Moisés A. Montiel Mogollón
Para continuar con la interesante dinámica que surgió en el ejemplar pasado de la revista, se responderá aquí al artículo publicado en este mismo número por Miguel Córdova, quien amablemente accede a sostener público diálogo con René Ramos y con el autor de estas líneas. En aras de la concreción, se responderá a los argumentos vertidos por Miguel que contrarían directamente lo propuesto en el artículo propio del número anterior, sin perjuicio de las áreas de encuentro que puedan surgir con ambos interlocutores.
- La inconvencionalidad, como la tos, no deja de existir porque se le ignore
El estimado Córdova señala que el planteamiento hecho propone la operación de pleno derecho (esto es, sin necesidad de que medie la declaración judicial) de la inconvencionalidad de la PPO bajo el artículo 19 constitucional. Habría que señalar que esto es correcto. Sin perjuicio de la eficacia continuada de la restricción inconvencional a la libertad personal que plantea ese artículo constitucional, éste es contrario a lo dispuesto en los artículos 1(1), 2, 7, 8, 25(1), 30 y 32 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos por su solo planteamiento. Esta operación es intelectual y no tiene aspiraciones de eficacia auto-ejecutiva, ni puede tenerlas. Al contrastar las disposiciones en contención, notará el lector que se trata de una restricción a la libertad personal que restringe en mayor medida que la Convención los derechos en ella consagrados, sacrificando en el altar de la constitucionalidad doméstica la directriz interpretativa del artículo 29(a) de la propia CADH. El señalamiento de inconvencionalidad adelantado no pretende (ni puede) dejar sin efectos domésticos lo dispuesto en el 19 constitucional por obra y gracia de la sola incompatibilidad de ese dispositivo con las obligaciones interamericanas. Sencillamente pretende indicar un estado de las cosas que debe ser atendido. Como bien apunta el colega, para que la inconvencionalidad sea operativa y se pueda enderezar el entuerto, es necesario que la instancia competente arribe en buen derecho a esa conclusión y haga lo conducente.
Esto conduce a la preocupación en términos metodológicos y competenciales que señala Miguel al escribir que “fundar la competencia de la SCJN para controlar la inconvencionalidad de la CPEUM en que alguien tiene que hacerlo, para evitar la responsabilidad internacional del Estado, equivale a extraer normas de competencia de cálculos políticos”. La competencia que, forzosamente tiene que tener la máxima judicatura mexicana para efectuar el control de convencionalidad de cualquier norma contraria a la Convención Americana viene de ese propio instrumento en sus artículos 1(1) (deberes de respeto y garantía) y 2 (deber de adoptar disposiciones de derecho interno). No es que “alguien tiene que hacerlo” es que “alguien tiene el deber bajo la Convención Americana de hacerlo”. Siendo que la Convención obliga a todos los poderes públicos en el ámbito de sus competencias a respetar, garantizar y proteger los derechos humanos, resultaría contrario al effet utile[1]de la propia Convención el ”correr la arruga” por la inexistencia de una regla atributiva de competencia expresa en el propio sistema competencial judicial que emana de la Constitución y las leyes mexicanas.
La Convención incurriría en grosera intromisión si designase a su libre entender cuál es el órgano competente en el poder público mexicano para asegurar la protección de los derechos consagrados en ella. Por eso, el fallo Gelman v. Uruguay señala que “[c]uando un Estado es Parte de un tratado internacional como la Convención Americana, todos sus órganos, incluidos sus jueces, están sometidos a aquel, lo cual les obliga a velar por que los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermados por la aplicación de normas contrarias a su objeto y fin”[2], pero, a pesar de eso, es deferente con las judicaturas nacionales al señalar que el control de convencionalidad debe ser realizado en el marco de las respectivas competencias[3].
- El bloque de constitucionalidad, como la Chavela, nace donde le da la gana
Ahora bien, ¿esas competencias deben ser entendidas como las exclusivamente halladas en la ley doméstica? De responder en el afirmativo, sería correcto hacer eco de lo escrito por el buen Córdova cuando señala que la convencionalidad es “derecho positivo de aquí pero de otra fuente”. La regla de atribución de competencia que permita controlar la convencionalidad de la Constitución podría ser hallada en los propios artículos 1(1) y 2 de la CADH. Allí se señala el deber de armonizar legislativa y judicialmente el derecho interno con la propia Convención. No debe olvidarse el efecto constitucionalizador del artículo primero con respecto de los tratados internacionales que contengan disposiciones en materia de derechos humanos que sean más favorables que la constitución y las leyes. En ausencia de una restricción constitucional explícita que prevalezca y que prohíba explícitamente efectuar control de convencionalidad sobre normas de rango constitucional, no es descabellado entender que donde la constitución y las leyes callan, y la Convención protege mejor debe entenderse el deber de efectuar control de convencionalidad como una competencia cuyo origen es la propia Convención constitucionalizada.
La integración del derecho convencional en materia de derechos humanos a la constitución en tanto aquel resulte más favorable que ésta y que ésta no contenga una restricción expresa[4] tiene por efecto el incluir en el derecho constitucional mexicano a los tratados que satisfagan esas condiciones. Con esto, y si se lee a los artículos 1(1) y 2 de la CADH como normas que imponen obligaciones (y que por ende aparejan la facultad de cumplirlas) entonces serían esas normas convencionales-constitucionalizadas las normas atributivas de competencia[5] que Miguel tanto echa en falta. Discriminar entre la CPEUM y la CADH constitucionalizada equivale a deshacer la reforma de 2011 en su punto más toral. Así, no existe jerarquía entre esos dos ordenamientos, sólo proceden de distintas fuentes y, por obra y gracia del artículo 1º constitucional, se ubican en el mismo nivel jerárquico y puede la convencionalidad ser usada como constitución. En ese entendido, la subordinación que Miguel señala como necesaria para poder aplicar control de regularidad como función necesaria de jerarquía, no parece ser tal.
