, la reforma llegó. Usando palabras de Diego Fernández de Cevallos en aquel debate de 1994, fue consecuencia de dos desgracias: una, el golpeteo político orquestado desde la presidencia de la República desde 2023; otra, la falta de legitimidad que el Poder Judicial de la Federación arrastraba desde hace tiempo.
En la primera, el Poder Judicial no tiene culpa; en la segunda, sí. La falta de legitimidad provino de una comunicación institucional débil: durante años, los anuncios del Poder Judicial se centraban en el número de juzgados o las especializaciones que se creaban. Cuando por fin se entendió —tarde— que era necesario difundir las sentencias relevantes y mostrar cómo la función judicial contribuía a la mejora de la sociedad, ya era tarde. Veinte años tarde.
Esa falta de legitimidad no sólo atañe a los miembros del Poder Judicial, sino al gremio abogadil en general, que sigue siendo uno de los más vituperados y odiados del país, en buena parte por su vinculación —no infundada— con la corrupción y la impunidad que imperan en México.
Es esa pérdida de legitimidad la que abrió paso a la reforma judicial y permitió que, aunque sólo el 12 % del electorado acudiera a las urnas, ese número pesara más que los años de experiencia de un magistrado o juez federal.
Se ha dicho que niveles bajos de participación deberían anular los comicios, o que un número alto de votos nulos —como ocurrió— bastaría para invalidar la elección, o que debería prorrogarse en aquellos casos en los que sólo hubo un candidato. Todas esas ideas pueden abonar al análisis y a la crítica de la elección; pero una cosa es clara: el sistema no cambiará si no se identifican y señalan sus defectos, y si no se logra que los cambios legales y constitucionales se discutan, se comprendan y se ejerzan con responsabilidad.
Hoy, como hace una década, lo que ha cambiado son las formas, no las prácticas. Y mientras el debate se agota en si es el pueblo o el Senado quien debe designar a los jueces, olvidamos que ningún método garantiza legitimidad sin transparencia, formación ciudadana e instituciones que se tomen en serio a sí mismas.
Y entonces, ¿Ahora qué haremos?