Fernando Elizondo García
Introducción
Todas las personas necesitamos de otras para vivir bien. Cuidamos y nos cuidan: en nuestra infancia, cuando enfermamos, cuando envejecemos o cuando atravesamos momentos difíciles. Esta red de apoyos, lejos de ser ocasional, es una constante en nuestras vidas. Sin embargo, durante mucho tiempo, el cuidado ha sido tratado como un asunto privado, doméstico o exclusivo de mujeres, y no como lo que realmente es: un elemento esencial para sostener la vida humana y la vida en sociedad.
Este año, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dio un paso histórico al reconocer, en la Opinión Consultiva 31/25, que el cuidado es un derecho humano. No solo como una idea ética o social, sino como un derecho exigible que impone obligaciones concretas a los Estados y a otros actores sociales, incluidas nosotras, las personas.
En este texto, me interesa explorar algunas ideas clave de esta opinión consultiva. En primer lugar, abordaré qué es el derecho al cuidado, cuáles son sus dimensiones y por qué su reconocimiento tiene implicaciones profundas para nuestras sociedades. En segundo lugar, explicaré cómo este derecho transforma la forma en que entendemos la responsabilidad de actores como el Estado, las empresas y las familias, a partir de los principios de corresponsabilidad y solidaridad. Por último, me detendré en una de las afirmaciones más transformadoras de la Corte: el derecho al autocuidado como parte del derecho al cuidado, y lo que esto significa para nuestra vida personal, profesional y colectiva.
¿Qué es el derecho humano al cuidado?
“[L]os seres humanos dependen, en distintos momentos de su ciclo vital, de recibir o brindar cuidados. Esta dependencia recíproca de cuidado constituye una expresión directa del respeto a la dignidad humana” (CorteIDH, 2025, parr. 47). Con esta frase, la Corte inicia su análisis del contenido del derecho al cuidado en la Opinión Consultiva y abre una puerta necesaria: la de reconocer que el cuidado no es un asunto privado ni secundario, sino una realidad universal, profundamente humana y jurídicamente relevante. Más aún, la Corte (2025, parr. 48) reconoce que el cuidado es una “necesidad básica, ineludible y universal”, de la que depende no solo nuestra supervivencia, sino también “el funcionamiento de la vida en sociedad” y las condiciones mínimas para una existencia digna, en particular para quienes están en situación de vulnerabilidad o dependencia.
Por eso, la Corte (2025, parr. 49) afirma que el cuidado cumple una función individual y social fundamental: “al procurar el bienestar frente a los límites impuestos por la existencia, la edad, la enfermedad o las condiciones físicas o mentales, se constituye en una condición necesaria para la realización de las actividades humanas y por lo tanto para el ejercicio efectivo de los derechos humanos”.
En suma, la Corte (2025, parr. 113) reconoce que existe un derecho autónomo al cuidado, que incluye “el derecho de toda persona de contar con el tiempo, espacios y recursos necesarios para brindar, recibir o procurarse condiciones que aseguren su bienestar integral y le permitan desarrollar libremente su proyecto de vida, de acuerdo con sus capacidades y etapa vital”.
La Corte entiende el derecho al cuidado en tres dimensiones:
- El derecho a recibir cuidados: especialmente cuando existe algún grado de dependencia (por edad, salud, discapacidad u otras condiciones), todas las personas tienen derecho a recibir atenciones adecuadas y dignas para garantizar su bienestar integral.
- El derecho a cuidar: se refiere a poder brindar cuidados, ya sea como parte de la familia o como trabajo remunerado, en condiciones seguras, sin discriminación, y con acceso a salud, descanso y seguridad social.
- El derecho al autocuidado: en mi opinión quizás el más revolucionario, reconoce que tanto las personas que cuidan como las que son cuidadas tienen derecho a procurar su propio bienestar, a tener tiempo, recursos y espacios para sí mismas.
Finalmente, sobre el contenido del derecho al cuidado, es necesario destacar que la Corte subraya que este derecho no puede garantizarse solamente desde el Estado. A partir de los principios de corresponsabilidad y solidaridad, la Opinión Consultiva amplía el marco de obligaciones: el cuidado no es únicamente responsabilidad del Estado, sino también de las familias, las empresas, las comunidades, la sociedad civil y, en general, de todos los espacios en los que se sostiene la vida cotidiana. En palabras del Tribunal, estos principios imponen una responsabilidad compartida y solidaria para asegurar que el cuidado, ya sea remunerado o no, sea reconocido, valorado y sostenido con medidas que alivien sus cargas físicas, emocionales y económicas.