Refiere el jurisconsulto xalapeño que aceptar la propuesta hecha supra supondría separar lo que la constitución unió. A esto se responde que si se lleva esa premisa a sus últimas consecuencias, tampoco sería dable efectuar control de constitucionalidad a leyes federales que sean materialmente reglamentarias de derechos consagrados en la constitución por cuanto la conformación del parámetro de regularidad constitucional también incluye a las leyes federales, generales, y orgánicas que emanen del legislativo federal y que desarrollen derechos consagrados en la constitución. De seguidas, argumenta que controlar la constitucionalidad desde la convencionalidad desconocería la constitucionalización del derecho internacional. Como se señaló líneas arriba, efectivamente son habitantes del mismo nivel jerárquico normativo, la CADH se integra a la CPEUM, pero no son la misma cosa. Como se indicó en la entrada del mes pasado, lo que origina esto es un conflicto Constitución v. Convencionalidad constitucionalizada, o una antinomia intra-constitucional. Misma que tiene solución cuando se considera a los artículos 1(1) y 2 de la CADH como normas atributivas de competencia en intento de armonizar y hacer compatibles los dos componentes de esta ecuación.
- Los integrantes de una orquesta no tocan la misma música, armonizan.
Hay una afirmación en el texto con el que aquí se dialoga que merece especial atención. Refiere Miguel que “La SCJN no puede resolver cualquier cosa en nombre de los derechos humanos”. Aquí se coincide. Donde existe diferendo es en la concepción de que al decidir cualquier asunto debe tomar nota de los deberes que pesan sobre su ministerio, especialmente cuando el derecho internacional le impone deberes específicos que, por vía de constitucionalización, tienen la misma jerarquía que si la constitución lo indicara. La única manera en que podría considerarse que la SCJN incurriría en ultra vires es si se ignora la integración de la CADH al derecho constitucional mexicano. No se trata, se estima, de un problema de lealtades o preferencias, sino de deberes. Aquí el General del ejemplo del estimado René no es San José ni la calle Pino Suárez, es el derecho de México con las integraciones que la propia CPEUM ha efectuado. Mismo derecho que ha sido omiso (desde el legislativo) en regular expresamente el cómo del control de convencionalidad, sin embargo, ese silencio no condena a la ilusoriedad a la expectativa de que la CADH y la CPEUM puedan ser interpretadas armónicamente. La normatividad y la jurisprudencia interamericana (ambas integradas en tanto sean más favorables) pueden suplir el silencio legislativo, como se señaló líneas arriba sin que esto constituya usurpación de competencias. Así, uno de los efectos de la integración del derecho internacional de los derechos humanos al derecho constitucional mexicano es que se duplica el origen y fuente de las legislaciones, y donde pueda haber discrepancia será deber de todas las autoridades, en el respectivo ámbito de sus competencias, el armonizar cualesquiera diferencias. Lo contrario, implica traicionar a una fuente en servicio de la otra e incumplir con las dos.
- Continuará… (no tengo pruebas, pero tampoco dudas)
Por razones de tiempo y espacio, no se atenderá aquí a los argumentos vertidos por Miguel en la sección identificada como “C”. Aunque no puede dejar de aplaudirse la elegante solución propuesta por Córdova en cuanto a remitir el deber de armonizar al poder legislativo (quién es íntegramente responsable por la antinomia que ya tiene dos meses obligando a tres abogados a agarrarse de los moños). Esa solución parece, en su espíritu y forma, ser más cónsona con el compromiso que la reforma de 2011 echó a andar.
Por el momento, baste la invitación a mantener la frecuencia abierta para que continue el intercambio sobre si es posible, y especialmente cómo lo sería, salir de este atolladero. Así como invitar a más voces a hacerse escuchar para enriquecer la discusión.
[1] Entendida como la visión teleológica o principio de efectividad que atiende a la razón de ser de una determinada obligación. Normalmente se identifica con el propio objeto y propósito del tratado. En este sentido vid. Corte IDH, Caso Caesar v. Trinidad y Tobago, Sentencia de Fondo, Reparaciones y Costas de 11 de marzo de 2005, párs. 7 y 66
[2] Corte IDH, Caso Gelman v. Uruguay, Sentencia de Fondo y Reparaciones de 24 de febrero de 2011 párr. 193
[3] Ibid.
[4] Por honor y en buen derecho, se mantiene que el corolario de la CT 293/11 que interpreta la parte in fine del primer párrafo del artículo 1º constitucional es constitutivo, en sí mismo, de un atroz incumplimiento que da al traste con los deberes del estado mexicano. Es casi como pensar en la posibilidad de introducir reservas después de entrado en vigor el tratado, que son contrarias al propósito y objeto del tratado, y exentarlas de cualquier forma de control político y jurídico del resto de los Estados parte del tratado. Naturalmente, esta premisa resulta irrisoria desde el punto de vista del derecho de los tratados y del derecho en general, pero la línea de pensamiento que concluye que “la constitución dice lo que la Suprema Corte dice que dice” es probablemente la principal sospechosa de este engendro que ni el Dr. Frankenstein podría conjugar.
[5] Miguel usa el término de regla de reconocimiento en su texto. Sin embargo aquí, solamente por fastidiarle la paciencia al querido colega, optaré por la terminología Hartiana de power-conferring rule o regla de atribución de competencia para separarla de las reglas sobre como hacer reglas o rules of recognition del contrincante del buen Kelsen. Vid. Hart, H (1961) The Concept of the Law, (Oxford: Clarendon Press)