En el siguiente apartado, desarrollo algunos de los impactos que el reconocimiento de este derecho tiene para los actores como las empresas o las familias.
Corresponsabilidad y solidaridad: el derecho al cuidado más allá del Estado
Desde la teoría clásica de los derechos humanos, suele pensarse que el Estado es el único obligado a garantizar los derechos. Sin embargo, esta noción se ha ido erosionando frente a ciertos derechos “nuevos” o emergentes, como el derecho al desarrollo, al ambiente sano o, ahora, al cuidado. En estos casos, la garantía de los derechos no puede depender únicamente del aparato estatal, sino que requiere la participación activa de otros actores sociales que influyen directamente en las condiciones de vida de las personas. Como mencioné en el apartado anterior, en el caso del derecho al cuidado, la Corte hace uso de dos principios para lograr esta ampliación: la corresponsabilidad y la solidaridad.
Sobre la corresponsabilidad, el Tribunal afirma que “los cuidados son una responsabilidad compartida entre el individuo, y los espacios sociales en que se desenvuelve: la familia, la comunidad, la sociedad civil, la empresa, y el Estado. Este principio impone una responsabilidad solidaria y subsidiaria a diversas instancias sociales para garantizar las actividades de gestión y sostenibilidad de la vida cotidiana, en lo que debe entenderse como una red de cuidados” (CorteIDH, 2025, párr. 119).
Por su parte, el principio de solidaridad refuerza este mandato conjunto. La Corte afirma que la “solidaridad se fundamenta en la idea de una humanidad común, y en la interdependencia de los miembros de la sociedad. De ella se desprende el deber de respeto y cooperación mutua entre las personas para el efectivo ejercicio de sus derechos, y para la consecución de metas comunes” (CorteIDH, 2025, párr. 120). En ese sentido, en el ámbito del cuidado, este principio implica una doble responsabilidad: por un lado, cuidar y apoyar a quienes tengan algún grado de dependencia, y por otro, respaldar a quienes cuidan, asegurando que cuenten con condiciones adecuadas, que su labor sea reconocida y que dispongan de apoyos para aliviar las cargas que conlleva cuidar.
Estos dos principios, la corresponsabilidad y la solidaridad, atraviesan toda la Opinión Consultiva y permiten entender que el derecho al cuidado se juega también en espacios más allá del Estado. Para mostrar su alcance concreto, la Corte desarrolla implicaciones específicas para dos actores clave en la vida cotidiana: las empresas y las familias.
El ámbito empresarial y laboral es uno de los espacios donde más claramente se expresa la necesidad de transformar nuestras prácticas en torno al cuidado. La Corte Interamericana señala que el derecho a cuidar incluye tanto a quienes lo hacen en el ámbito familiar como a quienes lo hacen en contextos laborales, y que todas estas personas deben poder ejercer su labor en condiciones dignas, sin discriminación y con pleno respeto a sus derechos.
Esto implica, por ejemplo, que las empresas deben avanzar hacia modelos organizacionales que permitan conciliar la vida laboral con las responsabilidades familiares, brindar licencias de maternidad y paternidad adecuadas, reconocer el tiempo de cuidado como parte del ciclo de vida laboral, prevenir el castigo o estigmatización hacia quienes cuidan, y, en general, promover culturas institucionales más humanas.
Además, se espera que las personas cuidadoras gocen de acceso efectivo a derechos como la salud, la seguridad social y condiciones laborales justas, en igualdad con el resto de las personas trabajadoras. Y que quienes realizan cuidado no remunerado tampoco queden excluidas de estas garantías mínimas, que hoy en día siguen dependiendo de si se tiene o no un empleo formal.
En el espacio familiar, la Corte también es clara: si bien las familias son un lugar fundamental donde ocurre el cuidado cotidiano, no pueden seguir siendo el único sostén de esta responsabilidad social. En particular, no pueden seguir siéndolo bajo lógicas de desigualdad, donde las mujeres asumen una carga desproporcionada sin reconocimiento ni apoyo.
Por eso, el Tribunal afirma que el cuidado dentro de los hogares debe realizarse en condiciones dignas y con una distribución equitativa de las tareas de asistencia y apoyo entre sus miembros, conforme a los principios de igualdad y corresponsabilidad. Esto incluye superar los estereotipos de género que asignan a las mujeres el rol de cuidadoras “naturales”, y repensar los arreglos familiares desde una perspectiva de justicia y bienestar colectivo.
Reconocer que empresas, familias y otros actores sociales comparten la responsabilidad de garantizar el derecho al cuidado nos obliga a repensar cómo vivimos, trabajamos y nos relacionamos. Pero esta transformación no puede quedarse solo en lo estructural o en lo externo. La Corte también nos recuerda que el cuidado empieza desde lo individual. Cuidar a otras personas o recibir cuidados no puede hacerse sin tiempo, energía ni bienestar personal. En el siguiente apartado, me detengo en una de las dimensiones más transformadoras del derecho al cuidado: el derecho al autocuidado.
El derecho humano al autocuidado
En este mismo espacio he escrito varias veces sobre la importancia del autocuidado, especialmente desde la psicología y la experiencia de quienes trabajamos en contextos de alta exigencia emocional. He hablado del desgaste ocupacional y la fatiga por compasión, de la salud mental en la abogacía y de la necesidad de desarrollar competencias emocionales en el mundo jurídico. Lo hice desde la convicción de que cuidarnos también es una forma de resistir, de sostenernos y de transformar lo que nos rodea. (Aquí puedes encontrar algunos de esos textos: Un derecho más humano, Cuidarnos para cuidar y Cuidarnos para ejercer).
Por eso me emociona tanto poder decirlo ahora con todas sus letras: el autocuidado también es un derecho humano. Así lo reconoce la Corte Interamericana en la Opinión Consultiva 31, al afirmar que todas las personas tenemos derecho a contar con el tiempo, los recursos y los espacios necesarios para procurar nuestro propio bienestar y desarrollar nuestro proyecto de vida. De acuerdo con el tribunal “[e]l derecho al autocuidado implica el derecho de quienes cuidan y de quienes son cuidados de procurar su propio bienestar y atender sus necesidades físicas, mentales, emocionales, espirituales y culturales” (Corte IDH, 2025, parr. 118).
Este reconocimiento no es solo simbólico. Supone obligaciones concretas para el Estado, que debe generar condiciones materiales, institucionales y culturales que hagan posible el autocuidado. Esto incluye garantizar tiempo libre, acceso a servicios de salud física y mental, políticas laborales más humanas, infraestructura pública adecuada y mensajes que no glorifiquen el sacrificio ni el agotamiento, sino que valoren el descanso, la salud y el equilibrio.
Pero también implica deberes para otros actores, como las empresas y las instituciones. En espacios de trabajo donde el estrés, la sobrecarga o la precariedad se normalizan, el derecho al autocuidado obliga a repensar la organización del tiempo, los vínculos jerárquicos, las expectativas de disponibilidad constante y las culturas de rendimiento que ignoran los límites humanos.
Finalmente, la Corte nos deja un mensaje fundamental: el autocuidado también es una responsabilidad personal. Como dice en el párrafo 275: “estas acciones en primer lugar son personales, en tanto es cada individuo quien debe encargarse de procurar su bienestar”. Esta afirmación amplía aún más el alcance del derecho al cuidado: todas las personas, desde donde estamos, formamos parte de la red que sostiene la vida, y también somos responsables de proteger y sostener la nuestra.
Autocuidarnos, entonces, no es un gesto egoísta ni individualista. Es una necesidad humana, una práctica política, y ahora también, un derecho humano exigible.
Para cerrar…
El cuidado ya no puede ser visto como un asunto privado, femenino o marginal. Es un asunto de justicia, de igualdad y de dignidad. Reconocerlo como un derecho implica redistribuir responsabilidades, repensar nuestras instituciones, cambiar nuestras prácticas y también mirar hacia dentro. Porque todas las personas, en algún momento, hemos cuidado, necesitamos cuidado o nos hemos olvidado de cuidarnos.
Reconocer el cuidado como un derecho cambia todo: cómo trabajamos, cómo criamos, cómo enfermamos, cómo envejecemos. Pero sobre todo, nos invita a repensar cómo nos relacionamos. Y ahí, en el corazón de las relaciones humanas, está también la posibilidad de transformarlo todo.
*La redacción del texto fue trabajada con apoyo de ChatGPT.